24 agosto 2011

Siri (se fue)

África a quien llamamos cariñosamente Siri

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas la tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará, nostálgico…

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.

Juan Ramón Jiménez

Esta mañana se fue mi pequeña, mi compañera de aventuras en este blog tanto tiempo desarbolado por motivos de trabajo. Última foto de mi perrita, momentos antes de morir, dulce y fiel como siempre, aunque aquí está triste por la enfermedad que se la ha llevado.

Siempre estarás con nosotros. Siempre estaremos contigo, Siri, guapa. Gracias.


http://andanzasn.blogspot.com/2009/02/siri.html

http://andanzasn.blogspot.com/2008/06/el-viento-amain-y-una-cinta-de-luz-que.html

http://andanzasn.blogspot.com/2005/11/el-hombre-y-el-perro.html


















Otra de sus últimas fotos, con su lengua fuera.

30 septiembre 2010

El vuelo del águila III



Amanecí subido a la rama más alta de un árbol frondoso. Me sentía lúcido y ninguna molestia me recordaba que había permanecido cinco horas suspendido a gran altura de uno de los árboles más hospitalario que recuerdo. Por sorprendente que pudiera parecer, después de estar toda la noche expuesto a los embates de la ventisca me sentía viento en constante trasiego por el valle.


Lo que ocurrió la noche anterior es difícil de explicar. Recuerdo que al poco de quedar suspendido en lo alto entré en uno de esos bucles de ensueño al que me veía precipitado con frecuencia. Luego me sumergí en algo parecido a un sueño profundo donde advertí unas extrañas sensaciones rayanas con la pérdida de consciencia. A continuación experimenté una vívida sensación de sentirme árbol; sí, un árbol milenario que albergara una gran muchedumbre de pájaros con su algarabía estridente y monótona. Después surqué un río desde el centro de un gran banco de peces que arremolinaban a su paso las piedrecitas del cauce conforme fluían a velocidad de vértigo.


En un momento de mi viaje descubrí al individuo de la carta apostado detrás de una sonrisa calculadora que me miraba desde la puerta de acceso al valle. “En esta angostura están encerradas todas las explicaciones que precisas para recorrer el valle grande de la vida toda”, dijo mientras miraba al infinito. Y después: “El menor susurro encierra una enseñanza para un corazón vigilante. El roce del viento en una brizna de hierba es toda una tesis doctoral. Y ni el silencio está ocioso: no hay tregua para el aprendizaje. El tiempo no es una sucesión de atardeceres, sino una trilla, el atanor donde se cuece tu futuro oculto en el presente como el árbol en la semilla”. Y al ver ansiedad en mi rostro, añadió: “no te quejes; nadie sale vivo del inmenso valle de la muerte”. Y dio media vuelta y desapareció entre brumas.

27 agosto 2010

El vuelo del águila II



Para cuando me hube desembarazado del encuentro con el vigilante ya no quedaban en el cielo sino unos minúsculos resplandores, evanescencias de lo que apenas hacía unos minutos fue día esplendoroso y ahora, noche cerrada.

Avancé unos pasos por el sendero abierto entre unos árboles cuando hasta mi llegó un repetitivo ruido sordo que se agrandaba desde la lejanía. Era una especie de tam tam, como un mantra líquido que me mantuvo alerta. De pronto, un objeto, que podía ser un animal, cruzó frente a mi, de izquierda a derecha hasta fundirse con la negrura. Valle de la muerte, no sé; de los sustos, seguro.

Poco a poco mis palpitaciones se fueron normalizando y tras evaluar la situación pensé que no era conveniente volver sobre mis pasos, si bien debía estar alerta porque desconocía la clase de broma, juego o desafío con la que había de enfrentarme.

De pronto llegó hasta mi en oleadas sucesivas un viento apacible que me hizo aminorar el paso de forma instintiva hasta detenerme por completo. Ese leve susurro desató en mi cabeza una cadena de pensamientos y algún temor. Fue como una premonición porque inmediatamente escuché a mi izquierda como el fragor del combate de dos felinos. Me desplacé sigiloso buscando el origen de la refriega, como abducido por aquel ruido extraño. El clamor era cada vez más intenso pero no acertaba a ver nada. Al fin, dos resplandecientes pupilas azabache atraparon mis ojos. Un instante después, lo que supuse felino, emitió un extraño gruñido y saltó por sobre mi cabeza para desaparecer en la negrura. En su huída había arañado mi cara. Un hilo líquido resbaló de la frente abajo y aunque no podía verlo supuse bien que se trataba de sangre, como más tarde comprobé.

Lo cierto es que tuve que hacerme a la idea de que me hallaba solo en una tierra inhóspita, llena de peligros y en una oscuridad total. Hasta tanto no llegaran las primeras luces no podría tomar decisiones y explorar el terreno. De manera que me dediqué a buscar un árbol grande y frondoso donde pasar la noche al abrigo de sus ramas y fuera del alcance de fieras y otros posibles peligros que merodeaban la noche. En mis correrías siempre llevaba junto con mi mochila un arnés para colgarme de un árbol con la suficiente envergadura como para soportar mi peso. El arnés era tipo hamaca con sujeción de la cabeza y me permitía estirar y apoyar las piernas en una rama para evitar los problemas de bloqueos motivados por la falta de riego sanguíneo.

Después de caminar a tientas unos pocos metros, vi que frente a mi, se alzaba una negrura más consistente y espesa por lo que supuse que había encontrado lo que buscaba. El tronco principal del árbol medía más de un metro de diámetro. Había dos opciones: lanzar la cuerda hasta liarla a una rama o esperar que el tronco tuviera las suficientes rugosidades o ramas secas como para trepar por él. De acuerdo a las condiciones de visibilidad, la segunda opción era la más segura, de manera que intenté la escalada y me sorprendí de lo rápida y fácil que fue. Cuando estuve a unos veinte metros del suelo encontré varias ramas fuertes como para soportar mi peso. Anudé la cuerda en una de ellas, la más alta de manera que el arnés me permitiera apoyar las piernas en otra rama que quedara a la altura. No estaba mal. Los ruidos quedaban amortiguados mientras las estrellas titilaban allá en la lejanía.

Yo me duermo de pie; si estoy bien acomodado, para qué hablar. Recuerdo que en la mili estaba un día de guardia y hacía la ronda de una garita a la otra. Me quedé dormido y me desperté cuando tenía la cabeza a escasos centímetros del suelo. No es guasa. Pero en el Valle de la Muerte no me dormí. Apoyé la cabeza y estiré las piernas y todavía hoy le busco explicación a lo que allí ocurrió.


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03 agosto 2010

El vuelo del águila I



Empujé el viejo portalón de madera y un chasquido trastornó por un instante la placidez del valle. Una lechuza que dormitaba en la penumbra alzó, torpe, el vuelo hacia otros escondrijos más apacibles. Anochecía y los sonidos se dejaban caer lejanos, cansinos, sin fuerza.

Tras recibir una enigmática misiva encaminé mis pasos hacia aquel extraño lugar que unos conocían por el pomposo nombre de el valle de la muerte y los más divertidos y graciosillos, por el valle de los locos de atar. Desde siempre el ser humano ha tenido la tentación de poner nombres sonoros a las cosas; a ese afán achaqué lo del valle de la muerte y no le di más importancia. Mal hecho porque de haber reflexionado un poco me habría ahorrado muchos sustos y algún que otro corte de digestión, amén de una pierna rota. Pero también todo haz tiene su envés, por lo que luego se verá.

No es que yo sea una persona miedosa pero el ambiente se iba cargando por momentos y cada nuevo sonido venía a unirse al coro de sensaciones que hacían que me empezara a poner nervioso a pesar de repetirme aquellas palabras sedosas que según los entendidos disipan la ansiedad. Para poca salud, ninguna, así que de pronto caí en la cuenta de que también las ya menguadas luces de la amplia vega huían como llevadas por los pelos y terminaban de anegar el valle y convertirlo en un lago de tinieblas.

La misiva decía: si quieres comprender el sentido de la vida, ven esta noche al valle de la muerte. Pero debes acudir solo y harás el trayecto a pie desde el pueblo. Reconozco que no soy bueno para las adivinanzas pero como es sabido que la curiosidad mata al hombre, me dejé llevar con la mínima resistencia por mi parte.

Anduve como unos cincuenta metros al interior del valle aunque mi inclinación natural o alguna antena desconocida para mi me urgía a hacerlo en sentido contrario. Y entonces le vi. Era un ser de apariencia humana que debía medir cerca de un metro noventa. Me sobrecogió, para qué negarlo. Dicho en versión trapisonda: me acojoné. Busqué mi pulso que en segundos pareció regresar a la normalidad. Aquello, lo que quiera que fuera, impresionaba más en la penumbra y parecía enorme y de perfiles amenazantes. Al poco me di cuenta de que se trataba de una vieja estatua surgida de la misma roca y que vigilaba el valle desde la posición dominante que ocupaba, pero el susto ya nadie me lo iba a quitar, qué quieres que te diga. Mis células tendrían trabajo extra esa noche. Un día es un día.

Debe ser una primera impresión para habituarme, pensé intentando sujetar el galope en el pecho. La alternativa era salir corriendo y no parar jamás. Si quieres comprender el sentido de la vida… recordaba del papel de los co__. Estuve a un tris de soltar un palabro de esos de garrafón, pero me contuve. Cuando saltan las alarmas, todo se altera y cada vez eres menos dueño de tus movimientos. Perdí los controles, es la verdad.


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