04 noviembre 2005

La atea y el devoto


Una joven atea y un anciano devoto se encontraron, debajo del Gran Árbol, al caer de la tarde.

-¿Tú en qué crees?, preguntó, curiosa, la joven atea.

-Yo creo, recitó con humildad el devoto, en las hojas que se desprenden de los árboles en otoño. Creo que esas hojas vendrán a ser alimento para que el Gran Árbol se regenere cuando cesen las lluvias. Creo, también, en los pajarillos esparciendo sus nidos entre cantos en primavera; en el trigo y el verdor, la noche y la mañana, y en el gran reloj de la naturaleza que empuja las horas cada día y completa la rueda de las estaciones.
-Y tú, ¿en qué no crees?, preguntó el anciano devoto. La joven atea se puso en pie y vertiendo su mirada al infinito empezó a decir:
-Yo no creo en un Dios inventor de universos que luego contempla, desde lejos, desdeñoso su obra. No creo en un Dios que planta la semilla y acusa a las espigas de no crecer derecho. Ni tampoco creo en el Dios que diseñó el noble y elegante galopar de un caballo y luego le recrimina por su trote.
El anciano devoto cerró los ojos y entrelazó sus dedos. Las últimas luces de la tarde caían oblicuas formando arreboles y se desparramaban por entre las montañas.
De pronto el anciano pareció salir de su letargo, se le encendió la mirada y posándola en los ojos de la joven atea le preguntó: ¿crees en el hombre?
La joven de ojos chispeantes sonrió y comenzó a desgranar su pensamiento:

-La mujer representa el paraíso perdido, mientras que el hombre querría ser una isla solitaria en su naufragio; él ansía ser un cielo estrellado, la vía láctea toda, mientras que ella tiene vocación de estela matutina.
Dirigió su mirada hacia los ojos emocionados del anciano que captó la pregunta y, con voz pausada, se explayó:

-Tú deseas ser el sorbo único, mientras que yo anhelo derramarme en lluvia impetuosa. Yo soy la escarcha de las rosas, tú eres la seda de los pétalos. El beso y el suspiro me delatan, el temblor del llanto y la
mirada te traicionan. Te amo, pero me llevo el amor conmigo. Me sueñas, pero despiertas en ti. Y en ti están todas las mujeres: las que amé, las que amo y las que amaré y aún las que no tendré. El amor con que te amo está en mí. Tú eres como un espejo donde contemplo mi amor. Más que sumergirme en ti, naufrago en mí.
Terminó de caer el velo de la noche y el anciano devoto se retiró a la montaña. La joven oteó la estrella más brillante que le hizo un guiño.

Y la joven atea y el anciano devoto se perdieron, un día más, en los pliegues de la noche.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es usted muy bueno, sí señor. Chapeau! Imprimiré y releeré. J.M, como vemos, es usted capaz de hablar otros lenguajes y a otras gentes que hablan otras lenguas. Olé, como dicen en mi tierra. Esto merece ser dicho, pensado; merece tiempo y merece su luz, j.m, y quizá la mía. Sí señor. Saludos!

Prometeo dijo...

Muchas gracias a mi admiradora favorita. Uno tiene muchos "registros".

Saludos y su luz...