06 noviembre 2005

La vie en rose

I

El humo de la calle se elevó hasta mi nariz envuelto en volutas de asfalto. En la estación, bulliciosa como corresponde a un mes de Julio en Alicante, esperaba a una joven mujer que bajaría del tren un martes por la mañana.

La conocí en un foro de debate y, por tanto, tenía de ella un conocimiento fragmentario. La nota decía: llegaré a eso de las trece treinta; nos tomaremos un café en la estación. Si me gustas y te gusto deberás olvidarte de todo tu pasado e iniciar un viaje conmigo que no tendrá final. Si, por el contrario, algo no funciona bien nos diremos adiós y regresaré en el primer tren que salga de Alicante. Ese era el pacto. Fruit morne era su nombre de guerra.

La contemplé mientras bajaba despacio del tren. Su mirada era triste; sí, eso es, triste con un fondo de amargura. Unos diez metros nos separaban. Yo la había visto en una docena de fotos que me envió, pero ella sólo tenía de mí una imagen psicológica arduamente trabada por espacio de cuatro meses, de la misma manera que un pintor bosqueja su obra con parsimonia no exenta de pasión. Era bella. Muy bella. Quise prolongar ese tiempo de espera para poder contemplarla sin la presión de su mirada escrutadora. No sólo por fuera seducía, tenía un “dentro” de vértigo. ¿Enigmática?

Fruit morne, tras unos segundos de vacilación se acercó resuelta hacia mi. Su mirada era altanera, no me defraudó tampoco en eso. Ni el más mínimo gesto delató su sonrisa y mientras la contemplaba, el mundo entero se hundió bajo mis pies. No había duda: era ella. Me observó buscando ciertas señales.

-¿Dónde está tu equipaje?, preguntó mientras expulsaba los restos de humo de su cigarrillo americano.

-No tengo equipaje, contesté.

-Con un gesto dijo: ¡nos vamos! La seguí. Por nada del mundo habría querido perderme la presencia de Fruit morne.

- Odio el café, la oí decir en susurros mientras subía las escalerillas del tren.

II

Ese fue mi error, creer que Fruit morne tendría una personalidad compleja ma non troppo, como música que a la vez que nos embarga nos libera de un lastre pesado. El correr de los minutos y el traqueteo del tren en su avance inexorable hacia Madrid en el confortable vagón que compartíamos en solitario, fue suavizando la mirada de Fruit morne. El tibio calor de su mano enlazada a mis dedos era la levadura suficiente para transformar todo un mundo. A través del cristal se precipitaba vertiginosa la llanura manchega, solaz de ojos cansados; abierta, sencilla, interminable.

Era una bella estampa, casi un cuadro esbozado por mano diestra: Fruit morne tenia sus ojos puestos en mí y hechizaba los míos que se rindieron inermes, presas de un juego mortal del que era inútil escapar, inútil esperar sobrevivir. Acercó su cara a la mía con suavidad no exenta de provocación y pude sentir el calor que brotaba de su cuerpo palpitante y anegaba mi cuerpo y lo despeñaba en el vacío, como piedra terrera.

Dieron las cinco de la tarde y el sol seguía suspendido a poniente como mi respiración, cuando besé sus labios por primera vez. Sujetó mi barbilla con una mano y entornó los ojos como queriendo memorizar ese primer beso. Yo la miraba a hurtadillas para indagar el efecto de una caricia que podría ser la última o la avanzadilla de muchas más que vendrían después. El vértigo se adueñó de nosotros. No pude ver en qué momento las sombras cubrieron el valle, absorto como estaba en los entresijos del amor. Sí supe que los encantos de Fruit morne no tenían fin y rescataban mi espíritu de la zozobra a la manera de una barca que nos transporta de una ribera a la otra del río de la vida para, de igual modo, abandonarnos a un desasosiego mayor como el que provocan los primeros signos de una tormenta.

Mientras tanto el tren atravesaba el último tramo de la llanura como corcel desatado en una cabalgadura sin fin, perdido entre las sombras de la noche.

***

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