Mi nombre es Ricardo Santamaría. Hace tanto tiempo que lucho por demostrarle al mundo lo que soy, y ahora cuando he conseguido marcar un hito en la creación literaria, todos mis familiares, mis mejores amigos y hasta mis enemigos se me han muerto. Los unos, por propia desestima, siempre pensaron que lo de casa no cuenta; los otros, tras la sonrisa desdeñosa, ocultaban rivalidades y envidias inconfesadas; y los demás, ¡qué decir de ellos!
Huérfano hasta de enemigos, tendré que sobrellevar las opiniones de críticos que verterán sobre mi obra sus juicios implacables convencidos de adivinar el secreto de mi escritura. La verdad es que yo sólo quiero decir que estoy aquí, que he venido. ¡Toda una vida de ensayos para estrenar en un teatro que no es el mío!
Fui el cuarto de seis hermanos y, como confirmación a las teorías de los psicólogos sobre los hijos intermedios (en algo habrán de acertar), adolecí en mis primeros años de los cuidados propios de la edad (circunloquio vano para tratar de eludir la evidencia: me faltó la necesaria atención, elemento básico e imprescindible para engendrar niños alegres y lustrosos). O al menos eso percibí yo entonces. Nací con un mundo en contra, por tanto.
Cuando hube cumplido los diez años yo, niño tímido, llorón, raro, el-más-débil-de-los-seis, que-no-juega-con-los-demás, y otras etiquetas que cada uno tuvo a bien colgarme, ingresé en un colegio. Recuerdo con añoranza aquellos tiempos: las largas excursiones a través de huertas ubérrimas, montañas y senderos poco transitados; el aroma a poleo y tomillo; el color de la nieve y su alegre olor; el frío, la lluvia, los partidos de fútbol con botas siempre inadecuadas; la tristeza de los domingos por la tarde y todo lo demás: las clases de latín, el griego, la literatura, los rezos rutinarios y por la noche siempre a las diez, el sonido del tren, la llamada del tren, la soledad del tren.
Después de terminar el bachillerato me hallé ante una encrucijada de caminos como le ocurre a tanta gente: no sabía si dedicarme a aprender una profesión o marcharme lejos. Al final no hice ni lo uno ni lo otro y me debatí durante algún tiempo entre la mediocridad propia de quienes no tienen expectativas y la inútil rebeldía de quienes carecen de confianza en sí mismos.
Pasaron los años hasta que un día una circunstancia azarosa vino a tocar a la puerta donde hallé a un desconocido que reclamaba mi atención. Desde el principio quedé sorprendido por lo que dijo; su nombre me golpeó en la frente. Ese día descubrí que somos muchos, que la historia es la misma y el camino tortuoso, y decidí, de un tajo como el hacha certera, que debía olvidarme de lamentos como no se queja el junco que crece en el río; como no se quejan los nenúfares ante la inclemencia del viento y la lluvia; como no se queja el árbol que emerge de la roca en mitad de la montaña; como no se queja el pajarillo expulsado del nido sin compasión. Así venimos a este mundo: solos, desprotegidos, libres, como en la sopa primordial donde la frágil vida chapoteó por primera vez. Aquel individuo dijo: mi nombre es Ricardo Santamaría.
Huérfano hasta de enemigos, tendré que sobrellevar las opiniones de críticos que verterán sobre mi obra sus juicios implacables convencidos de adivinar el secreto de mi escritura. La verdad es que yo sólo quiero decir que estoy aquí, que he venido. ¡Toda una vida de ensayos para estrenar en un teatro que no es el mío!
Fui el cuarto de seis hermanos y, como confirmación a las teorías de los psicólogos sobre los hijos intermedios (en algo habrán de acertar), adolecí en mis primeros años de los cuidados propios de la edad (circunloquio vano para tratar de eludir la evidencia: me faltó la necesaria atención, elemento básico e imprescindible para engendrar niños alegres y lustrosos). O al menos eso percibí yo entonces. Nací con un mundo en contra, por tanto.
Cuando hube cumplido los diez años yo, niño tímido, llorón, raro, el-más-débil-de-los-seis, que-no-juega-con-los-demás, y otras etiquetas que cada uno tuvo a bien colgarme, ingresé en un colegio. Recuerdo con añoranza aquellos tiempos: las largas excursiones a través de huertas ubérrimas, montañas y senderos poco transitados; el aroma a poleo y tomillo; el color de la nieve y su alegre olor; el frío, la lluvia, los partidos de fútbol con botas siempre inadecuadas; la tristeza de los domingos por la tarde y todo lo demás: las clases de latín, el griego, la literatura, los rezos rutinarios y por la noche siempre a las diez, el sonido del tren, la llamada del tren, la soledad del tren.
Después de terminar el bachillerato me hallé ante una encrucijada de caminos como le ocurre a tanta gente: no sabía si dedicarme a aprender una profesión o marcharme lejos. Al final no hice ni lo uno ni lo otro y me debatí durante algún tiempo entre la mediocridad propia de quienes no tienen expectativas y la inútil rebeldía de quienes carecen de confianza en sí mismos.
Pasaron los años hasta que un día una circunstancia azarosa vino a tocar a la puerta donde hallé a un desconocido que reclamaba mi atención. Desde el principio quedé sorprendido por lo que dijo; su nombre me golpeó en la frente. Ese día descubrí que somos muchos, que la historia es la misma y el camino tortuoso, y decidí, de un tajo como el hacha certera, que debía olvidarme de lamentos como no se queja el junco que crece en el río; como no se quejan los nenúfares ante la inclemencia del viento y la lluvia; como no se queja el árbol que emerge de la roca en mitad de la montaña; como no se queja el pajarillo expulsado del nido sin compasión. Así venimos a este mundo: solos, desprotegidos, libres, como en la sopa primordial donde la frágil vida chapoteó por primera vez. Aquel individuo dijo: mi nombre es Ricardo Santamaría.
6 comentarios:
Hola, Prometeo.
El otro día me quedé con la gana de escribirle un comentario pero no tenía tiempo. Desde Madrid le leo con frecuencia. Fue una poesía Alicante Madrid: "todavía veo el humo que los trenes no expelen". Me gustó mucho y ahora viene usted con este trozo, también poético que me fascina: "como no se queja el junco que crece en el río; como no se quejan los nenúfares ante la inclemencia del viento y la lluvia; como no se queja el árbol que emerge de la roca en mitad de la montaña; como no se queja el pajarillo expulsado del nido sin compasión. Así venimos a este mundo: solos, desprotegidos, libres, como en la sopa primordial donde la frágil vida chapoteó por primera vez".
Toca usted una tecla que me hace sentir mucho. Muchas gracias. Siga ahí.
Besos desde Madrid.
Una amiga en la distancia.
Violeta
Me ha gustado especialmente este texto. Tienes la virtud de "encantarnos a través de las palabras", como decía un profesor mío. Lo que escribes tiene el don de crear en nuestro sentir un "encanto" que crece y crece y hace que no puedas dejar de leer, hasta que llegas al final del texto y te quedas con ese buen sabor de haber leído algo maravilloso.
Un abrazo.
Muchas gracias, Violeta, por sus palabras. Me alegro que le lleguen mis escritos al corazón.
Un abrazo, amiga.
Muchas gracias mcarmen. Ya sabes que es un honor para mi cada visita que me haces. Y me alegro y te agradezco infinito todo lo que dices.
Un abrazo.
Prometeo
No llegamos solos, sino que algunos escogen quedarse solos (por elección) o los dejan solos(por ser como son).
Unos son libres para elegir, otros acaban esclavos de su mala cabeza.
De todo hay, sí.
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