28 enero 2009

El gato negro

'subir


Aquel martes, Juan tuvo el presentimiento de que sería un día aciago porque muy temprano vio asomar un hermoso gato negro por el tejado de su casa. La sabiduría popular asegura que la presencia de un gato negro trae mala suerte, y él se lo tomó como una profecía y por lo tanto nada podría impedir tener que vérselas con tan infausto presagio.

La noche antes había regresado de una larga estancia lejos de su pueblo y hoy madrugó para reencontrarse con sus calles y su gente. ¿Qué haré? Pensó mientras salía de casa. Una ligera inquietud fue ocupando poco a poco todo su ánimo mientras intentaba serenarse para extraer algo bueno de aquel trance. Nada puedo hacer, calculó, porque la fatalidad dice que la visión de un gato negro es en si misma un augurio funesto de contrariedades y eso no admite descargos ni atenuantes.

Salió a la calle movido por un temor que a él mismo le pareció irracional producido por un hecho tan fortuito como la presencia madrugadora del espléndido gato negro. Miró a derecha e izquierda y emprendió la marcha. La calle estaba solitaria como no era su costumbre y hasta el eco de las propias pisadas se dejaba oír agigantado en el frontón de la plaza principal. Un ruido de hojalata rebotó a lo lejos contra el asfalto producido por unos gatos negros que huían tal vez de la presencia del intruso que era él.

Como todas las mañanas, Juan se acercó al mercado y contempló con sorpresa los puestos vacíos; restos de frutas y verduras yacían esparcidos por el suelo. Se dirigió a la tienda del pescado; aparentaba que por allí hubiera pasado una jauría de felinos hambrientos. Al fondo, por entre las cajas otrora repletas de doradas y salmones, dos gatos negros mostraban sus dientes y sus pupilas dilatadas como aviso a navegantes. Se miraron y se enseñaron mutuamente las uñas amenazantes con su parafernalia de gruñidos y chirridos. Juan volvió sobre sus huellas y movido por un impulso irrefrenable recogió unas cuantas manzanas y abandonó la lonja envuelto en el desasosiego que le producían sus propias conjeturas.

Unos pasos más adelante, cuando alcanzó la fuente de siete caños vio más gatos negros que ronroneaban satisfechos y se entregaban a un juego divertido; unos, con la panza hacia arriba se tocaban los bigotes y las narices. Otros, un poco más allá, daban vueltas sobre sí mismos con las patas delanteras recogidas y los ojos semicerrados.

Nunca había visto la calle tan desierta ni tanta profusión de gatos negros, y de pronto se descubrió anegado por una pesada zozobra y su caminar era cada vez más nervioso, ligero y errático. ¿Qué suceso extraño había perturbado la tranquilidad de un pueblo siempre plácido? Y sobre todo, ¿cómo es que él no se había percatado de ese hecho? ¿Por qué motivo no llegó hasta él ningún indicio que le alertara? Llamó en voz alta a varios de sus vecinos por sus nombres. Los gritos rebotaban aquí y allá y el eco de su voz moría sin devolverle ninguna respuesta. Gatos negros se restregaban contra los árboles como si marcaran un territorio. Todo aquello no era normal. Además parecía que su presencia era invisible para los felinos. ¡Estaba todo el pueblo ocupado por gatos negros de todos los tamaños! Pero, ¿y la gente?

Por fin llegó a la casa consistorial, atravesó sus vetustos soportales y se adentró en la oficina de aguas y tasas que en otras ocasiones aparecía bulliciosa por el ir y venir de vecinos que acudían diligentes a resolver sus asuntos. Sobre las mesas, por debajo de montones de cajas, por entre los papeles, gatos y más gatos negros dormitaban; otros se entregan al juego entre retozos y más allá cuatro cinco gatos más afilan sus uñas. Aquello era una plaga, una invasión insoportable y desgraciada.

Estoy en medio de una locura; no hay nadie, estoy solo en esta inmensa gatera. Corrió hacia la plaza principal con la esperanza de encontrar a alguien. Un remolino de matojos resecos que atravesaba el pueblo y el silbido del viento que hacía acto de presencia, conferían a la calle un aspecto fantasmal e inquietante. Estaba apunto de compadecerse de su propia desventura y sucumbir a su desgracia.

Y entonces ocurrió lo inesperado. Al llegar a la salida del pueblo, mientras escrutaba el horizonte creyó oír un murmullo que provenía de las montañas cercanas. Poco a poco el ruido se hizo ensordecedor como si Poseidón hubiera abierto las compuertas del océano y las aguas cabalgaran a lomos de los riscos, ladera abajo. Y de repente, en un último intento por encontrar la revelación de todo aquel maremágnum, se topó con el cartel que lo explicaba todo: precisamente hoy martes era el día señalado para sepultar el pueblo pues todo aquel valle se convertiría, por obra y gracia del interés general, en un grandioso embalse para contener las aguas potables que vertían las sierras cercanas.

Antes de echar a correr en un último intento por escapar de la catástrofe, Juan acertó a aventurar una interpretación a tanto infortunio: los gatos negros habían decidido pasar a la acción.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Prometeo, eres genial. Me lo paso muy bien leyendo tus relatos. Un beso desde Madrid.

Alicia

alba* dijo...

Escucha Prometeo, no te digo lo que he pensado cuando he leído el título y he visto el "ladrillo" Solo te diré que no quería que se acabase .-)

Un placer leerte.

Anónimo dijo...

Excelente escrito. El misterio, el uso de las palabras, la trama en general, todo, me encantó. Voy a pasar más a seguido por tu blog, está muy bueno, felicitaciones.

Bye!

Prometeo dijo...

Muchas gracias Jaz3000, muchas gracias por su visita.

Marcela dijo...

¡Muy buen relato!
Puro suspenso y un final excelente.
Mi gato (que es totalmente negro) manda saludos. :)
Besos grandes.

Prometeo dijo...

Gracias Marcela, recuerdos a tu gato.

También a alba* y a Alicia, son ustedes muy generosas.

Gracias y besos

mcarmenjerez dijo...

¡Vaya suspense más bien logrado!
Me ha encantado la lectura.
Un abrazo.

Prometeo dijo...

Muchas gracias mcarmen.
Un abrazo