Comprenderé que quienes lean esta historia de cabo a rabo se nieguen a aceptar como verídicos y cabales los acontecimientos y anécdotas aquí narrados. A veces, ciertos hechos y peripecias son como los hierros que maneja un marcador de reses que nos señalan de por vida y es inútil negarlos, como inútil es querer engañar la sed con unas gotas de rocío. Pero eso es para quien los vive.
Hace no muchos años, paseaba distraído un día por Sevilla cuando enfilé al azar una calle en dirección a la de nombre Jesús del Gran Poder con el propósito de dirigirme hacia el centro, al laberinto de calles estrechas para ver si encontraba una taberna llamada la ruta del estudiante. De pronto, el eco lejano de un extraño cántico llamó mi atención. No comienza aquí el intríngulis de mi historia sino que aquella plegaria me retrotrajo muchos años atrás porque esos susurros no podían haber salido de la actualidad sino que con total certeza, y no me cojo los dedos, provenían de los tiempos en los que hacía el servicio militar en un establecimiento ubicado precisamente en el punto donde me encontraba cuando escuché el rumor de voces.
Lo recuerdo bien. La ruta del estudiante se convertía todas las tardes en un bullicioso punto de reunión de la fauna inquieta formada por estudiantes, militares y turistas, que pululaba por Sevilla y que venía a congregarse en semejante tugurio para trocar penas por burbujas y hablar de los asuntos importantes que vienen al caso en ese tipo de reuniones distendidas, es decir, de mujeres cuando se trata de hombres, como en este caso, y además en trance de servicio militar forzoso.
Pues eso, que de pronto caí en la cuenta de que había vuelto a la ciudad donde años antes había hecho el servicio militar en un pequeño y vetusto cuartel de la calle Baños, donde ahora me encontraba y donde, años ha, estaba ubicada la Zona de Reclutamiento y Movilización. Me sentía raro y alegre de viajar en el tiempo a través de recuerdos atemperados por la cantidad de ferias de abril transcurridas y de calles casi desconocidas pero con sabor a muchas veces recorridas, con frecuencia a trompicones por causa de ciertas mezclas inoportunas como alcohol, deseos de estar con la novia e imposibilidad de materializarlo, por ejemplo.
En la esquina que está justo enfrente del cuartel había una taberna y en el portal más próximo, por la calle Redes, tenía su cuartel general el esperpéntico y autoproclamado papa Clemente que junto con toda la patulea de su heterogénea congregación, competíamos en bullicio, ellos dándole duro al coñac y nosotros a la cerveza, el vino y el cubata, por ese orden. Es decir, oído cocina: creí escuchar, veinte años después, los cánticos de unos obispos y cardenales de la Iglesia apostólica y romana hispalense, unas voces que hacía lustros que no entonaban maitines en ese lugar. No, si la cosa empieza a ponerse de psiquiátrico.
En el cuartel éramos unos veinte o veinticinco soldados que habíamos recalado allí no por nuestro gusto y según me dictan mis desordenados recuerdos, proveníamos de Madrid, de Cataluña, Extremadura, de la misma Andalucía, del norte, de Murcia y de Alicante. Componíamos un mosaico regional representativo con su corolario de tópicos y roces habituales. Allí coincidí con un murciano, un tal Pedro Martínez al que no he vuelto a ver desde entonces. Recuerdo que los madrileños y los catalanes se divertían mucho con él y por las noches cuando querían acabar con el barullo o por el contrario continuar la juerga, le gritaban desde el fondo del dormitorio: ¡murciano, diles que se callen que ya es tarde! Desde la primera litera que ocupábamos él y yo, poníase el murciano de pie y a voz en grito dedicaba a la soldadesca la frase que al poco se hizo famosa: ¡que se calléis! No hace falta decir que los madrileños se revolcaban, con gran alborozo, por entre las camas del fondo.
Cosas de la mili. Aquel cuartel era un lugar tranquilo donde se sorteaban los destinos de los mozos y adonde acudían estos para conocer el premio que les había deparado el bombo; y también los que ya habían acabado la mili se presentaban allí para poner al día sus cartillas militares. Nos lo pasamos bien, así cualquiera.
La mayor parte del tiempo íbamos de paisano y salíamos casi todas las tardes a la calle, es decir, al cine o a la ruta del estudiante o a callejear sin rumbo, o todo junto y consecutivamente, para terminar en algún tablao flamenco donde nos extasiábamos con el baile de aquellas lozanas mozas que se exponían ingenuas a nuestros balbuceantes piropos, si bien nosotros teníamos suficiente preocupación con cuidar de cerrar la boca, de tan lelos como estábamos ante el embrujo de los brazos en alto, el cruce de parejas y el devenir de los cuatro pasos, característico todo ello del famoso baile de las sevillanas.
No sólo con el que se calléis del murciano nos divertíamos. Durante las pocas tardes en las que teníamos algo de instrucción hacíamos chanzas a cuenta de un capitán chusquero que era el encargado de adiestrarnos en el arte militar. Siempre salía el gracioso de turno que, haciéndose el tonto, le pedía: mi capitán, háblenos de la bomba tónica. El capitán decía bomba tónica para referirse a la bomba atómica y teníamos que mordernos mucho la lengua y disparar preguntas tontas desde todas las esquinas para contrarrestar el ataque de la risa.
Sí, sí, -decía grave el oficial, vosotros reíros pero la bomba tónica es un arma mortífera de cojones. Lo que nos daba otra tregua para volver al recital de carcajadas nerviosas a cuenta del oído y el buen juicio del capitán.
Continúa y finaliza en II
Hace no muchos años, paseaba distraído un día por Sevilla cuando enfilé al azar una calle en dirección a la de nombre Jesús del Gran Poder con el propósito de dirigirme hacia el centro, al laberinto de calles estrechas para ver si encontraba una taberna llamada la ruta del estudiante. De pronto, el eco lejano de un extraño cántico llamó mi atención. No comienza aquí el intríngulis de mi historia sino que aquella plegaria me retrotrajo muchos años atrás porque esos susurros no podían haber salido de la actualidad sino que con total certeza, y no me cojo los dedos, provenían de los tiempos en los que hacía el servicio militar en un establecimiento ubicado precisamente en el punto donde me encontraba cuando escuché el rumor de voces.
Lo recuerdo bien. La ruta del estudiante se convertía todas las tardes en un bullicioso punto de reunión de la fauna inquieta formada por estudiantes, militares y turistas, que pululaba por Sevilla y que venía a congregarse en semejante tugurio para trocar penas por burbujas y hablar de los asuntos importantes que vienen al caso en ese tipo de reuniones distendidas, es decir, de mujeres cuando se trata de hombres, como en este caso, y además en trance de servicio militar forzoso.
Pues eso, que de pronto caí en la cuenta de que había vuelto a la ciudad donde años antes había hecho el servicio militar en un pequeño y vetusto cuartel de la calle Baños, donde ahora me encontraba y donde, años ha, estaba ubicada la Zona de Reclutamiento y Movilización. Me sentía raro y alegre de viajar en el tiempo a través de recuerdos atemperados por la cantidad de ferias de abril transcurridas y de calles casi desconocidas pero con sabor a muchas veces recorridas, con frecuencia a trompicones por causa de ciertas mezclas inoportunas como alcohol, deseos de estar con la novia e imposibilidad de materializarlo, por ejemplo.
En la esquina que está justo enfrente del cuartel había una taberna y en el portal más próximo, por la calle Redes, tenía su cuartel general el esperpéntico y autoproclamado papa Clemente que junto con toda la patulea de su heterogénea congregación, competíamos en bullicio, ellos dándole duro al coñac y nosotros a la cerveza, el vino y el cubata, por ese orden. Es decir, oído cocina: creí escuchar, veinte años después, los cánticos de unos obispos y cardenales de la Iglesia apostólica y romana hispalense, unas voces que hacía lustros que no entonaban maitines en ese lugar. No, si la cosa empieza a ponerse de psiquiátrico.
En el cuartel éramos unos veinte o veinticinco soldados que habíamos recalado allí no por nuestro gusto y según me dictan mis desordenados recuerdos, proveníamos de Madrid, de Cataluña, Extremadura, de la misma Andalucía, del norte, de Murcia y de Alicante. Componíamos un mosaico regional representativo con su corolario de tópicos y roces habituales. Allí coincidí con un murciano, un tal Pedro Martínez al que no he vuelto a ver desde entonces. Recuerdo que los madrileños y los catalanes se divertían mucho con él y por las noches cuando querían acabar con el barullo o por el contrario continuar la juerga, le gritaban desde el fondo del dormitorio: ¡murciano, diles que se callen que ya es tarde! Desde la primera litera que ocupábamos él y yo, poníase el murciano de pie y a voz en grito dedicaba a la soldadesca la frase que al poco se hizo famosa: ¡que se calléis! No hace falta decir que los madrileños se revolcaban, con gran alborozo, por entre las camas del fondo.
Cosas de la mili. Aquel cuartel era un lugar tranquilo donde se sorteaban los destinos de los mozos y adonde acudían estos para conocer el premio que les había deparado el bombo; y también los que ya habían acabado la mili se presentaban allí para poner al día sus cartillas militares. Nos lo pasamos bien, así cualquiera.
La mayor parte del tiempo íbamos de paisano y salíamos casi todas las tardes a la calle, es decir, al cine o a la ruta del estudiante o a callejear sin rumbo, o todo junto y consecutivamente, para terminar en algún tablao flamenco donde nos extasiábamos con el baile de aquellas lozanas mozas que se exponían ingenuas a nuestros balbuceantes piropos, si bien nosotros teníamos suficiente preocupación con cuidar de cerrar la boca, de tan lelos como estábamos ante el embrujo de los brazos en alto, el cruce de parejas y el devenir de los cuatro pasos, característico todo ello del famoso baile de las sevillanas.
No sólo con el que se calléis del murciano nos divertíamos. Durante las pocas tardes en las que teníamos algo de instrucción hacíamos chanzas a cuenta de un capitán chusquero que era el encargado de adiestrarnos en el arte militar. Siempre salía el gracioso de turno que, haciéndose el tonto, le pedía: mi capitán, háblenos de la bomba tónica. El capitán decía bomba tónica para referirse a la bomba atómica y teníamos que mordernos mucho la lengua y disparar preguntas tontas desde todas las esquinas para contrarrestar el ataque de la risa.
Sí, sí, -decía grave el oficial, vosotros reíros pero la bomba tónica es un arma mortífera de cojones. Lo que nos daba otra tregua para volver al recital de carcajadas nerviosas a cuenta del oído y el buen juicio del capitán.
Continúa y finaliza en II
4 comentarios:
Buenos días, náufrago. Disculpa los muchos retrasos, no he podido antes visitarte para agradecer tu paseo por mi orilla. Iré leyéndote a partir de ahora, pues tienes un blog de contenidos surtidos y suculentos.
Un saludo.
Cuando recordamos cosas de nuestra juventud, inveitablemente se nos pone una sonrisa en los labios que no se borra en todo el tiempo. Mira que me ha pasado a mí leyendo tus recuerdos, y eso que no he hecho la mili (por razones videntes). Y en una cosa estoy de acuerdo: en que la bonba tónica es la repera. Besitos.
Hola anais, bienvenida, estás en tu casa.
Saludos.
Hola Isabel:
jajaja, pues todavía queda: además del que se calléis y la bomba tónica, también está la torre del loro y otros monumentos.
Besos
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