08 febrero 2009

Cosas de la mili II

- - - - - - - - - - - - - - Torre del Oro. Sevilla - - - - - - - - - - - - - - - -


Recuerdo muy bien otra anécdota graciosa que ocurrió en el cuartel de la calle Baños, número 50 porque los protagonistas de tan hilarante suceso fuimos el capitán de la bomba tónica y yo mismo.

El día de autos me adjudicaron servicio como escribiente de guardia en el despacho habilitado al efecto. A eso de la media tarde, cuando ya el cuartel se había vaciado de gente a excepción del personal de guardia, atendí al teléfono en respuesta a una llamada de alguien que formuló una pregunta de rutina. Nada más colgar el aparato me tropecé con dos severos ojos que destacaban de la silueta del capitán que, plantado en el umbral de la puerta del despacho, movía la cabeza y me apuntaba con un amenazante dedo índice. ¡Tú; eras tú! ¡Te pillé!, masculló victorioso. Resulta que por aquellos días, los oficiales de guardia iban tras las huellas de un listillo que hacía llamadas de larga duración a su novia después de forzar el candado que custodiaba la línea telefónica.

Con el sabor del triunfo por haber cazado al intruso, me llevó casi de la oreja ante el Jefe de guardia y después de cuadrarse ante él le transmitió grave la hazaña del soldadito: mi comandante, ya he pillado al de las llamadas de teléfono; es éste con cara de pillín. El comandante al que hacía una media hora que le acababa de entregar un par de listados que me había pedido, rió con ganas. Y encarándolo le dijo: capitán, ¿no ve que el soldado está de servicio?, ¿cómo no va a atender el teléfono? El pobre capitán que ignoraba este dato porque ni preguntó ni me dejó que se lo explicara, pidió permiso y se retiró avergonzado.

Por la noche nos partíamos de risa, mi amigo Pedro el murciano del que se calléis y yo a cuenta de las hazañas del capitán de la bomba tónica (por cierto, nunca supimos si era de naranja o de limón). Para concluir el aderezo de las risas me contó que había estado callejeando hasta dar con la torre del loro, que así llamó a lo que no es sino la que desde 1221 en que fue construida se llamó Torre del Oro, a la cual se llega a pie a través de la calle Redes, luego Gravina, Marqués de Paradas, Reyes Católicos y al final del Paseo de Cristóbal Colón, junto al río Guadalquivir, se alza la famosa torre tantas veces fotografiada por los turistas. Aún hoy lo veo decir, torre del loro y estallo en risas.

A la tarde siguiente, ya liberado del servicio y de las sagaces miradas del capitán, nos encaminamos a visitar un museo de ciencias naturales que albergaba en su seno todo tipo de extravagancias de la naturaleza: aves con dos cabezas, cabras con cinco patas, y así uno a uno de semejante jaez, pero todos ellos tenían en común el haber pasado por las manos del taxidermista. El único ser vivo que habitaba el curioso museo, si exceptuamos al conserje, era un mono que había metido en una jaula en mitad del establecimiento. Como era el único que no ponía nerviosos a los visitantes con su mirada a él nos dirigimos en primer lugar. Fue vernos y el animalito se encaprichó con mis gafas y, dicho y hecho, en un plis plas, con un movimiento que a mi me pareció extraordinariamente rápido, se hizo con las gafas sin darme tiempo a formular queja alguna, las pasó sin dificultad por entre los barrotes de su jaula e inició un detallado análisis de tan extraño artilugio. Tuve suerte que al poco perdiera el interés y me dejó que las devolviera a su lugar de origen. Y tratando de imitar la agilidad del simio recuperé lo que ya daba por perdido. Y así fue como entre la torre del loro y el mono gafotas la visita se reveló como una animalada chusca.

Muchos otros sucesos de muy graciosa factura podrían ser contados pero la mayoría son de un mismo monótono tema y tampoco es conveniente que de ellos quede memoria en un blog, por lo que pueda pasar. Custodiaremos tales hechos para mejor ocasión. No hablaré, por lo tanto, de la vecinita que todas las noches revolucionaba a la soldadesca, tras hacerse la olvidadiza y dejar las cortinas descorridas, y oficiaba para nosotros un extraño y lúbrico ritual. Tampoco mencionaré el día que en un pueblecito cercano llamado Alcalá del Río festejábamos un acontecimiento real o inventado y casi se nos ahogan dos de los compañeros que tras comida copiosa no tuvieron otra idea más dichosa que arrojarse a las aguas del Guadalquivir para poco después sufrir un expeditivo corte de digestión. Y mucho menos hablaré de otras interioridades propias de un cuartel, ni siquiera me quejaré hoy por el tiempo malgastado y no recuperado propio de la pluma y saga de Marcel Proust.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

jajaja Prometeo, me he reido con lo de la torre del "loro" y el personaje del murciano lo clavas.

Me has hecho feliz.

Besos

Alicia, una de los madriles

Prometeo dijo...

Hola Alicia, me alegro de que se ría usted. Verá cuando un día me meta con las murcianas cómo también las clavo.

Besos