Fue un secreto a voces. Aunque todo el pueblo era conocedor del hecho, lo cierto es que los comentarios morían en pequeños corrillos de dos o tres personas. Ana y Miguel eran felices porque el mundo les cabía en su aldea, que es como decir, en un diminuto espacio del inconmensurable universo. Allí, en Puebla Marina, disfrutaban de todo lo que es digno de ser vivido y retozaban en su gozo como niños en un charco. Pero aún parecía faltarles algo…
Por la mañana, Ana y Miguel, se llegaron despacio a la plaza del pueblo y echaron de comer a las palomas y también ellas les miraban sorprendidas. A eso de la media tarde se acercaron a la estación donde el silencio era estorbado sólo cada hora por la llegada de un tren que huía poco después sin dejar rastro.
Por fin, al caer sobre Puebla Marina las primeras brumas cuando los pájaros se arremolinan junto a los chopos cantarines para guarecerse entre sus ramas, Aurora descendió del tren con la felicidad resbalándole por todo el cuerpo. Ella era la depositaria de un regalo para Ana y Miguel que no olvidarían nunca. Pero mientras recorría los escasos cincuenta metros que le separaban de sus padres, ningún objeto sobresalía de entre sus manos, por lo tanto Ana y Miguel intentaron, con ansiedad y nerviosismo, localizar alguna maleta o bulto. Cuando Aurora hubo llegado como a unos cinco metros de ellos, rompió a reír y los tres se fundieron en un abrazo.
Con mucho sigilo extrajo del bolso de mano un pequeño paquete azul que desbarató en un instante. Del fondo de aquel paquete asomó una especie de muñeco diminuto que al contacto se irguió de un salto y una vez en el suelo creció hasta el tamaño de un niño pequeño y se abalanzó con una amplia sonrisa sobre Ana y Miguel.
No había duda, era él. Se trataba de Mecum, un robot de última generación que además de realizar las tareas domésticas, de asistencia y compañía albergaba en sus entrañas tantos libros como la biblioteca de Alejandría; tanta música como la imaginada por los mejores autores de todos los tiempos e ingentes manualidades y cursos para el aprendizaje de tantas disciplinas como para aburrir a un filósofo pepipatético.
Mecum, con una triste sonrisa se presentó a sus nuevos dueños: soy Mecum, dijo con una voz bien timbrada, casi como la de un humano, y tengo una esperanza de vida de mil años. Eso sí, añadió el robot reprimiendo un gesto que le habría delatado: no soporto ver llorar.
Por la mañana, Ana y Miguel, se llegaron despacio a la plaza del pueblo y echaron de comer a las palomas y también ellas les miraban sorprendidas. A eso de la media tarde se acercaron a la estación donde el silencio era estorbado sólo cada hora por la llegada de un tren que huía poco después sin dejar rastro.
Por fin, al caer sobre Puebla Marina las primeras brumas cuando los pájaros se arremolinan junto a los chopos cantarines para guarecerse entre sus ramas, Aurora descendió del tren con la felicidad resbalándole por todo el cuerpo. Ella era la depositaria de un regalo para Ana y Miguel que no olvidarían nunca. Pero mientras recorría los escasos cincuenta metros que le separaban de sus padres, ningún objeto sobresalía de entre sus manos, por lo tanto Ana y Miguel intentaron, con ansiedad y nerviosismo, localizar alguna maleta o bulto. Cuando Aurora hubo llegado como a unos cinco metros de ellos, rompió a reír y los tres se fundieron en un abrazo.
Con mucho sigilo extrajo del bolso de mano un pequeño paquete azul que desbarató en un instante. Del fondo de aquel paquete asomó una especie de muñeco diminuto que al contacto se irguió de un salto y una vez en el suelo creció hasta el tamaño de un niño pequeño y se abalanzó con una amplia sonrisa sobre Ana y Miguel.
No había duda, era él. Se trataba de Mecum, un robot de última generación que además de realizar las tareas domésticas, de asistencia y compañía albergaba en sus entrañas tantos libros como la biblioteca de Alejandría; tanta música como la imaginada por los mejores autores de todos los tiempos e ingentes manualidades y cursos para el aprendizaje de tantas disciplinas como para aburrir a un filósofo pepipatético.
Mecum, con una triste sonrisa se presentó a sus nuevos dueños: soy Mecum, dijo con una voz bien timbrada, casi como la de un humano, y tengo una esperanza de vida de mil años. Eso sí, añadió el robot reprimiendo un gesto que le habría delatado: no soporto ver llorar.
4 comentarios:
muy buen articulo!
me gusto mucho,
les dejo mi blog para que pasen todos los que quieran
http://pasavideos.blogspot.com
SALUDOS!
muy bueno
Siempre es un placer leerte, Prometeo.
Tus relatos tienen ese toque de distinción y sello tuyo que personalmene tanto me gusta.
Oxímoron, un título que es toda declaración de intenciones.
El robot que no soporta ver llorar, ahí es nada, siempre consigues que vea más allá, gracias.
Sigue escribiendo así, yo me tomo unos días de vacaciones.
Hasta siempre.
Gracias admin, Joaquín, alba*, que descanses.
Saludos
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