27 agosto 2010

El vuelo del águila II



Para cuando me hube desembarazado del encuentro con el vigilante ya no quedaban en el cielo sino unos minúsculos resplandores, evanescencias de lo que apenas hacía unos minutos fue día esplendoroso y ahora, noche cerrada.

Avancé unos pasos por el sendero abierto entre unos árboles cuando hasta mi llegó un repetitivo ruido sordo que se agrandaba desde la lejanía. Era una especie de tam tam, como un mantra líquido que me mantuvo alerta. De pronto, un objeto, que podía ser un animal, cruzó frente a mi, de izquierda a derecha hasta fundirse con la negrura. Valle de la muerte, no sé; de los sustos, seguro.

Poco a poco mis palpitaciones se fueron normalizando y tras evaluar la situación pensé que no era conveniente volver sobre mis pasos, si bien debía estar alerta porque desconocía la clase de broma, juego o desafío con la que había de enfrentarme.

De pronto llegó hasta mi en oleadas sucesivas un viento apacible que me hizo aminorar el paso de forma instintiva hasta detenerme por completo. Ese leve susurro desató en mi cabeza una cadena de pensamientos y algún temor. Fue como una premonición porque inmediatamente escuché a mi izquierda como el fragor del combate de dos felinos. Me desplacé sigiloso buscando el origen de la refriega, como abducido por aquel ruido extraño. El clamor era cada vez más intenso pero no acertaba a ver nada. Al fin, dos resplandecientes pupilas azabache atraparon mis ojos. Un instante después, lo que supuse felino, emitió un extraño gruñido y saltó por sobre mi cabeza para desaparecer en la negrura. En su huída había arañado mi cara. Un hilo líquido resbaló de la frente abajo y aunque no podía verlo supuse bien que se trataba de sangre, como más tarde comprobé.

Lo cierto es que tuve que hacerme a la idea de que me hallaba solo en una tierra inhóspita, llena de peligros y en una oscuridad total. Hasta tanto no llegaran las primeras luces no podría tomar decisiones y explorar el terreno. De manera que me dediqué a buscar un árbol grande y frondoso donde pasar la noche al abrigo de sus ramas y fuera del alcance de fieras y otros posibles peligros que merodeaban la noche. En mis correrías siempre llevaba junto con mi mochila un arnés para colgarme de un árbol con la suficiente envergadura como para soportar mi peso. El arnés era tipo hamaca con sujeción de la cabeza y me permitía estirar y apoyar las piernas en una rama para evitar los problemas de bloqueos motivados por la falta de riego sanguíneo.

Después de caminar a tientas unos pocos metros, vi que frente a mi, se alzaba una negrura más consistente y espesa por lo que supuse que había encontrado lo que buscaba. El tronco principal del árbol medía más de un metro de diámetro. Había dos opciones: lanzar la cuerda hasta liarla a una rama o esperar que el tronco tuviera las suficientes rugosidades o ramas secas como para trepar por él. De acuerdo a las condiciones de visibilidad, la segunda opción era la más segura, de manera que intenté la escalada y me sorprendí de lo rápida y fácil que fue. Cuando estuve a unos veinte metros del suelo encontré varias ramas fuertes como para soportar mi peso. Anudé la cuerda en una de ellas, la más alta de manera que el arnés me permitiera apoyar las piernas en otra rama que quedara a la altura. No estaba mal. Los ruidos quedaban amortiguados mientras las estrellas titilaban allá en la lejanía.

Yo me duermo de pie; si estoy bien acomodado, para qué hablar. Recuerdo que en la mili estaba un día de guardia y hacía la ronda de una garita a la otra. Me quedé dormido y me desperté cuando tenía la cabeza a escasos centímetros del suelo. No es guasa. Pero en el Valle de la Muerte no me dormí. Apoyé la cabeza y estiré las piernas y todavía hoy le busco explicación a lo que allí ocurrió.


Sigue

03 agosto 2010

El vuelo del águila I



Empujé el viejo portalón de madera y un chasquido trastornó por un instante la placidez del valle. Una lechuza que dormitaba en la penumbra alzó, torpe, el vuelo hacia otros escondrijos más apacibles. Anochecía y los sonidos se dejaban caer lejanos, cansinos, sin fuerza.

Tras recibir una enigmática misiva encaminé mis pasos hacia aquel extraño lugar que unos conocían por el pomposo nombre de el valle de la muerte y los más divertidos y graciosillos, por el valle de los locos de atar. Desde siempre el ser humano ha tenido la tentación de poner nombres sonoros a las cosas; a ese afán achaqué lo del valle de la muerte y no le di más importancia. Mal hecho porque de haber reflexionado un poco me habría ahorrado muchos sustos y algún que otro corte de digestión, amén de una pierna rota. Pero también todo haz tiene su envés, por lo que luego se verá.

No es que yo sea una persona miedosa pero el ambiente se iba cargando por momentos y cada nuevo sonido venía a unirse al coro de sensaciones que hacían que me empezara a poner nervioso a pesar de repetirme aquellas palabras sedosas que según los entendidos disipan la ansiedad. Para poca salud, ninguna, así que de pronto caí en la cuenta de que también las ya menguadas luces de la amplia vega huían como llevadas por los pelos y terminaban de anegar el valle y convertirlo en un lago de tinieblas.

La misiva decía: si quieres comprender el sentido de la vida, ven esta noche al valle de la muerte. Pero debes acudir solo y harás el trayecto a pie desde el pueblo. Reconozco que no soy bueno para las adivinanzas pero como es sabido que la curiosidad mata al hombre, me dejé llevar con la mínima resistencia por mi parte.

Anduve como unos cincuenta metros al interior del valle aunque mi inclinación natural o alguna antena desconocida para mi me urgía a hacerlo en sentido contrario. Y entonces le vi. Era un ser de apariencia humana que debía medir cerca de un metro noventa. Me sobrecogió, para qué negarlo. Dicho en versión trapisonda: me acojoné. Busqué mi pulso que en segundos pareció regresar a la normalidad. Aquello, lo que quiera que fuera, impresionaba más en la penumbra y parecía enorme y de perfiles amenazantes. Al poco me di cuenta de que se trataba de una vieja estatua surgida de la misma roca y que vigilaba el valle desde la posición dominante que ocupaba, pero el susto ya nadie me lo iba a quitar, qué quieres que te diga. Mis células tendrían trabajo extra esa noche. Un día es un día.

Debe ser una primera impresión para habituarme, pensé intentando sujetar el galope en el pecho. La alternativa era salir corriendo y no parar jamás. Si quieres comprender el sentido de la vida… recordaba del papel de los co__. Estuve a un tris de soltar un palabro de esos de garrafón, pero me contuve. Cuando saltan las alarmas, todo se altera y cada vez eres menos dueño de tus movimientos. Perdí los controles, es la verdad.


Sigue

02 agosto 2010

Mecano



Las cosas vienen así, pensó. Y luego se dio al juego de fantasear con la idea de un potente programa de ordenador que controlara cada mínimo proceso. De pronto, una ráfaga de pesimismo oscureció su mente: por muy potente que sea una máquina no está exenta de cometer fallos, reflexionó todavía.

A estas alturas ya se había dejado arrebatar enteramente por la ficción. Pongamos por caso, pensó, que todo el sistema de entrada y salida, el input y output, o conjunto de, llamémosles nutrientes y residuos los dejáramos en manos de un robusto ordenador central con capacidad de decidir, seleccionar y racionalizar. ¿Podría darse el caso de que la máquina tuviera un desvanecimiento o un bloqueo? ¿Y si en ese momento el computador realiza un flashback, un corta y pega, una inmersión del pasado en el presente? Las preguntas bullían a borbotones de alguna parte.

Las cosas vienen así, se oyó que repetía. ¿Una simple variación en la corriente que circula por las arterias de la maquinaria podría ser letal? ¿Y si se obstruyera una vía de comunicación entre ubicaciones relativamente distantes? ¿Se cansará y sucumbirá al tedio de navegar días y meses a través de los mismos reiterados senderos, condenado a no poder detenerse jamás a contemplar el paisaje que vigila su ruta?

¡Qué complicada es esta máquina llamada ser humano!