
A veces una historia lleva otra debajo del brazo. Ocurrió semanas atrás mientras esbozaba un pequeño relato sobre Puebla Marina. Cuando escribo me dejo llevar por una especie de intuición o pálpito que me obliga a ubicar el escenario donde se desarrolla la acción de mis historias en algún enclave remoto. Inmediatamente busco información en páginas de Internet y en otros medios escritos; también rastreo fotos de toda el área donde se va a desarrollar la peripecia de mi cuento. Al final, y de una manera que siempre me ha sorprendido, se produce un acople perfecto entre las imágenes, las notas y los pormenores de la historia.
Hace unos días, tras esbozar varios capítulos de mi cuento, sentí un impulso incontenible de dirigirme al lugar adonde había situado mi aldea. El paraje se encontraba muy lejos y me costó dos días llegar a él, incluso pertrechado con la mayor de las diligencias que pude. Durante el trayecto, que recorrí primero en avión y luego en tren, continué con la escritura de mi historia y avancé un par de capítulos. Al llegar a las estribaciones de la Sierra Madre Occidental recibí un fuerte impacto al contemplar lo que reconocí como mi Puebla Marina. No era la primera vez. Meses atrás dí con ella en las costas de Alicante y aún una tercera, la encontré en una zona del interior cerca de las angosturas de varios desfiladeros interminables que confluían en mi aldea.
Había recorrido miles de kilómetros y por fin tenía delante el escenario perfecto de mis aventuras; al frente esplendía la avenida principal y sus callejas tantas veces transitadas y siempre alegres por el rumor jacarandoso de los niños. Un poco más allá serpenteaba el riachuelo donde en su ribera los sauces hablan por sus ramas; y en el centro mismo la coqueta plaza ribeteada de árboles en cuyas copas, bandadas de pájaros cantan la sinfonía del atardecer y bajo su amparo los tibios rayos del sol se precipitan oblicuos sobre los curtidos rostros de los lugareños de Puebla Marina, gente entrañable y acogedora.
Pero una tarde me di cuenta de una circunstancia decisiva. Me encontraba inmerso en la recreación de la aldea de mis sueños cuando observé cómo sentía Puebla Marina con la misma nostalgia que cuando estaba lejos. Y a la vez, Puebla Marina la había visto en varias ubicaciones separadas unas de otras. En el lugar habitual donde vivía, acunado por la nostalgia, incluso podía contemplar de una forma más verídica todo el entorno de Puebla Marina; podía escuchar con nitidez el rumoroso y alegre bullir de los manantiales y los arreboles de la tarde me dejaban un poso de nostalgia no superado por el que sentía al deambular por las callejas de mi aldea. El fenómeno de la ubicuidad lo achaqué a un exceso de estímulos o a una sobreexcitación por el contacto con la realidad. Al fin me convencí de que Puebla Marina era el reflejo exterior de un pueblo mítico que estaba esculpido a golpe de sístole y diástole en la profundidad de mi ser.
¿Sería esa la clave? Puebla Marina era reflejo de mi misma entraña: obligado a deambular por la rueda de la historia como el tiempo viaja en corceles de nubes; sin posibilidad alguna de empezar de nuevo y con la máquina de la nostalgia siempre a punto para conjurar tristezas y añoranzas que luego la noche me devolverá en sueños. Puebla Marina está allí donde yo voy.