30 septiembre 2010

El vuelo del águila III



Amanecí subido a la rama más alta de un árbol frondoso. Me sentía lúcido y ninguna molestia me recordaba que había permanecido cinco horas suspendido a gran altura de uno de los árboles más hospitalario que recuerdo. Por sorprendente que pudiera parecer, después de estar toda la noche expuesto a los embates de la ventisca me sentía viento en constante trasiego por el valle.


Lo que ocurrió la noche anterior es difícil de explicar. Recuerdo que al poco de quedar suspendido en lo alto entré en uno de esos bucles de ensueño al que me veía precipitado con frecuencia. Luego me sumergí en algo parecido a un sueño profundo donde advertí unas extrañas sensaciones rayanas con la pérdida de consciencia. A continuación experimenté una vívida sensación de sentirme árbol; sí, un árbol milenario que albergara una gran muchedumbre de pájaros con su algarabía estridente y monótona. Después surqué un río desde el centro de un gran banco de peces que arremolinaban a su paso las piedrecitas del cauce conforme fluían a velocidad de vértigo.


En un momento de mi viaje descubrí al individuo de la carta apostado detrás de una sonrisa calculadora que me miraba desde la puerta de acceso al valle. “En esta angostura están encerradas todas las explicaciones que precisas para recorrer el valle grande de la vida toda”, dijo mientras miraba al infinito. Y después: “El menor susurro encierra una enseñanza para un corazón vigilante. El roce del viento en una brizna de hierba es toda una tesis doctoral. Y ni el silencio está ocioso: no hay tregua para el aprendizaje. El tiempo no es una sucesión de atardeceres, sino una trilla, el atanor donde se cuece tu futuro oculto en el presente como el árbol en la semilla”. Y al ver ansiedad en mi rostro, añadió: “no te quejes; nadie sale vivo del inmenso valle de la muerte”. Y dio media vuelta y desapareció entre brumas.