06 septiembre 2008

Diario de un náufrago V



¿Cuánto tiempo había sobrevivido en aquella isla a la que me empujó mi mala cabeza? Apenas un par de días, pero a mi ya me parecía que habían transcurrido semanas o tal vez meses. Las sensaciones eran tan extrañas que por una parte percibía una soledad antigua y por otra, a poco que escarbara en la arena encontraría restos esparcidos del naufragio.

La curiosidad mata al hombre y tampoco hace excepción a otros animales. Y eso fue lo que le sucedió a mi perrita Siri que forcejeaba con un extraño bicho que la tenía sujeta por el hocico. Acudí raudo en su ayuda mientras ella me miraba con el susto en el cuerpo y como solicitando auxilio. El bicho era de poca importancia y la liberó tan pronto me vio acercarme. Se trataba de una especie de rata apestosa que se dejó tragar por una hendidura del acantilado y desapareció sin dejar rastro.

Pasado el susto, nos dirigimos a la cueva que nos servía de cobijo. No era mal sitio pero yo albergaba la ilusión de poder fabricar con mis propias manos un refugio a la medida, que estuviera un poco más a la intemperie para poder escuchar los sonidos de la selva, sobre todo los nocturnos, y prevenirme contra cualquier amenaza de la que ahora mismo no tenía noticia.

Preparé un aposento adecuado para los dos y nos dispusimos a dormir. Decenas de ideas acudieron a mi mente como tormenta a pararrayos y, al igual que las noches precedentes, la nostalgia anegó mis ojos. ¿Qué era lo que más echaba de menos en aquella isla perdida de Maré? Sin duda el eco de la voz humana. Las palabras siempre habían sido para mi como puertas secretas a un mundo desconocido. No era por menospreciar a mi pequeña Siri, pero no tener compañía humana me desasosegaba. En estas cosas entretenía mi tiempo cuando el cielo se cerró, mis ojos se nublaron y desperté en un sueño.

Al amanecer del día tercero me espabiló el ladrido nervioso de Siri. Correteaba por la playa y se cebó con un objeto que yo no alcanzaba a identificar en la distancia. Cuando llegué pude comprobar boquiabierto que jugaba con una calavera. Los vientos de la noche habían removido la arena de tal modo que aparecieron esparcidos unos cuantos restos humanos de algún otro naufragio anterior. Sucumbí a la sintonía de la nostalgia y la desesperación ante la vista de aquellos huesos y cual Hamlet exclamé: nada tengo, nada valgo, nada sé, nada soy

Los primeros rayos del sol caían oblicuos en la arena y conferían a nuestras sombras aspectos fantasmales…

Continuará.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola:

Me gustan tus naufragios aunque no comento por no hacer comentarios de bulto y en éste me ha venido en mente el epitafio del gran Nikos Kazantzakis "Δεν ελπίζω τίποτα, δε φοβούμαι τίποτα, είμαι λεύτερος", "no espero nada, no temo nada, soy libre". Parece el epitafio de la Humanidad más que el de un solo hombre.

Un abrazo,
Gonzalo

Prometeo dijo...

Está muy bien ese epitafio, sí señor.

Un abrazo

Prometeo