04 abril 2009

Diario de un náufrago VI


Se extendió la costumbre entre la piratería del siglo XVIII del ojo por ojo: quien abandonaba su puesto en un navío era abandonado a su suerte en una isla desierta. Por eso no me extrañó encontrar nuevos restos humanos que Siri desenterraba de vez en cuando en sus juegos con la arena. Mi perrita Siri se había adaptado a nuestro retiro y estaba especialmente activa y divertida. Iba de aquí para allá con su ladrido afónico a tiempo y a destiempo, con motivo y sin él, a la vez que ensayaba saltos y piruetas ante todo bicho por pequeño que fuera que se le ponía bajo la trayectoria del radar de su hocico.

Como me tenía acostumbrado a su continuo guau guau, no reparé en que esta vez iba en serio y había dado con algo que podría cambiar el rumbo de nuestro alojamiento en la isla. Llamaba con insistencia mi atención desde detrás de una roca que permanecía camuflada entre árboles bajos. De manera que allí me dirigí para calmar su inquietud que ahora se había convertido en curiosidad propia.

Custodiada por unos árboles; detrás de unos tupidos matojos; por el través de un sendero angosto, mi perrita había dado con una hendidura que no habría llamado mi atención a no ser porque de ella fluía una apenas perceptible corriente de aire además de exudar de sus entrañas un leve destello de luz. Tenía todo el aspecto de ser una entrada a un mundo que pretendía estar vedado a ojos indiscretos. No había muchas cosas que hacer en la isla desierta, de manera que cualquier acontecimiento o brisa marina podía representar una novedad digna de ser tenida en cuenta.

Me costó trabajo seguir a Siri porque la hendidura sólo dejaba paso a bultos no demasiado voluminosos, pero tras varias maniobras y un poco de paciencia conseguí entrar en una estancia amplia y de techo alto. Tenía visos de haber servido de escondrijo a algunos antiguos moradores. Mi curiosidad iba en aumento cuando descubrí en la penumbra de la estancia algo así como una superficie que bien pudo servir de mesa y que ahora presentaba dos dedos del polvo debido a los años de no haber sido usada. Detrás de la mesa y escondido en una hendidura de la cueva advertí un cuaderno desgastado con algunas hojas rotas. Me acerqué a la entrada de la cueva y abrí por la última página. Pude leer lo que en letra atropellada había escrito en ella: busca la entrada secreta.

Tras varios días perdido en aquella isla no estaba para adivinanzas pero el mensaje, escueto parecía urgir en esa búsqueda. Salí afuera y comprobé que se trataba de un escondite muy bien disimulado en el entorno. Llamé varias veces a Siri pero no obtuve ninguna respuesta.

Aunque parece que vivimos muchas experiencias a lo largo de una existencia, lo cierto es que siempre se trata del mismo reiterado brete en el que nos pone la vida para que salgamos una y otra vez indemnes. Un nudo entrelazó mi pecho al recordar que siempre me había visto así desde que tengo memoria: a lomos de una aventura sin fin, en el vórtice de una zozobra infinita y completamente solo como lo estaba ahora en la isla a la que mi desventura me había conducido de manera inexorable. El sol se mecía, oblicuo sobre la tibia arena mientras a lo lejos escuché el rezongar de Siri que me buscaba.

2 comentarios:

Carmen Montoro dijo...

Me gusta, Prometeo!
He iniciado la lectura en la IV parte del relato, pero prometo volver al inicio y seguirla...

Saludos!

Prometeo dijo...

Muchas gracias, Carmen. Que vaya bien tu viaje.

Saludos.