28 junio 2025

¿Y si Prometeo tuviera razón?

 



¿Y si el mayor castigo no fuera el dolor, sino la lucidez? 
¿Y si el fuego que robamos para iluminar el mundo nos estuviera quemando por dentro? 
¿Y si el verdadero mito no estuviera en los libros, sino latiendo aún bajo nuestra piel, en cada decisión que tomamos sin saber que estamos eligiendo destino? 

Prometeo. 
El ladrón de fuego. 
El insolente que no supo respetar los límites de los dioses. 
O tal vez, el primero que amó verdaderamente a la humanidad. 

Dicen que robó el fuego del Olimpo para dárnoslo. Pero tal vez, sólo tal vez, nos entregó algo más que calor y llama: nos entregó la posibilidad de construir y destruir, de avanzar a ciegas, de pensar más allá de lo soportable. 
Nos entregó -sin quererlo, o queriéndolo demasiado- la conciencia. 

Y, desde entonces, aquí estamos: Inventando ciudades que nos exilian, 
tecnologías que nos esclavizan, 
sistemas que nos deshumanizan. 

Estamos, decimos, mejor que nunca. Pero ¿a qué coste? 
Nos perdemos en pantallas que simulan relaciones, 
en debates que olvidan el rostro del otro, 
en metas que nunca terminamos de alcanzar. 

¿No estaremos pagando, todavía, el precio del regalo de Prometeo? 
Cada vez que sentimos que algo falta, sin saber qué. 
Cada vez que sonreímos para una foto y lloramos por dentro. 
Cada vez que la vida nos roza... y no nos damos cuenta. 

Prometeo fue encadenado a una roca. Su hígado devorado a diario. 
Pero el castigo no era el buitre. El verdadero suplicio era ver el mundo con claridad, 
y saber que, aún así, 
la humanidad seguiría tropezando en la misma piedra. 

No sé tú, pero yo he sentido a veces que tengo fuego entre las manos. 
Y no sé bien si es un don o una condena. 

Porque querer comprender, en este mundo que premia la rapidez, 
duele. 
Porque detenerse, mientras todos corren, 
asusta. 
Porque amar -con ternura obstinada- en tiempos de prisa, 
es, casi, un acto de rebeldía. 

Y sin embargo… 
¿no es eso lo que nos salva? 

No el fuego, sino lo que encendemos con él. 
No el conocimiento por sí mismo, sino lo que hacemos con lo que sabemos. 
No la lucidez amarga, sino la conciencia que elige -a pesar de todo- cuidar, esperar, abrazar. 

Te invito a mirar hoy tu fuego. 
¿Para qué lo usas? 
¿A quién calienta? 
¿A qué precio lo mantienes encendido? 

Tal vez -y sólo tal vez- 
el mito no esté escrito en piedra. 
Tal vez podamos reescribirlo. 
O, al menos, vivirlo de otro modo. 

¿Y si empezamos por ahí? 

¿Te atreves a soltar la antorcha, aunque sea un instante, y mirar con los ojos del corazón? Quizá descubras que no todo lo que brilla… tiene que arder.

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