12 junio 2025

El ser humano efímero e intemporal


¿No te ha ocurrido alguna vez que, justo cuando parece que todo empieza a tomar sentido, algo —una noticia, un gesto, una grieta invisible— viene a recordarte lo frágil que es todo? ¿Cómo puede ser que la vida, que a veces se siente tan inmensa, que a ratos parece inabarcable, sea en realidad tan breve, tan huidiza? 

 Hay días en los que uno se levanta sintiendo que la existencia es algo denso, casi eterno. Y sin embargo… basta con mirar una fotografía vieja, abrir una caja con cartas amarillentas, cruzarse con un olor que ya no sabías que recordabas, para que el tiempo se derrumbe como un castillo de arena. ¿Qué somos sino eso? Un puñado de instantes, un eco que aún no sabe si es principio o final. 

He pensado mucho últimamente en la palabra “caducidad”. Suena fría, casi burocrática, como si fuera algo que pudiera medirse, sellarse, clasificarse. Pero cuando la aplicamos a nosotros mismos, ¿no tiembla un poco el suelo? Somos seres con fecha de expiración, aunque no sepamos cuál. Y eso, lejos de ser una tragedia, quizá sea lo que más sentido da a todo. 

Imagino a veces que la vida es como una vela encendida en medio de una habitación oscura. No sabemos cuánto durará la llama, pero mientras arde, hay que mirar bien. Hay que mirar con los ojos muy abiertos y también con el alma. Porque cuando se apague —y se apagará, eso seguro— lo que habremos visto será todo lo que tengamos. 

La filosofía, cuando no se vuelve arrogante, tiene algo de abrazo silencioso. Los estoicos, por ejemplo, hablaban de la muerte no como amenaza, sino como maestra. Recordar que vamos a morir, decían, no es un castigo, es un privilegio: nos obliga a vivir. Pero a vivir de verdad, no con prisa, sino con atención. Con dulzura. Con presencia. 

Y es que el comportamiento más inteligente, si es que existe tal cosa frente a lo inevitable, tal vez no sea resistirse ni distraerse. Tal vez sea aprender a mirar la fugacidad con ternura. Como quien observa una gota resbalando por un cristal sabiendo que va a desaparecer… y aun así la sigue con la mirada hasta el final. 

 No hace falta grandes gestas. Basta con estar. Con estar de verdad. Escuchar sin mirar el reloj. Decir “te quiero” sin miedo a sonar cursi. Acariciar una taza caliente como si fuera la última del invierno. Saber que no hay promesa de eternidad y, aun así, apostar por lo bello. 

Quizá, al final, lo más humano sea eso: ser efímeros… pero vivir como si dejáramos huellas en la eternidad. 

 ¿Y tú? ¿Cómo vives sabiendo que no hay ensayo general? ¿Te atreves a hacer de cada momento una obra irrepetible, aunque sea breve?

No hay comentarios:

La luz que se filtra por las persianas

  ¿Y si casi todo lo que vivimos fuera apenas niebla? ¿Una sucesión de gestos que se disuelven antes de asentarse, como las olas que mueren...