¿Alguna vez has intentado retener el agua entre las manos? ¿Te has preguntado por qué, aun cerrando los dedos con fuerza, el agua siempre encuentra un modo de escaparse?
Quizá la vida sea exactamente eso: un río callado que no se detiene, que se cuela por entre los días como si cada instante fuera apenas una leve ondulación en su corriente. Vivimos —o creemos vivir— tratando de construir presas, de levantar diques en su cauce, como si fuera posible atrapar lo que, por su naturaleza, no puede poseerse.
La filosofía estoica, con esa serenidad antigua que tanto descoloca a nuestro tiempo nervioso, decía que todo lo que sucede, sucede como debe suceder. Que luchar contra lo inevitable es agotar fuerzas en una batalla perdida de antemano. ¿Será, entonces, más sabio aprender a remar en lugar de pretender cambiar el curso del río?
Recuerdo -o tal vez lo invento ahora- haber visto de niño cómo el viento rizaba la superficie de un estanque. Me parecía, en aquel entonces, que esas ondas eran lo único verdadero. Hoy no estoy tan seguro: quizás lo real no era el viento ni el agua, sino el instante fugaz en que ambos se tocaban sin aferrarse.
La vida no da tregua. Ni advertencias. Un día uno se descubre mirándose las manos con asombro, preguntándose en qué momento se llenaron de surcos y ausencias. La infancia queda allá lejos, como una orilla que apenas se distingue en la niebla. Los proyectos que parecían firmes, las palabras que creímos eternas, los rostros que juramos no olvidar: todo, tarde o temprano, se diluye.
¿Y qué hacer entonces? ¿Construir castillos de arena en mitad de la corriente? ¿Resistirse al oleaje?
Los estoicos susurran otra posibilidad, menos vistosa pero infinitamente más libre: aceptar. Dejar de medir la vida por lo que retiene y empezar a medirla por la ligereza con que se entrega. Vivir con la conciencia clara de que somos huéspedes breves, caminantes de paso, y que ninguna de nuestras huellas será tan profunda como para no ser barrida por la siguiente marea.
Es una idea desconcertante. Aceptar lo efímero no significa renunciar al amor, al trabajo, a los sueños. Significa, quizá, amarlos mejor. Trabajar con más pulcritud. Soñar sin el miedo torpe de quien teme despertar. Saber que todo terminará no resta valor a las cosas; se lo añade. Porque sólo lo que puede perderse es verdaderamente valioso.
Y tal vez la inteligencia más alta sea la de quien, sabiendo que nada permanece, vive de tal manera que cada gesto, cada palabra, cada silencio, lleva en sí la dignidad de lo último.
¿No es hermoso pensar que hoy puede ser nuestro último día, y vivirlo como se vive un adiós limpio, sin estridencias ni dramatismos, pero lleno de esa rara plenitud que tienen las cosas que sabemos finitas?
El reto que te propongo no es fácil -ninguno que valga la pena lo es-: vive como quien no teme perder nada porque sabe que, en realidad, nada le pertenece. Bebe del río sin querer detenerlo. Deja que el agua pase. Sonríe al vacío que queda entre los dedos.
Después de todo, ¿qué sentido tendría un río que dejara huellas?
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