¿Y si hoy dejáramos de ser náufragos del mar para perdernos, por fin, en tierra firme?
Me lo pregunto mientras cruzo una rotonda con más pájaros que coches y un sol de agosto que ha decidido quedarse a vivir en octubre. He venido sin brújula ni cabestrante, sin amarras ni velámenes: hoy no toca navegar. Hoy toca caminar por la ciudad como quien abre una novela por la mitad y entiende, milagrosamente, de qué va la historia.
Porque hay una épica secreta en los portales, un rumor de aventura en los buzones sin nombre, un latido subterráneo en las aceras que nadie escucha. La gente mira el móvil, como si fuera un pequeño dios con batería, y no ve que el quiosco de la esquina vende mapas del tesoro: periódicos ya leídos por otros. Los recojo, huelo la tinta, y el mundo me parece recién planchado.
He venido a practicar una desobediencia mínima: entrar en una tienda de lámparas y pedir que me enciendan la que no se vende. El dueño me mira como se mira a quien trae un perro a la biblioteca, pero accede; la bombilla despierta con un zumbido y, durante dos segundos, comprendemos una verdad sencilla: toda luz es un contrato entre lo que fuimos y lo que todavía podemos ser. Me marcho sin comprar nada y con la certeza idiota, y radiante, de que hay actos que pagan su propio precio.
En el paso de cebra alguien toca tres notas con los dedos sobre la barandilla. No sabe que, sin querer, ha afinado el día. Me detengo. Repito el compás sobre el metal frío; el semáforo cambia y una mujer sonríe como si me conociera de otra vida en la que yo sí aprendí a bailar. Hay coreografías que no precisan música: basta el permiso.
No sé cuándo empezamos a coleccionar certezas como quien colecciona cromos repetidos. Nos faltan errores que valgan la pena, dudas con buen acabado, contradicciones que hagan hogar. Hoy, por ejemplo, defenderé dos ideas incompatibles: que la vida es breve y que la vida da de sí. Y viviré entre ambas como quien cruza una cuerda floja con un pan debajo del brazo.
En la plaza mayor suena un acordeón cojo. Un niño que no llega a los siete pide a su madre “un minuto más” para escuchar esa canción que no conoce. Qué lección: pedir tiempo como quien pide agua. Le conceden treinta segundos y él lo agradece con solemnidad de ministro de cosas importantes. De pronto entiendo que el mundo se sostiene gracias a esas prórrogas diminutas que nadie celebra: treinta segundos más de música, una mirada que no pasa de largo, la decisión de no responder todavía a ese mensaje que quema en el bolsillo.
Entro en la biblioteca y abro al azar un libro de botánica. Las plantas también hacen sus naufragios: raíces que se equivocan de callejón, tallos que aprenden a doblarse para no partirse. Ojalá nos enseñaran eso en las escuelas: el arte de torcerse a tiempo. Anoto en un papel: “flexibilidad no es rendición; es geografía”.
Me siento junto al ventanal y veo pasar a un hombre con un ramo envuelto en papel de periódico. Qué hallazgo: flores dentro de noticias viejas. Un presente que no reniega de su pasado. Quisiera que esta entrada fuese así: un ramo nuevo que no olvida la tinta de ayer, pero que no se debe a sus mares de costumbre. Hay que romper, con cariño, lo propio: descolgar la hamaca del recuerdo, mover un mueble de sitio, decir “hola” con palabras que no hemos usado nunca.
He prometido no hablar del silencio que, últimamente, se imponía como un huésped con derecho a cocina; así que hablo del ruido bien elegido: el timbre de una bicicleta en la calle estrecha, el pitido breve del microondas que anuncia café recalentado, la risa fea que nos delata cuando nos sorprenden queriendo. El ruido oportuno es una brújula que no falla.
Y sin embargo uno vuelve siempre al corazón. De todo esto, lo importante es aquella vez que no nos fuimos; aquel mensaje que sí escribimos; esa puerta que abrimos aunque la manivela estuviera más fría que nuestra propia madrugada. La literatura, al final, es una forma de devolverle al mundo los favores: lo que el día te presta, se lo pagas con palabras. No con brillantez, que a veces brilla para nadie, sino con verdad utilizable.
Propongo, pues, un acto de ingenuidad adulta: elegir un lugar de la ciudad y declarar allí nuestro pequeño territorio libre. Puede ser un banco, una esquina, la sombra de un cartel que anuncia algo que no vamos a comprar. Ir cada semana, a la misma hora, a no hacer nada grandioso. Llevar un cuaderno, o no. Saludar al aire. Nombrarlo: “aquí nos salvamos un poco”. Repetirlo hasta que suceda.
Y ahora un reto a quien me lee de esta orilla: hoy, antes de dormir, escribe tres líneas sobre algo que viste en la calle y que nadie más notó: un gesto mínimo, un sonido inútil, una luz que no salía en ninguna foto. Guárdalas en el bolsillo, no las publiques. Mañana vuelve al mismo sitio y, si el mundo te devuelve la mirada, añade la cuarta línea. Con cuatro patas se sostiene una mesa. Con cuatro empieza un capítulo. Con cuatro, quizá, dejemos por un día de ser náufragos… aunque estemos, felizmente, en tierra.
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