Hay cosas que parecen sencillas hasta que uno se detiene a pensarlas. El tiempo, por ejemplo. Se lo suele imaginar como una línea —una recta que empieza en algún lugar y se pierde en otro—, pero… ¿y si no fuera así? San Agustín en el siglo V d.C. planteó un famoso enigma sobre el tiempo: "Si nadie me lo pregunta, lo sé; si me lo preguntan, no lo sé".
A veces parece un río, otras una espiral, otras un bucle que se repite. Y otras, simplemente, un silencio. Un paréntesis. Una pausa.
El paso del tiempo es extraño. Se mueve sin moverse, avanza incluso cuando todo está quieto. Cambian los rostros, los nombres, los tonos de voz. Se desgastan los objetos, las ideas, las certezas. Y sin embargo… algo permanece. Algo que no tiene nombre pero que se reconoce, como una música que sigue sonando después de apagar el reproductor.
El tiempo, ese concepto extraño, no se deja clasificar. Hay días que duran un suspiro y otros que se alargan como una sombra en invierno. No es constante, aunque lo pretendan los relojes. Hay minutos que pesan como piedras. Otros, que se escapan como si nunca hubieran existido.
Y no se detiene. Esa es quizá su única fidelidad: no se detiene.
Dicen que cura, que pone todo en su sitio. Pero también arrasa. Desordena. Borra sin preguntar. ¿Quién no ha perdido algo —o alguien— por el simple hecho de que el tiempo siguió corriendo? No porque estuviera mal. No porque debiera acabar. Solo porque… pasó.
En ese tránsito continuo, se acumulan los restos de todo lo que ya no es.
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