La memoria nunca es dócil. Se disfraza de mar en calma, pero guarda siempre corrientes traicioneras. Dicen que el tiempo es un río, y quizá lo sea para quienes aún tienen orilla. Para el náufrago, sin embargo, el tiempo es océano: vasto, sin rumbo, con islas que aparecen y desaparecen como espejismos. Yo he pasado gran parte de mis días trazando mapas de lugares perdidos, no porque pueda regresar -el regreso es siempre un mito-, sino para recordarme que, alguna vez, existió un puerto que fue mío.
Hay un rincón que vuelve con frecuencia: una plaza pequeña, de barrio, hoy sepultada bajo un aparcamiento de cemento y cristal. No conservo su nombre, pero sí el tacto áspero de sus baldosas rojizas, gastadas por pisadas anónimas. En el centro, una fuente muda, sin agua ni memoria. Y en una esquina, un banco de madera, con las tablas vencidas por el peso de tantas vidas detenidas en él. Desde ese banco vi niños jugando con pelotas que chocaban contra las paredes grises, ancianas con carritos repletos de pan y silencios, y jóvenes que esperaban con un brillo impaciente en los ojos, siempre aguardando a alguien, a ese alguien que quizá nunca llegó.
Esa plaza ya no existe en los mapas oficiales. La borraron sin titubeos. Pero en el atlas íntimo de mi memoria, sigue intacta. Recuerdo cada baldosa, la silueta vacía de la fuente, el quejido de la madera bajo mi cuerpo. Todo se ha vuelto constelación de recuerdos, un faro que ilumina lo que se perdió, no para volver, sino para orientarme en medio del naufragio.
Lo mismo sucede con los rostros. Las facciones se disuelven, los nombres se apagan, pero hay risas que aún resuenan y miradas que siguen dando calor. Pienso en la biblioteca de mi abuelo: aquella habitación perfumada a papel envejecido y a amor secreto por los libros. Los lomos gastados hablaban de viajes sin mapas, de manos que recorrían mundos. Hoy, en ese mismo cuarto, solo hay contabilidad y papeles fríos. Y, sin embargo, si cierro los ojos, vuelvo a sentir el peso de un tomo en la mano y el murmullo de las páginas al pasar.
El náufrago ya no ansía tierra firme, porque sabe que la tierra firme es ilusión. El viaje verdadero no apunta hacia un destino, sino hacia las costas invisibles de la memoria: las plazas demolidas, las bibliotecas que se apagaron, los rostros que aún laten en la penumbra. La escritura es mi bitácora, mi cuerda lanzada al vacío. No para recuperar lo que se fue -pues lo perdido solo habita en la ausencia-, sino para honrar el camino que me condujo hasta aquí. Y para recordar, como quien enciende un fuego dentro de una botella lanzada al mar, que incluso en el océano más solitario siempre habrá una isla esperándonos en el mapa secreto del corazón.
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