12 julio 2025

El vuelo del águila V


¿Puede un árbol contarte un secreto? ¿Y si fuera el tuyo? ¿Y si sus ramas, de tanto haberte sostenido, hubieran aprendido tu idioma y supieran más de ti que tú mismo? 

Amanecía lentamente, como si al sol le costara abrir los párpados. El valle seguía allí, pero había algo distinto en el aire. No sabría decir qué. Una levedad, tal vez. O un rumor que no venía de ninguna parte pero que me llenaba los oídos como si alguien hablara muy despacio detrás del tiempo. 

Descolgué el arnés con cuidado, como quien interrumpe un gesto sagrado. Y al tocar tierra, el suelo me pareció otro: menos sólido, menos literal. Caminé un rato sin rumbo preciso. No lo necesitaba. Uno aprende que hay trayectos que no requieren mapas, solo disposición. Y aunque el cuerpo aún arrastraba el cansancio de la noche, la mente iba despejándose como el cielo cuando el viento barre los jirones de niebla. 

Pensé en la frase de aquel hombre de la sonrisa calculada: “El menor susurro encierra una enseñanza para un corazón vigilante”. No la había entendido del todo entonces. Tampoco ahora, si soy honesto. Pero en el andar, en el roce del musgo con mis dedos, en la torpeza dulce de un escarabajo tratando de salvar una piedra… había algo. Algo muy pequeño, sí. Pero presente. Como un mensaje en voz baja que no quiere imponerse, solo espera ser escuchado. 

Me detuve junto a una roca cubierta de líquenes y me senté sin pensar. La piedra estaba tibia. El valle había guardado el calor de algún ayer. Cerré los ojos y por primera vez no quise entender nada. Solo estar. Respirar. Nada más. 

Fue entonces cuando lo sentí. No sabría explicarlo. No fue visión ni alucinación. Fue presencia. Como si el valle —todo él— respirara conmigo. Como si una conciencia antigua y sin nombre me atravesara desde las raíces hasta la nuca. Como si algo me reconociera. Como si yo, por fin, perteneciera a algo más grande. 

Y entonces, en lo alto, la vi. 

El águila. Sola. Majestuosa. Girando en espiral sobre mi cabeza. No emitía sonido alguno. No buscaba nada. No huía. No cazaba. Solo giraba. Como un vigía. Como si esperara. Como si supiera. 

Sentí una punzada en el pecho. No de dolor, sino de certeza. Era eso. Todo eso. La quietud, la vigilancia, la espera, el vuelo. El no-apresurarse. El saber estar. 

Pensé que el vuelo del águila no era huida ni conquista. Era otra cosa. Un modo de habitar el cielo sin perder de vista la tierra. Un modo de ser sin explicarse. 

No sé cuánto tiempo permanecí así. En el silencio. Bajo su sombra. En paz. 

Luego el águila se alejó. No bruscamente. Se fue. Simplemente. 

Yo me puse en pie y me sacudí el polvo. No había respuestas. Solo ecos. Pero eran suficientes. 

Tal vez -pensé mientras emprendía el regreso- no hay que comprender el sentido de la vida como quien resuelve un enigma. Quizá baste con aprender a escucharla, a dejarse tocar por ella sin tantas armaduras. A reconocer sus mensajes en el susurro del viento o en la lentitud de una piedra calentada por el sol. 

Y tú, lector de andanzas ajenas: ¿cuándo fue la última vez que miraste al cielo sin buscar respuestas, solo buscando el vuelo? 

Te invito a detenerte hoy un instante. Y a esperar. Como el águila. Como la piedra. Como el árbol. Sin prisa. Sin miedo. 

Solo estar.

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