Después de cruzar por angostos pasadizos y sortear cortados y desniveles di con una estancia que amplificaba los ecos y parecía salida de un cuento por el halo de misterio que confería a la gruta. En el centro de la cueva vi lo que parecía un altar sobre el cual caía oblicuo un haz de luz procedente del techo. Sobre el ara los caballeros templarios practicaban sus ritos iniciáticos en los cuales los adeptos juraban con devoción sus votos. Me encontraba en el Omphalos, uno de los centros energéticos del mundo que describiera el historiador Pausanias. Sobre el altar se enroscaba, sigilosa, una serpiente.
De pronto creí adivinar una sombra junto al altar. Era el caballero templario a quien seguí por la gruta. Me miró sonriente, espada al cinto, semblante sereno, gesto solemne. Me hizo señas para que me acercara y así lo hice. En la mano derecha portaba un pergamino. Lo enrolló y sin mediar palabra lo depositó en mi mano. Deshice el rollo y empecé a leerlo: “acordaos, que jamás se ha oído decir que ninguno de cuantos han acudido a vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado de vos…”. Se trataba de una antigua y poderosa oración. Escudriñé los ojos serenos del monje soldado. Mi nombre es Bernardo, pronunció. Sentí un escalofrío. Luego alzó el hierro hasta la altura de mi pecho y noté la presión del acero entre dos costillas. Unas gotas de sangre, pétalos de fuego, brotaron ardientes. Aguanté el galope del corazón y contuve el aliento.
Prometeo será tu nombre desde hoy, dijo. Sonreí estupefacto. Y prosiguió.
De pronto creí adivinar una sombra junto al altar. Era el caballero templario a quien seguí por la gruta. Me miró sonriente, espada al cinto, semblante sereno, gesto solemne. Me hizo señas para que me acercara y así lo hice. En la mano derecha portaba un pergamino. Lo enrolló y sin mediar palabra lo depositó en mi mano. Deshice el rollo y empecé a leerlo: “acordaos, que jamás se ha oído decir que ninguno de cuantos han acudido a vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado de vos…”. Se trataba de una antigua y poderosa oración. Escudriñé los ojos serenos del monje soldado. Mi nombre es Bernardo, pronunció. Sentí un escalofrío. Luego alzó el hierro hasta la altura de mi pecho y noté la presión del acero entre dos costillas. Unas gotas de sangre, pétalos de fuego, brotaron ardientes. Aguanté el galope del corazón y contuve el aliento.
Prometeo será tu nombre desde hoy, dijo. Sonreí estupefacto. Y prosiguió.
Tú buscas la seda de los pétalos pero debes de estar preparado porque también encontrarás una serpiente entre las flores. Así ha sido y así será. Este mundo sólo puede ser transitado de parte a parte si vives como guerrero con miel en los labios. Hoy como ayer el pánico ante los rayos y truenos de la vida inmoviliza a los caminantes sin norte, a los hombres y mujeres que peregrinan los senderos secos y polvorientos de esta tierra con la aridez plantada en el corazón. Hombres y dioses, el cielo y el suelo en alianza eterna. No habrá paz fuera mientras la discordia repique en los corazones como tambores de guerra. Tendrás que ser un virtuoso con la flauta para disipar las tormentas y detener el rayo. La cruz de las ocho beatitudes será tu guía para no sucumbir ante las celadas que asaltarán tu camino a cada paso. Aunque te cueste creerlo la serpiente encierra dentro de sí algunas lecciones que debes aprender. Su presencia te enerva porque no has aprendido a extraerle su veneno.
Necesitaba un respiro ante tanta emoción contenida. Oteé el recinto y cuando volví a posar los ojos sobre el altar ya no había nadie.
Abandoné la estancia con paso acelerado. Las paredes se angostaban cada vez más. Decenas de estalactitas descendían armónicas ante mi y perfilaban sombras fantasmales en el atanor de la luminaria y la penumbra. Al fondo se escuchaba el eco del filtrado de las aguas y del torpe chocar de murciélagos contra el techo. A lo lejos vislumbro un rayo de luz que se abre paso con dificultad y cae oblicuo sobre el suelo. Se trata de una hendidura en la roca que va a dar al vacío del cañón. De no haber estado alerta me habría despeñado. El canto de las aves, el eco de voces lejanas y el espacio abierto se precipitan cálidos en la gruta y son metabolizados y convertidos en mágicos ecos, reminiscencias lejanas de otra época donde rezos templaban espadas.
Vuelvo sobre mis pasos: ni rastro de caballeros ni de adeptos abismados en rituales de iniciación. Las piedras impregnadas de siglos de historia exprimen los cánticos graves y las huellas de caminantes sin descanso y los entregan a los oídos atentos. Tropiezo con algo. Es una calavera. La acerco a una antorcha. Me mira desde sus cuencos vacíos; parece que se ríe. El ayer crepita sobre el hoy con su pátina de bruma.
Quiero abandonar la cueva pero me extravío varias veces en sus múltiples sendas, encrucijadas crepusculares y vericuetos.
Al fin salgo a la luz. Un sol espléndido rocía mi cuerpo y anega mis ojos. El monumento templario me mira silencioso y cómplice, espejo aireado de la gruta que oculta los verdaderos tesoros. Una sombra fugaz se baña en el arroyo y luego sobrevuela la ermita cuajada de misterio. El ulular del viento se funde con el discurrir del águila y el viejo cañón del Río Lobos exuda poco a poco su leyenda.
Necesitaba un respiro ante tanta emoción contenida. Oteé el recinto y cuando volví a posar los ojos sobre el altar ya no había nadie.
Abandoné la estancia con paso acelerado. Las paredes se angostaban cada vez más. Decenas de estalactitas descendían armónicas ante mi y perfilaban sombras fantasmales en el atanor de la luminaria y la penumbra. Al fondo se escuchaba el eco del filtrado de las aguas y del torpe chocar de murciélagos contra el techo. A lo lejos vislumbro un rayo de luz que se abre paso con dificultad y cae oblicuo sobre el suelo. Se trata de una hendidura en la roca que va a dar al vacío del cañón. De no haber estado alerta me habría despeñado. El canto de las aves, el eco de voces lejanas y el espacio abierto se precipitan cálidos en la gruta y son metabolizados y convertidos en mágicos ecos, reminiscencias lejanas de otra época donde rezos templaban espadas.
Vuelvo sobre mis pasos: ni rastro de caballeros ni de adeptos abismados en rituales de iniciación. Las piedras impregnadas de siglos de historia exprimen los cánticos graves y las huellas de caminantes sin descanso y los entregan a los oídos atentos. Tropiezo con algo. Es una calavera. La acerco a una antorcha. Me mira desde sus cuencos vacíos; parece que se ríe. El ayer crepita sobre el hoy con su pátina de bruma.
Quiero abandonar la cueva pero me extravío varias veces en sus múltiples sendas, encrucijadas crepusculares y vericuetos.
Al fin salgo a la luz. Un sol espléndido rocía mi cuerpo y anega mis ojos. El monumento templario me mira silencioso y cómplice, espejo aireado de la gruta que oculta los verdaderos tesoros. Una sombra fugaz se baña en el arroyo y luego sobrevuela la ermita cuajada de misterio. El ulular del viento se funde con el discurrir del águila y el viejo cañón del Río Lobos exuda poco a poco su leyenda.
Emprendo el camino de regreso. Escucho una voz a mi espalda, desde la cueva: ¡marchad, Dios os protegerá!
Fin
2 comentarios:
Muy bueno, sí señor. ¡Felicidades!
Prometeo solo puedo decir que estás en mi lista de favoritos que me encanta como escribes y que estaba allí viviendo esta historia desde el principio.
Me enredaste con tus palabras y por tu "culpa" estoy investigando por mi cuenta el lugar y me tiene absolutamente fascinada.
Te abrazo.
alba*
Buenos días, alba. El sitio es encantador en verdad y muy repleto de simbología y de misterio. Estoy deseando volver.
Besos
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