Reza un dicho indio: si quieres ver la montaña baja al valle; si quieres ver el valle sube a la montaña.
Eso hicimos durante largo tiempo mi amigo Pepe y yo, subir a la montaña para aprender a conducirnos por el valle; alejarnos del tráfago para poner en su sitio la ciudad, la vida toda. Y nos fue bien. Pero entonces nos acercábamos hasta la sierra de Aitana, por ejemplo, con vehículos inadecuados. Fue disponer de un todoterreno y ya no volvimos a subir nunca más. Moraleja: no esperes a tener un medio idóneo para subir a la montaña. Vita brevis.
Con estos recuerdos continué por otras vías el sueño que entretejí, de madrugada, entre las sábanas. Amodorrado sobre la cabecera hilvanaba la visión que había tenido un rato antes.
Años atrás, durante un tiempo prolongado, había hecho seguimiento sistemático de mis sueños y a veces me despertaba sorprendido por algún hallazgo fecundo; en otras ocasiones el batiburrillo de sucesos en apariencia inconexos y aun descabellados hacía imposible desentrañar un mensaje coherente, si es que lo tenía. Al igual que los libros remiten a otros libros mis sueños me llevaban a otros sueños; como las ranas que, también según los indios, atraen las lluvias; como la lluvia embelesa a la fortuna... La vida es un laberinto.
Y así recordé también el episodio en el que mi amigo Pepe y yo confundimos en una fuente una bolsa de plástico con un ave de frondosas alas en una de nuestras primeras incursiones a la sierra de Aitana. Y también evoqué el instante en el que estuvimos a punto de caer por una de sus numerosas simas.
En el sueño observé que el vacío infinito que separaba las dos cumbres de una montaña se hallaba cubierto de una espesa nube, blanco grisácea. Yo estaba en una de las cimas y veía la nube evolucionar muy despacio por entre ambas hasta unirlas con su manto entretejido con extraordinaria tupidez. En un instante me sentí impelido a poner los pies sobre ese espeso valle lechoso. Tenía la convicción de que podría caminar con paso suave sobre la franja de algodón. Estaba solo y a lo lejos divisé a unos senderistas que subían movidos pesadamente por sus bastones. Tardarían en llegar más de una hora. Miré hacia abajo, alcé un pie y después dejé caer todo mi cuerpo que se precipitaría sobre aquella vaporosa solidez.
Me rescató en el último segundo el brazo de mi amigo Pepe.
-Espera, es hora de comer, le oí decir mientras un pitido sordo taponaba mis oídos.
2 comentarios:
Que suerte tuviste al haber tenido cerca su mano amiga.
Gracias por compartir tus andanzas.
Besos desde la otra orilla.
alba*
La fascinación del peligro.
Besos
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