31 julio 2010

Tras el solsticio de verano



Una tarde cualquiera de verano, una vez concluido el trasiego de fin de curso, Elisa empezó a empaquetar sus libros en cajas de cartón.

A pesar de tratarse de un acontecimiento previsible dejó en mi ánimo un sedimento de zozobra: el riesgo de que extraviara en el traslado alguno de mis más apreciados libros y desarbolara así mi propia memoria, perdidos sus anclajes, amén de malograr mi carrera como escritor maduro que ya se demoraba más de lo razonable. Cuando uno es joven necesita ver los anaqueles de su incipiente biblioteca ocupados por cientos, miles de libros, la mayoría de los cuales no hojeará nunca, pero vivirá bajo el evocador efluvio de olores y colores. Llegado a una cierta edad sólo será necesario releer cada día unas cuantas páginas de apenas unas docenas de títulos en las cuales, el lector impenitente, irá a ungirse cada tarde el bálsamo de fierabrás para restañar las heridas de la nostalgia; o a beber el hidromiel que embelesa el espíritu; o insuflará las ascuas para atizar los rescoldos de la memoria.


Contrariamente a lo previsto Elisa empezó a apilar, no los libros que yo le había ido comprando con la intención de poner los cimientos de su futura biblioteca, sino mis propios raídos y subrayados ejemplares que versaban la mayoría de ellos sobre el arte de escribir, ya fuera a través de la sabia orientación de los lingüistas o mediante las cartas escritas por los maestros del estilo que tanto me habían auxiliado en mi grato peregrinaje por los senderos del laberinto de las letras, siempre al acecho del desasosegante dragón de la página en blanco o, lo que es peor, de la mente en negro.


Elisa continuó con su ejercicio de escarda, poda y desbroce y en un pispás había colmado en una primera criba unas seis cajas de los volúmenes que encontraba mientras yo fingía hacerme el despistado. La verdad es que me descuidé porque un par de semanas atrás había recibido de su parte una reprimenda furibunda tras encontrar sobre mi mesilla de noche uno de los ejemplares de su colección. Lo cierto es que los primeros libros que desaparecieron de mi estantería fueron las obras completas de dos maestros insustituibles: Shakespeare y Borges. Así también me traslado yo. ¿Qué haría a partir de ahora sin la posibilidad de sumergirme en esos dos océanos de sabiduría y belleza?


No dije nada porque todas las actas de la historia de la belleza fueron concebidas precisamente para tal fin, pero a veces la jubilación antes de hora suele ser un reto para determinadas personas…


Y dicho y hecho el cambio precipitó el desenlace tanto tiempo aplazado y decidí en ese mismo momento iniciar la escritura de una novela corta que a falta de un título definitivo designaría con el nombre de ella unido a la estación del año. Toda aquella sucesión de anécdotas y sucesos rituales catapultaron mi memoria a tiempos atrás cuando Elisa y yo formulamos un pacto para cuando uno de los dos cruzara al otro lado. Y entonces caí en la cuenta de que era más interesante que Chakespeare y Borges quedaran en su poder.


Era obvio que ya estábamos en distinto lado.