29 marzo 2009

El vuelo de la luciérnaga




Un virus mortal, un robo perfecto, una fecha crítica, un atentado terrorista, la CÍA, el FBI, el proyecto Alfa Centauro… ¿Una obra de ficción? O no…

En dos sentadas me embaulé este libro cinematográfico, de acción trepidante, suspense y algo más recién publicado en España y que ha llegado a mi poder. La obra sin duda promete.

Una trama vibrante urdida a partir del macabro plan de un asesino en serie y su mortífera arma, ¿un ingenio cibernético? Su persecución dispara un conjunto de intrigas sobre alteradores bioéticos, un estudio sobre el genoma humano (el proyecto HUGO) y sus terapias génicas, experimentos del ejército norteamericano con su corolario de malformaciones y demás daños sobre la población civil hasta llegar en un viaje frenético hasta el desenlace final que se muestra con sus perfiles siniestros.

Enlace al blog del autor:

24 marzo 2009

Por encargo III

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - París - - - - - - - - - - - - - - - -

Juan Madrid comenzó a sudar y se dejó caer sobre el sofá medio muerto de pánico. El desconocido sonrió mientras cubría con discreción el revólver bajo un sombrero.

- Tranquilícese, esto va a terminar muy pronto, añadió el visitante para que Juan no se ciscara encima del todo. Pero en vez de tranquilizarle anegó su alma de zozobra.

Y dígame, -continuó, ¿qué día exactamente regresará don Ernesto de París?

- Yo sólo sé lo que le he contado. Ignoro la fecha y la hora aunque no puede demorarse mucho ya. De todas formas esta casa la usa como una especie de residencia de invitados y él vive en otra mansión a las afueras. Yo pienso marcharme de aquí mañana mismo porque no me gusta todo esto. Dijo Juan con poca convicción como para no alertar al visitante que en ese momento paladeaba su último trago de whiski. Juan Madrid a pesar de la zozobra tuvo tiempo de reflexionar sobre los pormenores y contrastes entre la vida real y la ficción porque nunca había visto sudar tanto a ningún personaje de sus novelas como él lo hacía ahora.

- Tengo una mala noticia que darle, dijo el visitante mientras dejaba la copa vacía sobre la mesa, nadie se moverá de aquí hasta que no regrese Ernesto de París. El rostro ya pajizo de Juan Madrid se volvió completamente exangüe. Tan pronto regrese, continuó el visitante, usted podrá abandonar la casa mientras él y yo mantenemos una animada charla que quedó pendiente desde hace semanas.

De pronto, el pomo de la puerta emitió un característico chasquido al girar y los dos se miraron alarmados.


Continua en IV

23 marzo 2009

Primavera



La primavera ha llegado. Ojo con ella.

Nada es inocente en Primavera. Ya lo dijo Whitman: “¿crees que tengo una intención escondida? Pues sí, igual que la tienen las lluvias de abril y la mica de las piedras”.


Ojo con ella.

21 marzo 2009

La serpiente entre las flores IV


Después de cruzar por angostos pasadizos y sortear cortados y desniveles di con una estancia que amplificaba los ecos y parecía salida de un cuento por el halo de misterio que confería a la gruta. En el centro de la cueva vi lo que parecía un altar sobre el cual caía oblicuo un haz de luz procedente del techo. Sobre el ara los caballeros templarios practicaban sus ritos iniciáticos en los cuales los adeptos juraban con devoción sus votos. Me encontraba en el Omphalos, uno de los centros energéticos del mundo que describiera el historiador Pausanias. Sobre el altar se enroscaba, sigilosa, una serpiente.

De pronto creí adivinar una sombra junto al altar. Era el caballero templario a quien seguí por la gruta. Me miró sonriente, espada al cinto, semblante sereno, gesto solemne. Me hizo señas para que me acercara y así lo hice. En la mano derecha portaba un pergamino. Lo enrolló y sin mediar palabra lo depositó en mi mano. Deshice el rollo y empecé a leerlo: “acordaos, que jamás se ha oído decir que ninguno de cuantos han acudido a vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado de vos…”. Se trataba de una antigua y poderosa oración. Escudriñé los ojos serenos del monje soldado. Mi nombre es Bernardo, pronunció. Sentí un escalofrío. Luego alzó el hierro hasta la altura de mi pecho y noté la presión del acero entre dos costillas. Unas gotas de sangre, pétalos de fuego, brotaron ardientes. Aguanté el galope del corazón y contuve el aliento.

Prometeo será tu nombre desde hoy, dijo. Sonreí estupefacto. Y prosiguió.

Tú buscas la seda de los pétalos pero debes de estar preparado porque también encontrarás una serpiente entre las flores. Así ha sido y así será. Este mundo sólo puede ser transitado de parte a parte si vives como guerrero con miel en los labios. Hoy como ayer el pánico ante los rayos y truenos de la vida inmoviliza a los caminantes sin norte, a los hombres y mujeres que peregrinan los senderos secos y polvorientos de esta tierra con la aridez plantada en el corazón. Hombres y dioses, el cielo y el suelo en alianza eterna. No habrá paz fuera mientras la discordia repique en los corazones como tambores de guerra. Tendrás que ser un virtuoso con la flauta para disipar las tormentas y detener el rayo. La cruz de las ocho beatitudes será tu guía para no sucumbir ante las celadas que asaltarán tu camino a cada paso. Aunque te cueste creerlo la serpiente encierra dentro de sí algunas lecciones que debes aprender. Su presencia te enerva porque no has aprendido a extraerle su veneno.

Necesitaba un respiro ante tanta emoción contenida. Oteé el recinto y cuando volví a posar los ojos sobre el altar ya no había nadie.

Abandoné la estancia con paso acelerado. Las paredes se angostaban cada vez más. Decenas de estalactitas descendían armónicas ante mi y perfilaban sombras fantasmales en el atanor de la luminaria y la penumbra. Al fondo se escuchaba el eco del filtrado de las aguas y del torpe chocar de murciélagos contra el techo. A lo lejos vislumbro un rayo de luz que se abre paso con dificultad y cae oblicuo sobre el suelo. Se trata de una hendidura en la roca que va a dar al vacío del cañón. De no haber estado alerta me habría despeñado. El canto de las aves, el eco de voces lejanas y el espacio abierto se precipitan cálidos en la gruta y son metabolizados y convertidos en mágicos ecos, reminiscencias lejanas de otra época donde rezos templaban espadas.

Vuelvo sobre mis pasos: ni rastro de caballeros ni de adeptos abismados en rituales de iniciación. Las piedras impregnadas de siglos de historia exprimen los cánticos graves y las huellas de caminantes sin descanso y los entregan a los oídos atentos. Tropiezo con algo. Es una calavera. La acerco a una antorcha. Me mira desde sus cuencos vacíos; parece que se ríe. El ayer crepita sobre el hoy con su pátina de bruma.

Quiero abandonar la cueva pero me extravío varias veces en sus múltiples sendas, encrucijadas crepusculares y vericuetos.

Al fin salgo a la luz. Un sol espléndido rocía mi cuerpo y anega mis ojos. El monumento templario me mira silencioso y cómplice, espejo aireado de la gruta que oculta los verdaderos tesoros. Una sombra fugaz se baña en el arroyo y luego sobrevuela la ermita cuajada de misterio. El ulular del viento se funde con el discurrir del águila y el viejo cañón del Río Lobos exuda poco a poco su leyenda.

Emprendo el camino de regreso. Escucho una voz a mi espalda, desde la cueva: ¡marchad, Dios os protegerá!



Fin

16 marzo 2009

La serpiente entre las flores III


¿Estaba en el vórtice de un espejismo o aquello era un vislumbre del pasado? Lo cierto es que escuché a lo lejos ¡salud! y me adentré en la gruta sin demora. El enigmático caballero avanzaba por delante de mi con paso presto y apenas si me daba tiempo a seguir sus huellas. Lo cierto es que en mi cabeza daba vueltas un grabado que vi nada más entrar en la gruta: una serpiente que se mordía la cola, con esta inscripción debajo: “luego que lo viste le obedeciste”. B.C.


Si estaba en lo cierto la frase era del mismísimo Bernardo de Claraval en el estrambote del artículo XXXIII de la Regla que dictara para la Orden del Temple, como su organizador que fue, allá por el año de 1128. El fin de los Caballeros de Cristo era defender a los peregrinos de Tierra Santa y combatir el Islam. ¿Qué significado encerraba aquella serpiente que se muerde la cola? ¿Me encontraría ante la puerta de acceso al infinito? Lo cierto es que seguí la sombra por entre las oquedades y envuelto en el rumor de gotas de agua que resbalaban por la rugosa superficie de la roca.

Poco a poco y según íbamos entrando en la oquedad, lo que en principio fue un eco lejano de voces que cantaban como una letanía se hizo cada vez más audible. De entre las grietas de la cueva que otrora sirviera de refugio y retiro, llegaban reflejos de luces. Allí también se oficiaban los ritos iniciáticos practicados sobre el nuevo guerrero, paso previo a la revelación de los secretos de la orden.

De pronto interrumpí mi marcha porque llegó a mis oídos la primera estrofa del “magnifecetur fortitudo domine”. Trastabillé al tropezar con un saliente de roca y en seguida pude escuchar más claro el canto que empieza: “dixit que Dominus vivo ego et implevitur gloria Domini universa terra”. A estas alturas ya no sentía extrañeza por lo extemporáneo de estos sucesos. Tuve la brumosa sensación de estar en medio de un sueño.

El monje guerrero se detuvo. Acercó el dedo índice a los labios para que guardara silencio y continuó en dirección hacia donde emergían las envolventes voces que por segundos ganaban en claridad y fuerza. Habíamos avanzado como unos cien metros en el interior de la Cueva Grande y la oscuridad era cada vez más espesa, apenas desbaratada por grandes candelabros situados cada cierta distancia.

En un recodo me encontré con un trébol pintado en el techo. La trinidad, las tres virtudes teologales, pensé. De pronto caí en la cuenta de que tal vez la gruta contenía la réplica de los símbolos que había visto en los canecillos de la ermita. ¿No sería la ermita la antecámara de la Cueva Grande? Pareciera que los verdaderos ritos de los caballeros de Cristo se realizaran en la gruta. Los adeptos se introducían en las entrañas de la madre tierra para volver a nacer a una nueva vida. Seguí unos metros más adelante y di con un nuevo dibujo; esta vez se trataba de una figura geométrica en forma de rombo. Hombres y dioses; cielos y tierra. El cuatro, la lenguaje simbólico de los números. Un poco más allá pasé de largo por donde había pintada una estrella de cinco puntas para escapar al influjo de la magia negra y tuve la convicción de estar en el buen camino al encontrarme con la estrella de David.

A estas alturas sabía que el sendero a seguir estaba custodiado por los números mágicos. De pronto reparé que estaba solo en el corazón de la gruta pues el majestuoso caballero había desaparecido como tragado por la tierra. Se había hecho el silencio y no me había percato del momento exacto en que esto ocurrió. Y en esas estaba cuando en otro recodo di a parar con la cruz de las ocho beatitudes similar a la que está en el interior de la ermita, verdadera hoja de ruta del caballero templario que debe observar: el contento espiritual, vivir sin malicia, llorar los pecados, humillarse al ser ultrajado, amar la justicia, ser misericordioso, ser sincero y limpio de corazón y sufrir con paciencia las persecuciones. De pronto me alarmó el sonido sordo que produjo el golpe de una espada contra la roca.


Continúa y termina en IV

14 marzo 2009

La serpiente entre las flores II


El cañón del Rio Lobos es un paraje singular que percute sobre las fibras sensibles de todo visitante atento. Abarqué con mi vista el entorno y respiré más tranquilo. El rincón en el que me encontraba configura un paraje idílico donde una ermita, a través del crisol de unos mensajes ocultos escritos aquí y allá, es cercada por un riachuelo de aguas prístinas en un abrazo eterno. A pesar de que me encontraba solo y del ruido que escuché a mi espalda, no sentía el más mínimo temor; tal vez fuera debido a la serenidad que exudaban las piedras o a la energía y la calma que emerge fúlgida del lugar; o quizá debido a los rayos que un sol generoso rociaba por sobre las rocas. Lo cierto es que me entretuve en la contemplación de los motivos ornamentales que cubrían de misterio la ermita por dentro y por fuera.

Pasé instantes inolvidables contemplando los canecillos son sus gárgolas preñadas de simbología esotérica, los delicados capiteles en columnas y pilastras, el impresionante y enigmático mandala en forma de corazón, símbolo de la chispa divina sembrada en el hombre. Me dejé seducir por el impresionante vitral construido con sonidos, silencios, reflejos, oquedades, luces y sombras, como un mosaico multicolor y me sumergí en la tarea de escudriñar el significado de tantos mensajes depositados en aquél recóndito lugar, encrucijada de caminos, por los caballeros del temple.

De pronto algo llamó mi atención. En una doble hilera de canecillos descubrí al dios griego pan tocando la flauta. Nada de particular, pero por alguna extraña razón su vista fue el detonante que me llevó por el laberinto cifrado que luego me haría probar tan vívidas experiencias en el interior de la Cueva Grande. El tiempo se comprimió hasta un instante eterno cuando contemplé la hilera de símbolos numéricos trabados formando un mensaje intemporal que afina el alma y la transmuta en el más virtuoso de los instrumentos sonoros.

No pasaba nada en el exterior pero por dentro fluía sin cesar la música de las esferas, la armonía perfecta, la esencia de la realidad camuflada en los números. Mientras mi espíritu se embebía de esta rumia, creí ver una sombra que cruzara la hendidura de acceso a la Cueva Grande y allí me dirigí salvando el puente que servía de pasadizo a la gruta. Del interior de la misma emergía un canto lejano de voces bien conjuntadas que parecían salidas de un viaje en el tiempo. En la penumbra, un caballero alto bien formado, espada al cinto, yelmo en la cabeza y cruz en el pecho, me hizo señas para que lo siguiera. Parecía el mismísimo Bernardo de Claraval redivivo. Contuve el aliento y, aunque me flaqueaban las piernas, eché a andar.









08 marzo 2009

La serpiente entre las flores I



Siempre me había cautivado ese temor simbólico del príncipe idiota de Dostoievski de encontrar una serpiente entre las flores. De manera que cuando tras algunos titubeos accedí a relatar mis experiencias en la incursión que hice años atrás por tierras de Soria, cañón del Rio Lobos arriba hasta la ermita templaria de San Bartolomé o san Bartolo como la conocen los lugareños, iba imbuido de esa dulce zozobra que deja como sedimento toda aventura de final incierto.

Un grupo de adolescentes urgían con la boca abierta la narración de los sucesos acaecidos en tan mágico lugar y no tuve más remedio que recuperar de mi memoria el inventario de hechos y sensaciones vividos aquellos días.

La historia ocurrió así. Me levanté muy temprano y me puse en camino con las primeras luces. Recorrí los tres kilómetros que separan el puente sobre el río Lobo hasta la ermita templaria siempre por junto al curso del río, allí donde se deja ver. Caminaba entre pinos y sabinas, con la escolta desde las alturas del águila real, el buitre leonado y el halcón. Las ráfagas de viento contra los agujeros que el tiempo excavó en la roca semejaban gritos de cuchillos.

Tras veinte minutos de sendero, en un punto donde el río se revuelve en meandro, divisé a lo lejos la ermita construida por la orden del Temple ocho siglos atrás, apenas destacada por entre el amarillo del paisaje. El enclave sobrecogía e invitaba a viajar en el tiempo a una época oscura y a la vez tan llena de luz. Los caballeros templarios, mitad monjes, mitad guerreros se instalaron en estos parajes privilegiados no sólo atraídos por la belleza y la energía que rezumaba el enclave, sino, sin duda, con otras intenciones escondidas que hablan de la transformación interior y del renacer espiritual.

Y allí estaba yo un luminoso día de abril observando un enigmático rosetón y preparado para desentrañar los misterios de tan mágico lugar, mientras en los soportales de la ermita que actuaban como un gran órgano de piedra escuché la mejor música jamás interpretada antes.

De pronto un ruido sordo me invitó a girar la cabeza en dirección a la Cueva Grande que hay muy cerca de la ermita. Como era temprano y no encontré compañía alguna durante todo el trayecto me puse en alerta sobre el origen del ruido que llamó mi atención.

Continúa en II



05 marzo 2009

Marzo


No te vayas a creer que marzo tontea cuando sólo marcea. Está aquí, míralo, con sus vientos y lluvias; con fragores y tules; como un espejo roto.

El mundo es un pañuelo pero a la vez es una paradoja oceánica. Tú, allá, vives un marzo soleado mientras aquí llueve y ventea las hojas, dispara las alarmas de los coches que gimen a dúo; revienta los paraguas.

Marzo, mes de la guerra. Guerra contra el paro, contra la crisis que galopa al desuello, contra el diluvio que viene. Callaron los poetas desencajados en su temblor, mueca silente del torbellino que llega. Los músicos enfundan sus guitarras para no sucumbir ante una sorda queja. Se desangran los violines en un accelerando y los contrabajos enmudecen por piedad; los perrillos lloran su grito afónico en las esquinas.

Marzo.

01 marzo 2009

Malena



Parece que la estoy viendo todavía. Primero en jarras, luego con los brazos cruzados y la mirada desafiante. ¿Y ahora qué?

Yo había salido a pasear montaña arriba mientras mi mujer realizaba unas compras por las concurridas callejas del centro. En una estribación la vi y no pude evitarlo: eres guapa con estrambote, exclamé para que me oyera, y lo hice de esa manera en que los hombres decimos: ¡qué pedazo de pibona me estoy perdiendo! Y me entretuve más de la cuenta en el azúcar de sus ojos.

Y allí estaba ella con esa cara de incomodidad, pero mirándome al fin, y dijo ese ¿y ahora qué?, como un ultimátum. Su cuerpo se balanceó suavemente y añadió: ¿y…? como si dijera, ¿qué viene ahora? Y prosiguió: porque sospecho que usted no quiere que esto termine aquí. Me di cuenta de que algo no andaba bien cuando me habló de usted.

Claro que no, acerté a esbozar entre la sonrisa torpe y la osadía que confiere la timidez. Curiosa situación, dijo ella resignada: el cazador tanteando a su presa. Es usted el vivo retrato... y no le diré más. En ese punto trastabillé: tampoco te pongas así, sólo era un piropo inocente. El polen…

-Ya; ya sé: el hombre es un niño que juega. Una frase más para su colección de tópicos. Porque me da a mi que usted los colecciona. Un niño que juega, repitió para sí. Y me golpeó con su mirada. Veamos, dijo condescendiente, voy a hacer como que no he escuchado nada. Mire una cosa: subo a estos montes para poder sobrellevar las miserias que tengo que aguantar en esos valles. Y se le iluminó el rostro. Usted busca emociones cotidianas incluso en la soledad de las cumbres. Para mi, el vuelo del águila o el discurrir de la serpiente adquiere matices imprevisibles, dignos de ser tenidos en cuenta, concluyó solemne.

Vaya, _dije entre risas nerviosas_, también a la niña le gustan las frases lapidarias, e intenté quebrar su mueca de fastidio con una sonrisa que resultó forzada. Pero ella dijo hasta luego y continuó camino arriba. Era una profesional, la jodía; ni se inmutó.

- Vale, vale, sigue con tu tratamiento de desintoxicación, pibona, _concluí vencido_.
Y no te molestes, era sólo un piropo... y yo soy inofensivo... No te enfades que te salen arrugas… y sería una lástima... Que lo sepas. Pero ya no podía oirme.

Se volvió y por fin descubrió su sonrisa: inofensivo como un león en la selva, _empezó a enumerar_; como un lobezno hambriento; como la picadura venenosa de un mosquito, como la dentellada de un chacal... Y siguió hilvanando comparaciones una tras otra hasta donde mi oído alcanzaba.

¿Cómo de fuertes son los lazos que atan los sueños a la realidad? Desperté con el sabor agridulce que producen los sueños que no aguantan un amanecer. Era tarde y tenía que acudir a mi encuentro semanal con el psicoanalista de manera que me apliqué a los preparativos y extravié mi sueño.

A mi llegada a la consulta, la recepcionista me informó de que el doctor Klein había sufrido un contratiempo y no podría estar conmigo, sin embargo me había dejado en las muy buenas manos de una reputada colega. La señorita de recepción me acompañó al despacho de costumbre y me incliné en el diván.

En la semi penumbra escuché una suave aunque envolvente voz femenina: buenas tardes, Ricardo. Me ha dicho mi compañero que hoy trabajaremos con los sueños. Vamos a ello, pues. Y se precipitó por el sendero angosto del silencio.

Me quedé helado. Como si la estuviera viendo. Primero en jarras, luego con los brazos cruzados y la mirada desafiante. Era ella, la jodía pibona…