Foto: Manuel Cascales
Era Sofía. Cuánto tiempo sin verla. Guapa como siempre, conservaba intacta esa sonrisa de niña, luminosa y tierna. También ella quedó sorprendida por la aparición. Hombre, Miguel, ¿qué haces tú aquí? De veras hace tiempo, Sofía. ¿Cómo te trata la vida? Pero la expresión de su cara no podía ser desmentida por sus palabras: era feliz.
Menuda sorpresa, estaba allí, rescatada ahora de los recuerdos de la niñez cuando los otros niños repetían que era su novia y él lloraba pero a quien una tibia tarde de junio prometiera amor eterno y no menos de cinco hijos. Ella le prometió que sonreiría siempre de ese modo. Su presencia le agitó el ánimo como el roce de una vieja herida. Recordaron con fruición un mundo de juegos y de travesuras inocentes que no hacen daño a nadie, como ocurriera una noche estrellada entre los dos tiempos de un juego cuando ella entrelazó su cuello y él sintió una intensa emoción nunca vivida hasta entonces. Tras el dulce inventario de la niñez, cada uno siguió su camino pero la sonrisa de Sofía quedó suspendida en el recuerdo de Miguel por todos aquellos días en Puebla Marina,
Miguel recorrió con la mirada los parajes añorados del pueblo que le viera nacer hacía más de cuarenta años. Por unos momentos se alejó de sus calles por donde anduviera de niño con paso indeciso y mirada vacilante; se apartó del bullicio de los soportales por donde transcurriera un tiempo donde el mundo era un perfume de geranios y una mirada limpia de niña del color miel. Se abandonó al golpeteo del viento en los acantilados que tantos recuerdos traían a su memoria y tanta fascinación ejercían sobre su espíritu.
Desde aquel inmenso balcón se le presentaba toda la belleza del horizonte y todo el misterio de un pueblo que estaba allí desde antiguo, con su encrucijada de caminos interminables, con su reguero de sauces y álamos por junto al cauce del río, con su historia que impregnaba cada rincón con las sombras de un futuro marcado por el drenaje del ayer en el ahora.
Contemplaba la vida toda de Puebla Marina, pasada y presente: infancia y senectud; vida y muerte; memoria y fuerza. Todo estaba allí como trasfondo silencioso del caos, como centinela diligente del futuro.
¡Miguel! Era su amigo Juan que venía a recogerle para ir a pasar la última jornada en El Jardín de la Alegría.
Sigue...