30 octubre 2009

Muerte de un náufrago









Dice Fernando Pessoa en su obra más conocida, el Libro del desasosiego, que la vida es como una isla de náufragos rodeada por el inmenso mar de la muerte.

La metáfora es tan evocadora como fascinante y ahora que el verano se aleja desplazado por las primeras brisas de noviembre la muerte viene a visitarnos con flores y macetas donde, ajena a la palidez de las tardes otoñales, la vida reverdece terca en el polvo del que formamos parte y al cual regresaremos en un abrir y cerrar de ojos. Cara y cruz, sombra y luz: la muerte.

Nos miran; los muertos nos miran; sonríen también ante los insomnios de quienes nos creemos vivos porque contemplamos el mundo desde el miedo, la ironía y la rutina. Pero la muerte ha desarrollado el hábito de clavar el aguijón y marcharse como quien no quiere la cosa. La muerte, caprichosa compañera, terca aguafiestas, filo de guadaña, centinela siempre alerta.

Desfilan nuestros difuntos por el mosaico de los recuerdos, lápidas vivas del tiempo. Si ayer se fueron Paco, Víctor, José Mª, Isabel, Emilio…, mañana otros romperán el cordón umbilical, hilo de Ariadna, salvoconducto entre el más acá y el más allá. Nuestros muertos giran el semblante al infinito con un gesto glacial y enigmático, sospechamos que también desdeñoso ante el mundo que dejaron. Por entre el claroscuro de la muerte cruzaron el umbral, recorrieron el laberinto, peleando tormentas en su regreso a Ítaca.

Pero no enmudecieron del todo. Con nosotros quedó su gesto, su mirada, su voz que todavía reverbera en los tibios claustros del silencio que es el sedimento de la palabra cuando las gargantas se olvidan de producir sonidos. Dulces recuerdos, tercos pesares, obstinados reproches: no estuve con él o ella lo suficiente, me perdí sus últimos años (o los primeros); la vorágine, el ruido, las ocupaciones… ; me echó de menos y yo no estuve allí...

Creíamos que la vida era un campo de estrellas pero cada poco tiempo nos ronda la santa compaña de la muerte con su corolario de emociones, de heridas que supuran entre la sístole y la diástole, tercas agujas del reloj de nuestro corazón, ese tarro de las esencias, tantas veces sin brújula y pilotado por un torpe timonel.

Se amontona el grano en las eras de la vida y sirve a los pájaros de pitanza. Nuestros difuntos caminaban de pie por este mundo mágico, llenaban los graneros y un día aciago doblaron el espinazo. Pero están vivos en la memoria y se quedaron con nosotros para ser el interrogante, el ejemplo, la campana de ermita, la curva del laberinto, piedra luminosa en el empedrado de estrellas de la vía láctea.

Se trataba de una caminata de un rato y creímos que había toda una vida por delante. Tenemos miedo de la muerte porque todavía no hemos comprendido la vida. Aguas de un mismo río vivimos bajo el espejismo de la separación. Paz para ellos, nuestros difuntos tan presentes. Todavía escuchamos sus cantarinas risas y tenemos memoria de los ratos felices vividos en su compañía. Mil gracias. Siempre estaréis en nuestro corazón.

25 octubre 2009

El valle de la muerte



Cuentan que vieron pasear a una mujer de bandera por el Valle de la Muerte en California. El polvo del camino se alzaba dos metros por sobre el suelo y ella venia montada en unas botas que ayer mismo atesoraban restos de fiesta y hoy palidecen víctimas del deterioro y el descuido.

El aire hizo girar las jambas del valle en una sinfonía de colores y estruendos; de esplendores y de sombras. Los desocupados lugareños antes erráticos y bulliciosos, enmudecen sus gargantas maceradas en aguardiente, nada más aparecer semejante hembra: rubia, metro noventa y contoneo de potra indómita. La respiración se les detuvo ociosa en la angostura de sus gaznates.

En el Valle de la Muerte sólo hay un bareto que ahora cimbrea sus dos puertas al paso altivo y apasionado de la mujer. Pidió una Coronita, ¿quién soy yo para juzgarla? El vaporoso líquido fue engullido casi de un sorbo; la desdeñosa mujer escupió al suelo donde estalló inmisericorde una mixtura de humo y polvo, mientras ella fruncía el ceño como diáfano aviso a navegantes.

No podía ser otra que Estela Rider; ahí es nada. No me digas que no conoces a Estela Rider, si es una mujer archiconocida en todo el orbe. Ha enterrado a los cuatro gerifaltes más ricos del planeta, uno detrás de otro, y ha tenido la deferencia de dejarse caer en el Valle con el propósito resuelto de que algún rudo lugareño le abofetee el alma y le enseñe los entresijos del sol naciente y los secretos de las piedras. Por ese orden.

Estela Rider, ¡qué tiempos aquellos! Le dediqué una canción y todo. Su cabellera rubia, casi crines; sus ojos melancólicos, sus belfos labios nocturnales, su hablar a veces roto por la obstinada faringitis hipertrófica que le aquejaba. Durante 20 años saturó las consultas de los psicoanalistas de medio mundo de fans damnificados de mal de amores. Si yo estuviera loco sería culpa de ella.

Y hela allí, montada sobre sus botas de acero, piernas arquetípicas, mudez de gargantas rotas, vaporosa humedad del aire que cercena los gaznates, potra salvaje, sol naciente, serpiente sinuosa y nocturnal…, exudando fiereza por entre las piedras del Valle de la Muerte.

Y yo aquí sombra de acero, garganta de espejo, trazo feble de lápiz, reflejo de vidrio, en la desembocadura del río Hudson en Manhatan esperando mi oportunidad.


18 octubre 2009

El sello de Salomón VI





Los “navegantes de la penumbra” habían hecho su aparición en la escena del crimen después de meses de no dejarse ver por entre las imponentes naves de la catedral. El deán me puso al tanto de las correrías de semejantes sujetos, una especie de vampiros inconscientes que parecían disfrutar con el olor a sangre fresca y que realizaban oscuros rituales con animales y puede que con algo más que animales, según la opinión del inspector Crespo que contaba con sospechas fundadas sobre el particular. Tras intercambiar alguna información con el deán sobre las actividades de los navegantes de aguas turbias me retiré al hotel a descansar y reflexionar sobre lo vivido.

- ¡No olvides pasarte por el archivo biblioteca! Me reconvino el deán amablemente.

- Lo haré; descuide, respondí con una sonrisa.

Llevaba varios días en la bella ciudad de Burgos ocupado en unas averiguaciones que basaron su razón de ser y tomaron consistencia al calor de una partida del juego de la oca. No pude menos que sonreír ante un hecho tan poco sólido. Me constaba que los compañeros de Alicante esperaban impacientes algunas noticias, de modo que me senté frente al ordenador portátil que siempre viaja conmigo y comencé a redactar un mensaje.

Queridos buscadores, -inicié la misiva con un poco de ceremonia- me encuentro al borde de la sorpresa. Creo que mi presencia aquí ha sido provechosa más por ciertas intuiciones alejadas de los comunes derroteros de un razonamiento lógico que por unas conclusiones fruto del trazo firme de un bisturí, pero no por ello menos concluyentes y esclarecedoras. Parece ser que todas nuestras pesquisas no han sido en vano. Llevamos décadas buceando en las procelosas aguas de los lugares mágicos y en ciertas ideas aparentemente descabelladas. Lo cierto es que cada día que pasa se confirman nuestras “sospechas”. Todos los escritos sagrados, troceados y estudiados minuciosamente por algunos miembros del grupo; la mayoría de las verdades reveladas que se desprenden de esos escritos provenientes del este y del oeste no son sino una gran metáfora con muchos puntos de coincidencia sobre la vida y sobre el destino del mundo.

Recapitulemos: todo empezó con una partida del juego de la oca. ¿Qué tiene que ver ese juego con ciertos símbolos míticos como el Sello de Salomón que hay en la vidriera de la catedral?

En primer lugar, el aparentemente sencillo e ingenuo juego de la oca no es más que un rompecabezas que parece albergar ciertas claves importantes para la vida y su contraparte la muerte. Como señuelo no está nada mal, ¿quién iba a suponer que un tablero con una espiral esconderían, a la luz pública, un mapa del tesoro? Pues bien, el juego de la oca que me trajo a esta bella ciudad para desentrañar el simbolismo del Sello de Salomón que se enseñorea en el frontispicio de su archiconocida catedral es otro mojón más, donde manos expertas escondieron en los espirales vericuetos de su trazado el verdadero sentido de hechos como el Camino de Santiago.

Tomo aire: la subida a la montaña de la vida a través del simbolismo y la numerología, de ciclos, trabajos hercúleos, pruebas, caídas y vuelta a empezar… avances y retrocesos, tiempo para la acción y tiempo para la contemplación; pozos que precisan de la ayuda de los demás para salir de ellos, puentes que nos elevan. Estamos ante un laberinto similar al sello de Salomón. Y en medio de todo ese paisaje surge como el relieve para el ciego, una revelación importante: todos los caminantes llegaremos al final de la travesía, porque hay múltiples posibilidades de completar el trayecto incluso con otro ropaje. Y hay atajos, los saltos de oca a oca que nos conducen, a través de un agujero negro o senda imaginaria hasta la sabiduría en un acortamiento espectacular del recorrido.

Pero eso no es todo, porque si no he entendido mal, ¿no es precisamente ese el camino de regreso al origen? Así parece, amigos, ¡resulta que el camino que nos conducía al ansiado objetivo estaba proyectado en el futuro cuando en realidad se encuentra en el principio! ¿No es sorprendente?

En ese punto me pareció escuchar un ruido en la puerta y dejé de escribir. Tras unos momentos de vacilación continué con mi tarea.

¿Camino de Santiago? ¿Templarios? ¿Santo Grial y tantos otros mitos y símbolos no son más que metáforas, planos, rutas secretas, llamadas de atención? Escribía convencido ya de mi hallazgo.

Estaba como un chiquillo con “playstation” nueva ante mis descubrimientos.

-Y ese es el truco, concluí: el destino se encuentra en el origen. De ahí que el nombre de nuestro grupo “buscadores del origen”, por una de esas extrañas carambolas de la vida, nos ha venido bien dado.

Un nuevo golpe en la puerta me hizo salir bruscamente de mi autocomplacencia. Ahora parecía claro que alguien desde el otro lado manipulaba los mecanismos de apertura y cierre de la puerta.

Antes de abrir me acerqué a la mirilla. El pasillo estaba vacío. Tras unos segundos abrí la puerta y allí estaban ellos. En un primer momento no supe qué hacer ante sus caras serias. Se trataba de los dos individuos que sorprendí mirándome desde detrás del túmulo de piedra en la Capilla de la Visitación.


Sigue.






13 octubre 2009

¿Dónde está Wally?






No; no pretendo emular la famosa adivinanza protagonizada por el Wally del jersey de rayas. Lo que voy a hacer es mostrar unas cuantas islas que nos han llegado para que los lectores adivinen de qué islas se trata. ¿Recuerdan? Sí, se trata del proyecto "busco isla" donde poder habitar durante un naufragio previamente pactado.

Pues bien, ya hemos recibido algunas propuestas y aquí cuelgo las fotos a continuación para ver si adivinan dónde se encuentran y para que puedan votar sus preferencias. Sigue abierto el plazo para recibir más ofertas.




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08 octubre 2009

Busco isla


Mientras aguardo a que desde el Archivo Municipal de Burgos, doña Yolanda Rodríguez me envíe la documentación prometida, imprescindible para continuar con mi relato sobre “el sello de Salomón”, voy a hacer un alto en el camino y una propuesta, por largo tiempo anhelada y con la intención de generalizarla a los compañeros blogueros, bitacoreros o como quiera que se nos deba llamar, de la manera que después diré. Déjenme que me explique.

Resulta que uno de los sueños o deseos largamente añorados del náufrago es perderse en una isla desierta. Náufrago, isla; ya sé que lo pillan. Nada nuevo bajo el sol, ¿qué aventurero no ha imaginado alguna vez extraviarse en un lugar así? Hay quien vendería su alma al diablo por encontrarse en semejante brete.

Pues bien, mi plan es el siguiente. Tomen nota (y no olviden que de los cobardes no se ha escrito nada): busco una isla. Ahí es nada. Me ofrezco para ser emisario de su embrujo y cantor de sus maravillas. Sí, quiero dejarme seducir por sus sinuosas curvas y entregarme a sus sensuales misterios. Durante un tiempo previamente pactado. Y una sola cosa más: mi estancia concluiría con un encuentro mundial de blogueros, (jodío náufrago) acontecimiento que tendría lugar en la citada isla. Sería un suceso nunca visto que redundaría en beneficio del enclave que a partir de ese momento pasaría a ser conocido por muchos. Tampoco es tanto ¿no creen?

¿Que es una propuesta disparatada? ¿Y si alguien recoge el guante y nos invita a semejantes andanzas? Mayores cosas verás, Sancho.

Por lo pronto, harían bien las personas interesadas en dejar constancia aquí de su intención por participar en tamaña aventura. Luego no se me quejen.

Y a quienes dispongan de los medios les animo a participar en semejante evento y hacernos llegar sus propuestas que atenderemos con mucho cariño. Internet, redes sociales, ¿habrá acaso mayor red social que el conjunto innúmero de los blogs?

Esperaré a unos y a otros.


P.D. Ya les contaré más. Tampoco se me depriman si no sale adelante el proyecto.


06 octubre 2009

El sello de Salomón V


Las palabras del inspector me preocuparon porque esa nota con mis datos me colocaba en una situación comprometida. El inspector percibió mi nerviosismo.

- De acuerdo al procedimiento habitual, -empezó a hablar pausadamente- hemos hecho las averiguaciones pertinente y no hay nexo alguno entre ustedes dos, cosa que por otra parte he comprobado nada más conocerle: usted no tiene nada que ver con el caso. Esta vez no sonreía. El muerto era un gestor inmobiliario de vacaciones y llegó de visita a la catedral unas horas antes que usted. Eso es todo lo que sabemos. Si necesitara algo más le buscaría. ¿Hasta cuando piensa seguir por tierras burgalesas?

- Había pensado permanecer como cosa de una semana, pero a la vista de los acontecimientos no sé qué decirle.

Estaba el inspector junto a la puerta cuando se giró y preguntó como al acaso:

- Por cierto, usted que está familiarizado con temas raros sabrá decirme. Pulula por ahí un grupúsculo cuyos miembros se hacen llamar “navegantes de la penumbra”. ¿Sabe algo de ellos?

- Pues, no; no los he oído nombrar nunca, mentí para no meterme en otro charco.

- Vale, pues que le vaya bien, dijo y sonrió con un sedimento de escepticismo que yo había visto tantas veces en las películas. Luego dudó un momento y volvió a la carga. Y una opinión personal sobre el significado de las piedras. ¿No le parece que el libro de la vida es lo suficientemente obvio como para tener que adivinar segundas y terceras lecturas sobre una estatua o una pintura? No me haga caso: cada uno ocupa su tiempo como quiere.

- ¿Qué le parece la viveza pintada por el amanecer en el lienzo del horizonte? Contesté por peteneras. Permítame ahora otra pregunta, acerté a decir. Tengo curiosidad por conocer el motivo por el cual me ha descartado como sospechoso.

- Esbozó una sonrisa condescendiente y dijo: no veo huella alguna de cadáver ni en sus ojos ni en su rostro; eso es todo. Y como leyera en mi cara la sorpresa, añadió: matar a alguien de manera consciente no es cualquier cosa; he visto la muerte reflejada en el rostro de un asesino convertirse en una sombra que le ha de acompañar por los restos. No es como en las películas. Pero hay que saber leer con indiferencia cada rostro. Ya conoce el refrán: la cara es el espejo del alma. Pues todavía más: la cara es la parte visible y palpable del alma. Si usted conoce a un homicida de cerca tal vez le busque mil explicaciones a su mirada huidiza, a su comportamiento esquivo y a esa cara que grita “yo he sido”. Antes que convencerse de estar ante un asesino usted pensará muchas otras cosas. Yo leo directamente las secuelas dejadas en el rostro del criminal por tan terrible acto como surge el relieve bajo el dedo del ciego. El problema de la policía no es encontrar al asesino sino reunir las pruebas suficientes que le incriminen de manera indubitable ante un tribunal.

- O sea que yo soy como un libro abierto para usted, aventuré y noté que mi sonrisa era más relajada.

- Ese es su punto fuerte y a la vez su punto débil, porque también hay sombras que pululan por ahí y que buscan algún “risa fácil” a quien helarle la mirada, dijo y ahora era él quien se reía abiertamente. Pero de eso tal vez usted pueda darme lecciones a mi. Aquí el que no corre, vuela. Ahora sí debo irme. Y se fue.

Examiné las palabras del inspector mientras se alejaba: para percibir la realidad correctamente a veces hay que parecer insensible. Dando un rodeo me llegué a la plaza del rey San Fernando para enfilar escalinatas arriba hacia la entrada al templo esta vez por la puerta del Sarmental, ante la mirada atenta del pantocrátor, los evangelistas y los ancianos del Apocalipsis, amén de otros personajes bíblicos que desde el tímpano y el resto de la fachada dan la bienvenida a los visitantes y peregrinos.

Después me dirigí a la capilla de la Visitación y no pude apartar mis pensamientos de las alusiones del inspector a “los navegantes de la penumbra”. Como es arriba es abajo; de igual modo que hay gente que busca desentrañar los símbolos con la vista puesta en una mejora personal, e incluso colectiva, también hay otros del llamado lado oscuro que intentan desbaratar todo intento de superación y de ayuda al prójimo. “Los navegantes de la penumbra”, si mis informaciones no están equivocadas, conforman una camarilla que pertenece a los amigos de lo oscuro. Nada importante; al menos eso creía yo. Portan un tatuaje en la espalda a la altura del hombro con su enseña distintiva: la flor de la jara negra que sorprendentemente, o no tanto, es blanca.

Ahora es un arco situado frente a la puerta del claustro el que comunica con la capilla de la Visitación si no es porque el paso está impedido por una gran reja. Sorprendo a dos personas que me observan desde detrás del túmulo de piedra que está situado en el centro de la capilla. Me detengo. Alguien pronuncia mi nombre a mi espalda. Es el deán que parece estar al tanto de todos los movimientos y me invita a seguirle para quitarme de en medio.

-¿Qué pasa? Pregunto.

- Esos dos hacía tiempo que no aparecían por aquí. Tuvimos que prohibirles la entrada porque venían a quitarnos el agua bendita de las pilas, según se decía, para sus rituales de magia negra y yo sospecho que para algo peor. Vamos a dar una vuelta.

Tal vez será mejor que vuelva a Alicante, pienso para mis adentros.

Sigue

03 octubre 2009

El sello de Salomón IV


“Dos cañas beben en un arroyo. Una está hueca. La otra es una caña de azúcar”. Sufí persa Jalaludin Rumi

Encontré al deán en la biblioteca. Ojeaba, monóculo en mano, un documento del archivo, en concreto la carta de arras del Cid. Me escudriñó por encima del vidrio y se sonrió para sus adentros, condescendiente.

- Hoy te buscaban también a ti. Dijo mientras retiraba el documento. Se trata de un inspector de policía; inofensivo si no tienes nada que temer; con fama de duro si pretenden engañarle.

- Sí, hace unos segundos he sorprendido a alguien que me seguía. Son muchas casualidades ya, respondí como una explicación.

- Es lo que pasa cuando uno va detrás de algo, también alguien va detrás de uno. Es ley de vida. Dijo mientras me invitaba a sentarme.

Quise centrar la conversación en el propio motivo de mi viaje mientras aparecía el inspector. He podido comprobar por mi mismo, -propuse con ánimo de ser cortés- que la catedral está repleta de leyendas, misterios y sucesos increíbles, que se diluyen entre los ecos sordos de pasadizos y capillas del templo. Realmente es una suerte disfrutar de esta joya única en su género.

El deán me miró complacido. En realidad quería que bajara la guardia para poder sacarlo del yermo de las frases hechas y conducirlo a territorios más comprometidos y feraces. Como al azar saqué a relucir el juego de la oca.

- Parece simple, -dijo mientras me miraba con fijeza- pero guarda ciertas claves. En el ascenso a la cumbre de una montaña uno se encuentra muchos caminos. De oca a oca es como decir de maya a maya. Todo es efímero, vano, fútil. Iba lanzado y no le interrumpí. Cuando llegaste examinaba un documento cuya atribución de autenticidad puede hacerse con cierta garantía: se trata de la carta de arras de la boda del Cid con Jimena. Con el paso del tiempo todo adquiere un carácter de leyenda. Al igual que la literatura utiliza ciertos motivos y los reitera hasta la saciedad, también la vida misma desagua y se alimenta de tópicos de los cuales cada prójimo tiene sus preferencias. El resultado es el mismo. Da igual que se llame Camino de Santiago que subida al monte Carmelo; búsqueda del santo grial que nube del no saber; gran obra de los alquimistas que viaje a Ítaca; elixir de eterna juventud o rueda de las estaciones. Las metáforas, como barquichuelas veleidosas, nos conducen por el río de la vida entre escollos y meandros, valles y quebradas. Avanzamos por el sendero afrontando sus pruebas y recibiendo el bálsamo reparador que cura las heridas y disuelve las cicatrices.

- ¿También el sello de Salomón tiene ese significado? Me atreví a preguntar intentando reponerme de la catarata que diluvió sobre mi.

- De un solo trazo y como un bucle sin fin está hecho el nudo de Salomón. La muerte es la única que crea la ilusión de ruptura de la raya, la única que cree poder desbaratar el lazo. Si cayéramos en la cuenta sabríamos que no estamos en este mundo para otra cosa más que para la búsqueda de la belleza, que es otro de los nombres de la sabiduría.

- ¿Carlos García? Alguien había pronunciado mi nombre a escasos metros de distancia y me sobresalté.

- Inspector Crespo, se presentó y me extendió su mano. Tengo que hacerle unas preguntas. ¿Me acompaña, por favor?

Seguí al inspector hasta una cafetería cercana.

- ¿Conocía al muerto?

- En las noticias hablaron de asesinato. Acerté a decir.

- Sí pero eso son cosas de policías y de jueces, él está simplemente muerto. Aclaró con cierta sorna.

- Pues no le conocía; sé que es paisano pero su nombre no me dice nada. Añadí.

- Encontramos esta nota en un bolsillo. En ella viene escrito su nombre y su número de teléfono.

- ¿Ni nombre? Repetí nervioso.

- Como lo oye. Concluyó el inspector.

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01 octubre 2009

El sello de Salomón III


Me despertó el terco zumbido del teléfono móvil. Era mi hermana Lola que también formaba parte del grupo desde sus orígenes y que ahora percibía nerviosa.

-Oye, ¿qué pasa por ahí? Menudo susto nos hemos llevado. Asesinato en la catedral; de película. Ya es el segundo, esa catedral está marcada y no sólo por el sello de Salomón. A ver si te vas a meter en un lío.

-Tranquila hermana. Cuando yo llegué al escenario del crimen el paisano ya era fiambre. Hay mucha confusión entre la policía; están por todas partes y no es el mejor ambiente para acometer una averiguación sobre símbolos, laberintos y demás intríngulis.

- ¿Qué vas a hacer? Preguntó inquieta.

- Aunque no esté tocado por la sabiduría del Predicador Qo·hé·leth, continuaré con el plan previsto, le respondí con firmeza.

-¿Recuerdas lo que nos ocurrió en el Puig Campana? Cada vez que nos movemos sucede algo desagradable como para disuadirnos de que nos estemos quietos.

- Lo tengo en mente, sí. Se refería mi hermana a un terrible accidente acaecido años atrás durante una subida del grupo a la enigmática montaña. Permanecimos toda la noche a la intemperie, insomnes, frente a una hoguera. Al día siguiente apareció un escalador muerto.

- No sabes lo más fuerte. Prosiguió echando leña al fuego ¿Recuerdas el número que llevaba impreso a la espalda el montañero que apareció destrozado? 1869. Rarezas de la vida, es el año del primer asesinato en la catedral y ¡pásmate!, mira la fecha de ayer cuando apareció el paisano muerto y te caerás del susto.

- Pues sí que estaba poniéndose bonica la cosa. En esas coincidencias no había reparado pero no son de poca importancia. El azar, los dados y la casualidad o la sincronía, ¡anda que sí!

- Avísame si hay novedades. Y sobre todo cuídate, concluyó como una orden.

-Vale, hermana; no te preocupes.

Al llegar a la recepción del hotel la recepcionista me entregó una tarjeta: ha venido un inspector de policía y ha dejado dicho que quiere hablar con usted.

Le di las gracias con algo de disgusto. Si empezamos con tonterías… pensaba mientras recorría los escasos metros que separan el hotel de la catedral.

Atravesé la puerta de Santa María, también llamada del Perdón no sin antes elevar una mirada recelosa al símbolo sagrado. Me dirigía al claustro cuando en un instante se confirmaron mis sospechas: alguien me seguía.

Continuará