
Una operación de menisco le mantuvo alejado de la montaña por dos meses. Del asfalto le llegaban efluvios de espliego y de romero, y los escarceos producidos por las caprichosas lluvias de septiembre se le aparecían como rumor de manantiales.
No poder ir a la montaña pero vivir en la montaña: ese era su sino desde hacía ya mucho tiempo. De manera que aprendió a estar en ella sin haber subido y hasta el cansancio físico aparecía en el momento justo. Cogió sus utensilios, aparcó el coche como tantas veces había hecho cerca de la fuente conocida por lo lugareños como la Font del Molí y emprendió el ascenso. ¿Por dónde subiría? Por la derecha, sin duda, por la ruta más difícil aunque la más interesante, la de la torrentera también llamada de la pedrera.
Recordó la primera vez que subió con una mochila que pesaba casi 20 kilos; creyó que no lo conseguiría. Pero aprendió la lección y desde entonces se equipó con lo imprescindible. Tras una hora de primeros contactos con el entorno enfiló la pedrera. Aquel silencio siempre le pareció imposible a tan pocos metros de la bulliciosa ciudad de Benidorm. Decidió posponer la avenida de piedras para la bajada y subió por el pequeño sendero que había a su derecha.
Al poco rato se reencontró con ellos. Primero apareció “el guardián”, así lo había bautizado, una mole de roca caliza a mitad de camino entre el inicio de la pedrera y la primera cima; luego, cuatro o cinco pinos solitarios que emergían de la misma roca, y por último un rebaño de cabras que tenían por costumbre acercarse a los senderistas para lamerles el sudor.
Por fin, a la hora convenida, le vi llegar. Demudado, sudoroso y agotado por el esfuerzo pero feliz por estar allí una vez más.
(Continuará)
No poder ir a la montaña pero vivir en la montaña: ese era su sino desde hacía ya mucho tiempo. De manera que aprendió a estar en ella sin haber subido y hasta el cansancio físico aparecía en el momento justo. Cogió sus utensilios, aparcó el coche como tantas veces había hecho cerca de la fuente conocida por lo lugareños como la Font del Molí y emprendió el ascenso. ¿Por dónde subiría? Por la derecha, sin duda, por la ruta más difícil aunque la más interesante, la de la torrentera también llamada de la pedrera.
Recordó la primera vez que subió con una mochila que pesaba casi 20 kilos; creyó que no lo conseguiría. Pero aprendió la lección y desde entonces se equipó con lo imprescindible. Tras una hora de primeros contactos con el entorno enfiló la pedrera. Aquel silencio siempre le pareció imposible a tan pocos metros de la bulliciosa ciudad de Benidorm. Decidió posponer la avenida de piedras para la bajada y subió por el pequeño sendero que había a su derecha.
Al poco rato se reencontró con ellos. Primero apareció “el guardián”, así lo había bautizado, una mole de roca caliza a mitad de camino entre el inicio de la pedrera y la primera cima; luego, cuatro o cinco pinos solitarios que emergían de la misma roca, y por último un rebaño de cabras que tenían por costumbre acercarse a los senderistas para lamerles el sudor.
Por fin, a la hora convenida, le vi llegar. Demudado, sudoroso y agotado por el esfuerzo pero feliz por estar allí una vez más.
(Continuará)