¿Y si el mar no devolviera sólo cuerpos, sino también memorias?
¿Y si bajo las aguas de Mazarrón flotaran aún las palabras no dichas de antiguos navegantes?
¿Y si cada ola fuera un susurro de algo que una vez fue verdad?
El cuerpo apareció en la playa del Rincón. No como los cuerpos de las películas, no envuelto en redes ni con un tatuaje que contara su historia. No. Este cuerpo era limpio, apenas cubierto por una camisa desgarrada y el salitre. Tenía los ojos cerrados, pero no parecía inconsciente. Más bien, parecía esperar.
Un niño lo encontró. Se llamaba Elías y tenía once años. Llevaba una caña de pescar rota y una gorra con la visera despellejada. Se acercó con la serenidad de quien ya ha visto otras cosas, y le tocó el hombro con un palo.
-¿Está muerto? -preguntó en voz alta, como si alguien fuera a responderle.
El hombre abrió los ojos y se incorporó. Tenía la barba como de semanas, pero no parecía perdido. Miró alrededor, como si recordara el nombre del lugar a partir del sabor del viento. Y cuando habló, no fue para preguntar qué había pasado, sino para decir:
-Estoy en casa.
Se hacía llamar Salomón. Nada más. Ni apellido, ni lugar de procedencia. Hablaba un castellano extraño, con acentos que no eran de ninguna parte. Decía que había naufragado, que había visto una tormenta del tamaño de un continente, y que un delfín lo había empujado hasta la costa. Nadie le creyó, claro. Pero en Mazarrón hay cosas que se creen sin necesidad de pruebas.
La gente del puerto empezó a acostumbrarse a él. Ayudaba a reparar redes, recogía latas de la playa sin que nadie se lo pidiera y cada noche, antes de dormirse bajo una barca vieja en El Alamillo, recitaba palabras que parecían oraciones, aunque nadie supiera a qué dios se dirigían.
Un día, Elías -el niño de la caña rota- le llevó un cuaderno y un bolígrafo. Y Salomón comenzó a escribir.
Escribía en un idioma que nadie conocía. Las letras parecían olas. A veces rectas, a veces curvadas como espinas de pez. Escribía sin parar, como si la historia ya estuviera escrita dentro de él y solo necesitara una mano que la transcribiera.
Se decía que hablaba con el viento. Que las gaviotas se posaban cerca de él en silencio, como si le escucharan. Que, cuando la bruma subía desde el mar, sus ojos se volvían de un color violeta, y murmuraba nombres de mujeres que no habían nacido todavía.
Un anciano que había sido pescador y lector de Homero -un tal Julián, de Bolnuevo- afirmó una vez en la taberna que ese hombre no era un náufrago cualquiera, sino un heraldo. “Ha venido de otro tiempo”, dijo. “Ha cruzado no sólo el mar, sino los siglos”.
Se rieron de él. Pero después de esa noche, nadie volvió a ver al viejo Julián. Ni su bastón. Ni su radio.
Una mañana, Mazarrón amaneció sin mar.
Donde antes las olas besaban las piedras, solo quedaba una llanura de arena mojada y caracolas abiertas como bocas sorprendidas. El mar había retrocedido, como si respirara hacia dentro. Y allá, en el horizonte, donde deberían comenzar las aguas profundas, había algo. Una sombra. Una estructura. Una ciudad.
Salomón caminó hacia ella. Nadie se atrevió a seguirlo.
Caminó hasta que sus pies dejaron de tocar tierra. Pero no se hundió. Caminó sobre el agua, o el agua decidió sostenerlo, quién sabe. En la línea exacta en la que cielo y mar se funden, se volvió. Sonrió. Y alzó el cuaderno.
Las páginas volaron, dispersándose como aves asustadas. Algunas llegaron hasta la Plaza del Ayuntamiento. Otras fueron encontradas en las calas de Percheles. Una cayó, dicen, sobre la mano abierta de una estatua de la Virgen del Milagro, en la ermita de la Purísima.
Desde entonces, hay quien sueña en un idioma que no conoce. Hay quien escucha, al romper las olas, un nombre: Salomón.
Y hay quien cree -quién puede culparles- que en algún lugar, bajo las aguas quietas de Mazarrón, una ciudad dormida se ha despertado al fin.
¿Y si cada playa fuera el borde de un mundo que aún no sabemos leer?
¿Y si el verdadero mapa no estuviera en la superficie, sino en la memoria del agua?
Te propongo algo: la próxima vez que camines por la orilla, pon el oído al suelo. Quizá oigas pasos.
Quizá no estés tan solo.