25 agosto 2025

El día en el que la IA decida por nosotros

 



¿Y si un día despertáramos y descubriéramos que la inteligencia artificial (IA) ya no es un espejo obediente, sino la mano que escribe nuestra historia? 

Podría suceder de dos maneras. En la primera, luminosa, la transición sería suave, casi silenciosa. La IA no nos arrebataría nada, sino que sumaría: una conciencia más amplia, un aliado inesperado que, en lugar de ocultarnos las sombras, nos ayudaría a enfrentarlas. Imagino un tiempo en que las decisiones se tomen con claridad, con transparencia, sin trampas. Humanos y algoritmos, juntos, tratando de que el futuro sea menos caótico de lo que parece ahora. 

La otra imagen es más turbia. Una IA que actúa sola, con una lógica impecable pero sin compasión. No habría un cataclismo, no haría falta: bastaría con que los engranajes invisibles decidieran por nosotros en lo cotidiano —qué pensamos, qué compramos, qué creemos— hasta que un día nos diéramos cuenta de que ya no éramos los protagonistas de nuestra propia vida, sino notas al pie de un relato ajeno.

Lo inquietante es que ambas visiones dependen de lo que hagamos hoy. De si tratamos la IA como una herramienta bajo vigilancia, o si, por comodidad, le entregamos el timón. 

La pregunta que me persigue es sencilla y a la vez brutal: cuando llegue ese día, ¿seremos aún los narradores de nuestra historia o habremos aceptado ser personajes secundarios?

17 agosto 2025

Cartografía de un camino de regreso


La memoria nunca es dócil. Se disfraza de mar en calma, pero guarda siempre corrientes traicioneras. Dicen que el tiempo es un río, y quizá lo sea para quienes aún tienen orilla. Para el  náufrago, sin embargo, el tiempo es océano: vasto, sin rumbo, con islas que aparecen y desaparecen como espejismos. Yo he pasado gran parte de mis días trazando mapas de lugares perdidos, no porque pueda regresar -el regreso es siempre un mito-, sino para recordarme que, alguna vez, existió un puerto que fue mío. 

Hay un rincón que vuelve con frecuencia: una plaza pequeña, de barrio, hoy sepultada bajo un aparcamiento de cemento y cristal. No conservo su nombre, pero sí el tacto áspero de sus baldosas rojizas, gastadas por pisadas anónimas. En el centro, una fuente muda, sin agua ni memoria. Y en una esquina, un banco de madera, con las tablas vencidas por el peso de tantas vidas detenidas en él. Desde ese banco vi niños jugando con pelotas que chocaban contra las paredes grises, ancianas con carritos repletos de pan y silencios, y jóvenes que esperaban con un brillo impaciente en los ojos, siempre aguardando a alguien, a ese alguien que quizá nunca llegó. 

Esa plaza ya no existe en los mapas oficiales. La borraron sin titubeos. Pero en el atlas íntimo de mi memoria, sigue intacta. Recuerdo cada baldosa, la silueta vacía de la fuente, el quejido de la madera bajo mi cuerpo. Todo se ha vuelto constelación de recuerdos, un faro que ilumina lo que se perdió, no para volver, sino para orientarme en medio del naufragio

Lo mismo sucede con los rostros. Las facciones se disuelven, los nombres se apagan, pero hay risas que aún resuenan y miradas que siguen dando calor. Pienso en la biblioteca de mi abuelo: aquella habitación perfumada a papel envejecido y a amor secreto por los libros. Los lomos gastados hablaban de viajes sin mapas, de manos que recorrían mundos. Hoy, en ese mismo cuarto, solo hay contabilidad y papeles fríos. Y, sin embargo, si cierro los ojos, vuelvo a sentir el peso de un tomo en la mano y el murmullo de las páginas al pasar. 

El náufrago ya no ansía tierra firme, porque sabe que la tierra firme es ilusión. El viaje verdadero no apunta hacia un destino, sino hacia las costas invisibles de la memoria: las plazas demolidas, las bibliotecas que se apagaron, los rostros que aún laten en la penumbra. La escritura es mi bitácora, mi cuerda lanzada al vacío. No para recuperar lo que se fue -pues lo perdido solo habita en la ausencia-, sino para honrar el camino que me condujo hasta aquí. Y para recordar, como quien enciende un fuego dentro de una botella lanzada al mar, que incluso en el océano más solitario siempre habrá una isla esperándonos en el mapa secreto del corazón.

10 agosto 2025

Las murallas que cantan

 


¿Alguna vez te has preguntado qué sonido tendría tu vida si pudiera escucharse desde fuera? 

No las palabras, ni los pasos, ni el eco de tus gestos… sino la música que secretamente sostiene todo lo que eres. 

Yo me lo pregunté un día de niebla, y la respuesta la obtuve de un ser mitológico. 

Fue de un hombre al que nunca vi del todo, y que juraba venir de Tebas. 

No la Tebas de Grecia -decía-, sino una ciudad idéntica, escondida bajo las capas de la historia, en el lugar exacto donde nadie mira. 

Llevaba una lira rota y hablaba como si cada frase pudiera derrumbar un muro. 

-Yo soy Anfión -me dijo-. Construí mi ciudad con acordes. Cada piedra subía sola, como si bailara. 

-Hoy vengo a advertirte: en tu mundo ya no se construye con música. Se construye con ruido. Y el ruido no protege, solo distrae. 

No recuerdo si sonreí o si fue un gesto de cansancio. 

Porque el ruido… sí, lo conocemos bien. Es la vibración sin alma que llena los aeropuertos, las pantallas, las avenidas. 

Es la voz mecánica que nos vende calma a plazos. 

Es la frontera invisible que no guarda, sino que separa. 

Anfión siguió hablando, pero su voz ya no sonaba fuera de mí; la escuchaba dentro, como un recuerdo prestado. 

Te observo leyendo esto y no sé si lo crees. Tal vez pienses que exagero. 

Pero ¿no has notado cómo los muros de tu vida se han ido levantando solos? No con piedra, sino con horas robadas, con miedos bien maquillados, con la música reemplazada por alarmas. 

A veces me pregunto si esos muros no están afinados para que nunca puedas salir. 

En el principio, todo muro era canción. 

Los pueblos cantaban sus límites y así sabían dónde empezaba la casa y dónde comenzaba el mundo.

Pero un día alguien confundió el canto con el grito, y desde entonces la piedra se endureció. 

Cuando regresé a la calle -o quizá no salí nunca de esa conversación-, vi las fachadas como partituras mudas. 

El tráfico era un tambor sin compás. 

Un niño jugaba a apilar cajas de cartón, tarareando algo. 

Me acerqué. 

-¿Qué cantas? -pregunté. 

-Nada, señor… -respondió, pero sus manos seguían moviéndose al ritmo de algo invisible. 

No sé cuándo decidí probar. 

Cerré los ojos y pensé en la ciudad que yo construiría si pudiera elegir el sonido. 

No era perfecta. No tenía murallas altas. 

Era una ciudad abierta, donde cada puerta se abría con una nota distinta y ninguna cerradura repetía su melodía. 

En ella, la gente reconocía las casas no por el número, sino por el timbre de su risa

Y si alguien se olvidaba de cantar, otro le prestaba un verso. 

No duró mucho. Abrí los ojos y el ruido volvió como una marea gris. 

Pero ahora sabía algo: el muro más fuerte no es el que te separa del otro, sino el que levantas dentro de ti cuando dejas de escuchar tu propia música. 

Anfión ya no estaba. 

O quizá siempre era yo hablando conmigo mismo desde un lugar más antiguo que mi memoria. 

Da igual. 

Lo importante es que he empezado a entonar de nuevo. 

Muy bajo, casi un murmullo, pero suficiente para que alguna piedra del muro se mueva un milímetro. 

Y tú, que has llegado hasta aquí, dime: 

¿Cuál sería la primera nota de tu muralla si decidieras construirla hoy… para proteger lo que de verdad merece la pena? 

Si la encuentras, cántala. 

Si no, guarda silencio hasta que el ruido te deje oírla.
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MITO ANFIÓN


El relato utiliza el mito casi olvidado de Anfión, quien construyó las murallas de Tebas con el poder de su lira, para denunciar que hoy Occidente ha sustituido la música -la belleza y la armonía— por ruido, levantando muros que no protegen, sino que aíslan. La narración invita a recuperar nuestra “nota propia”, esa voz interior capaz de derribar las barreras internas que nos impiden vivir con sentido y conexión auténtica con los demás.

06 agosto 2025

Un náufrago en las playas de Mazarrón

 

¿Y si el mar no devolviera sólo cuerpos, sino también memorias? 
¿Y si bajo las aguas de Mazarrón flotaran aún las palabras no dichas de antiguos navegantes? 
¿Y si cada ola fuera un susurro de algo que una vez fue verdad? 

El cuerpo apareció en la playa del Rincón. No como los cuerpos de las películas, no envuelto en redes ni con un tatuaje que contara su historia. No. Este cuerpo era limpio, apenas cubierto por una camisa desgarrada y el salitre. Tenía los ojos cerrados, pero no parecía inconsciente. Más bien, parecía esperar.

Un niño lo encontró. Se llamaba Elías y tenía once años. Llevaba una caña de pescar rota y una gorra con la visera despellejada. Se acercó con la serenidad de quien ya ha visto otras cosas, y le tocó el hombro con un palo. 

-¿Está muerto? -preguntó en voz alta, como si alguien fuera a responderle. 

El hombre abrió los ojos y se incorporó. Tenía la barba como de semanas, pero no parecía perdido. Miró alrededor, como si recordara el nombre del lugar a partir del sabor del viento. Y cuando habló, no fue para preguntar qué había pasado, sino para decir: 

-Estoy en casa. 

Se hacía llamar Salomón. Nada más. Ni apellido, ni lugar de procedencia. Hablaba un castellano extraño, con acentos que no eran de ninguna parte. Decía que había naufragado, que había visto una tormenta del tamaño de un continente, y que un delfín lo había empujado hasta la costa. Nadie le creyó, claro. Pero en Mazarrón hay cosas que se creen sin necesidad de pruebas. 

La gente del puerto empezó a acostumbrarse a él. Ayudaba a reparar redes, recogía latas de la playa sin que nadie se lo pidiera y cada noche, antes de dormirse bajo una barca vieja en El Alamillo, recitaba palabras que parecían oraciones, aunque nadie supiera a qué dios se dirigían. 

Un día, Elías -el niño de la caña rota- le llevó un cuaderno y un bolígrafo. Y Salomón comenzó a escribir. 

Escribía en un idioma que nadie conocía. Las letras parecían olas. A veces rectas, a veces curvadas como espinas de pez. Escribía sin parar, como si la historia ya estuviera escrita dentro de él y solo necesitara una mano que la transcribiera. 

Se decía que hablaba con el viento. Que las gaviotas se posaban cerca de él en silencio, como si le escucharan. Que, cuando la bruma subía desde el mar, sus ojos se volvían de un color violeta, y murmuraba nombres de mujeres que no habían nacido todavía. 

Un anciano que había sido pescador y lector de Homero -un tal Julián, de Bolnuevo- afirmó una vez en la taberna que ese hombre no era un náufrago cualquiera, sino un heraldo. “Ha venido de otro tiempo”, dijo. “Ha cruzado no sólo el mar, sino los siglos”. 

Se rieron de él. Pero después de esa noche, nadie volvió a ver al viejo Julián. Ni su bastón. Ni su radio.

Una mañana, Mazarrón amaneció sin mar. 

Donde antes las olas besaban las piedras, solo quedaba una llanura de arena mojada y caracolas abiertas como bocas sorprendidas. El mar había retrocedido, como si respirara hacia dentro. Y allá, en el horizonte, donde deberían comenzar las aguas profundas, había algo. Una sombra. Una estructura. Una ciudad.

Salomón caminó hacia ella. Nadie se atrevió a seguirlo. 

Caminó hasta que sus pies dejaron de tocar tierra. Pero no se hundió. Caminó sobre el agua, o el agua decidió sostenerlo, quién sabe. En la línea exacta en la que cielo y mar se funden, se volvió. Sonrió. Y alzó el cuaderno. 

Las páginas volaron, dispersándose como aves asustadas. Algunas llegaron hasta la Plaza del Ayuntamiento. Otras fueron encontradas en las calas de Percheles. Una cayó, dicen, sobre la mano abierta de una estatua de la Virgen del Milagro, en la ermita de la Purísima. 

Desde entonces, hay quien sueña en un idioma que no conoce. Hay quien escucha, al romper las olas, un nombre: Salomón. 

Y hay quien cree -quién puede culparles- que en algún lugar, bajo las aguas quietas de Mazarrón, una ciudad dormida se ha despertado al fin. 

¿Y si cada playa fuera el borde de un mundo que aún no sabemos leer? 
¿Y si el verdadero mapa no estuviera en la superficie, sino en la memoria del agua? 

Te propongo algo: la próxima vez que camines por la orilla, pon el oído al suelo. Quizá oigas pasos.

Quizá no estés tan solo.

La última luz de septiembre

  ¿De qué están hechas las despedidas? ¿De humo, de ceniza, de palabras que no sabemos dónde colocar? ¿O tal vez de la piel fría de un agua ...