Desconozco la experiencia de otras personas pero en lo tocante a la mía propia, siempre que creí ver algo entre las sombras de la noche, aunque fuera de manera confusa, ese algo estaba allí. Me sorprendía una y otra vez entre pesquisas pero unos instantes más tarde se mostraba ante mis ojos sin sombra de duda lo que antes creí sólo entrever. Sucedía sobre todo en espacios abiertos donde objetos y personas coincidían y se entremezclaban en la penumbra.
Me despertó el resbalar tibio de unas gotas por mi frente. No había duda, era sangre. Mi pulso inició en segundos un galope que se moderó justo al sobrepasar el límite de la normalidad mientras mi vista, conmocionada por el impacto, se desvanecía en algún lugar impreciso del techo. Me sentí imposibilitado de incorporarme, más por culpa del miedo sobrevenido que por el incidente concreto del que desconocía su causa. Eran cerca de las diez de la mañana del domingo y la noche anterior había cenado con el mayor de mis hermanos y la menor de mis hermanas y bajo los efluvios del vino habíamos reído, como acostumbrábamos, al calor de los recuerdos edulcorados de la niñez e instigados por algunos chistes a los que profesábamos decidida afición.
- “La risa puede obrar el milagro de hacer la vida llevadera”, recordaba haber escrito en mi cuaderno de frases.
¿De dónde fluía la sangre? Escuché en cierta ocasión que del mismo manantial de la vida brota la muerte como una exhalación y que la muerte se metamorfosea con la vida para asestarnos el golpe de gracia. De maldita la gracia, claro. De la risa a la muerte transcurre un muy corto espacio de tiempo.
Seguía inmóvil como peonza que girara grácil desde su punto de equilibrio hasta desplomarse al perder su centro de gravedad. Un escalofrío recorrió mi cuerpo en oleadas sucesivas que lo iban enfriando. Imaginaba mi rostro del color de la ceniza y seguía sin poder tomar el control de la situación. Mi cerebro sobreactuaba y se sucedían en mi cabeza un cúmulo de pensamientos, a cual más veloz. No había duda, me estaba muriendo. A todos nos sorprenderá la muerte legos en la materia, admití resignado, a fin de cuentas, nacer y morir sólo ocurre una vez en la vida. Somos simples aficionados constreñidos por razones obvias a improvisar para no perdernos en un dédalo de sensaciones ignotas.
Me estaba muriendo y sin embargo podía escuchar los ruidos cotidianos de la casa y hasta mi llegaban los sonidos monótonos de la calle con su trasiego habitual. Intenté gritar pero la voz no llegaba a mi garganta ¿Cuánto tiempo me quedaría de vida?
La caricia de la tibia lengua de mi perrita reclamando su paseo me despertó.