29 junio 2008

Amanecer


Cuando era niño me gustaban los amaneceres. Pensaba entonces que siempre serían felices, pero el despuntar del día segundo de noviembre se presentó aciago y me dejó la marca imborrable que produce el sabor amargo de la decepción, como el poso que el vino deposita en el fondo de la botella.

El viejo tren serpenteaba a lo lejos y yo lo veía acercarse plomizo desde la estación donde esperaba a Rocío. En unos minutos estaríamos frente a frente, escudriñándonos con fruición las mejillas y evaluando con indisimulado pesar los estragos que ocasiona el tiempo, ese actor principal que se contonea entre surcos y se recrea en los ojos marcados a fuego con un mueca de congoja. ¿Cuándo fue la última vez que nos miramos?

Mientras Rocío llegaba recordé otra mañana de otoño. Ella lucía un rostro insolentemente juvenil y escarchado y la sonrisa afloraba fácil en cada gesto como la uva pisada que regala con fruición su néctar. Llegó hasta mí y la tomé de la mano, cálido roce en un mar de frialdades, conspiraciones y amenazas. Aquel día nos prometimos amor eterno. Eran otros tiempos.

Ya está aquí. Mientras desciende del tren busca mis ojos. Hoy su andar es más lento y su rostro no rezuma sonrisas. Sin embargo su fuerte personalidad se refleja en cada gesto incluso los más simples e involuntarios. Cansada; está cansada. Me besa y sonríe como quien entrega un regalo: "hola Juan. ¡Cómo pasa el tiempo! Tú estás igual pero yo… El tiempo es un verdugo impasible", comenta por lo bajo mientras nos dirigimos a la cafetería.

"Me gustaría vivir otra vez contigo", me confiesa al primer sorbo de café, ese sabor que odio… Guardo silencio. El bullicio de la estación y los ecos traviesos del corretear de unos niños por las escalinatas, rebotan en las paredes del andén. Me gustaría vivir otra vez contigo, Juan, escuché dentro de mi cabeza, con una resonancia sorda.

"A mi también me gustaría", me oí decir sin convicción mientras caminábamos hacia el convento cómplice de nuestros primeros encuentros de juventud.

Rocío quedó extasiada de admirar el claustro del monasterio cuando lo visitamos por primera vez. Mirada plácida, andar resuelto. El mundo entero estaba comprimido en ese espacio y todo le sonreía. En el aire el eco monótono y relajante de unos monjes que entonaban sus gregorianos rezos como incienso reparador. Efluvios de un ayer que golpean la cara de Rocío abrumada hoy por los estragos del devenir del tiempo.

Poco a poco la estación quedó atrás como migran las golondrinas en otoño. Rocío volvió a sonreír y yo recuperé el entusiasmo de otros tiempos. Me reconcilié con algunas ilusiones perdidas y descubrí que estaba cómodo en mi pueblo que era ahora mi hogar. Anduvimos a través de sus laberínticas callejas hasta caer rendidos.

"Juan", musitó Rocío al desvanecerse la tarde, "me gustaría vivir contigo". Tragó saliva y prosiguió, "pero me consume la nostalgia. Ya no somos los mismos de ayer".

Así era, ya no teníamos nada en común, salvo un ramillete de recuerdos. El cañamazo de pequeños detalles con el que tejimos nuestro amor yacía inservible en algún rincón.

"Me vuelvo a Madrid. Te escribiré. Cuídate, Juan".

El tren desapareció entre arreboles y con él se fue mi dicha que me dejó un sedimento de melancolía.

Desperté y eché de menos a Rocío. La felicidad dura lo que un vaso de vino que se bebe en compañía, sorbo a sorbo hasta el fin, pensé mientras me dirigía al cementerio.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Prometeo...
No tengo palabras.
Es precioso, una historia breve que te deja ver el pasado y el presente, el amor y el amar en el tiempo... la vida.
"pensé mientras me dirigía al cementerio" Un final de guinda, es poner con palabras unos puntos suspensivos donde descansar los pensamientos que nacen tras la lectura del texto.
Delicioso, Prometeo.
Dama del trapecio*

Prometeo dijo...

Muchas gracias, dama. Es usted un acicate impresionante y definitivo; luz mía, sol mío.

Un abrazo