Siempre había soñado con grandes mansiones. Casas inmensas, abandonadas a las afueras de algún pueblo olvidado, perdido y solitario. Casas medio derruidas, tristes y entristecedoras.
Eran siempre las mismas imágenes, el mismo deambular de una habitación a otra, de un piso a otro sin encontrar jamás su centro o la salida, para despertarme después con una sensación amarga y misteriosa.
Y ahora me encontraba allí, frente a una vieja casona que parecía surgida de la peor de mis pesadillas. El silencio reinante era roto por la percusión monótona de unos golpes lejanos producidos por algún campesino en su labor cotidiana allá abajo. Desde la colina que servía de asiento a la casa, se divisaba una llanura que moría en su abrazo con el cielo.
Franqueé el umbral de la puerta principal de doble hoja y una vez hube atravesado un ancho pasillo, accedí al patio interior. Troncos de palmeras abiertos por la mitad eran utilizados como bancos para sentarse, bajo unos árboles de hojas muy anchas que lo circundaban. En el centro, una gran mesa ovalada.
Desde el patio pude ver grandes ventanales en la fachada interior que semejaban ojos curiosos, abiertos unos y movidos por el viento; cerrados otros, embotados por la herrumbre del tiempo.
A través del orificio producido por un impacto en el cristal de una de las ventanas acerté a ver cruzar una fugaz sombra como el contorno de una silueta humana. Con paso decidido e inquietud creciente me encaminé hacia la escalera interior que me condujo a la primera planta.
Recorrí una a una las estancias y encontré todo desordenado, sucio y en completo abandono; no hallé ningún indicio de vida en aquél lugar. El crujir de la madera en el piso de arriba hizo que volviera sobre mis pasos para dirigirme raudo a la planta segunda de la casa.
Sigiloso me deslicé de una habitación a otra, atento al menor ruido. De pronto me sobresalté al oír a mi espalda un fuerte golpe como el de un cuerpo al caer. Volví la cabeza bruscamente y lo que allí me encontré me llenó de asombro. Al fondo, junto a la escalera y en su intento alocado por alcanzarla, yacía un hombre tendido boca arriba. Me acerqué a él justo en el momento en que pugnaba por incorporarse.
Tenía frente a mi a un hombre desaliñado de aspecto sombrío. Sus ojos, pequeños y apagados, conferían a su rostro un hálito de tristeza que me recordó a un pobre vagabundo que conocí años atrás.
Quedamos ambos perplejos y confusos. El pordiosero extrajo algo de un bolsillo y me lo acercó. Era un medallón que tenía dibujada en su centro una figura angélica alrededor de la cual aparecían grabadas las siguientes palabras: Omne ignotum pro magnífico est*. Sin mediar palabra y mostrando una destreza inusitada se incorporó y desapareció escaleras abajo. ¿Estaría encerrada en esa frase de Tácito la solución al enigma de mis sueños?
Eran siempre las mismas imágenes, el mismo deambular de una habitación a otra, de un piso a otro sin encontrar jamás su centro o la salida, para despertarme después con una sensación amarga y misteriosa.
Y ahora me encontraba allí, frente a una vieja casona que parecía surgida de la peor de mis pesadillas. El silencio reinante era roto por la percusión monótona de unos golpes lejanos producidos por algún campesino en su labor cotidiana allá abajo. Desde la colina que servía de asiento a la casa, se divisaba una llanura que moría en su abrazo con el cielo.
Franqueé el umbral de la puerta principal de doble hoja y una vez hube atravesado un ancho pasillo, accedí al patio interior. Troncos de palmeras abiertos por la mitad eran utilizados como bancos para sentarse, bajo unos árboles de hojas muy anchas que lo circundaban. En el centro, una gran mesa ovalada.
Desde el patio pude ver grandes ventanales en la fachada interior que semejaban ojos curiosos, abiertos unos y movidos por el viento; cerrados otros, embotados por la herrumbre del tiempo.
A través del orificio producido por un impacto en el cristal de una de las ventanas acerté a ver cruzar una fugaz sombra como el contorno de una silueta humana. Con paso decidido e inquietud creciente me encaminé hacia la escalera interior que me condujo a la primera planta.
Recorrí una a una las estancias y encontré todo desordenado, sucio y en completo abandono; no hallé ningún indicio de vida en aquél lugar. El crujir de la madera en el piso de arriba hizo que volviera sobre mis pasos para dirigirme raudo a la planta segunda de la casa.
Sigiloso me deslicé de una habitación a otra, atento al menor ruido. De pronto me sobresalté al oír a mi espalda un fuerte golpe como el de un cuerpo al caer. Volví la cabeza bruscamente y lo que allí me encontré me llenó de asombro. Al fondo, junto a la escalera y en su intento alocado por alcanzarla, yacía un hombre tendido boca arriba. Me acerqué a él justo en el momento en que pugnaba por incorporarse.
Tenía frente a mi a un hombre desaliñado de aspecto sombrío. Sus ojos, pequeños y apagados, conferían a su rostro un hálito de tristeza que me recordó a un pobre vagabundo que conocí años atrás.
Quedamos ambos perplejos y confusos. El pordiosero extrajo algo de un bolsillo y me lo acercó. Era un medallón que tenía dibujada en su centro una figura angélica alrededor de la cual aparecían grabadas las siguientes palabras: Omne ignotum pro magnífico est*. Sin mediar palabra y mostrando una destreza inusitada se incorporó y desapareció escaleras abajo. ¿Estaría encerrada en esa frase de Tácito la solución al enigma de mis sueños?
* Toda cosa desconocida se ve espléndida.
2 comentarios:
Hola Prometeo. Te leo a menudo pero nunca te había dejado un comentario. La verdad es que consigues imprimirle ese halo de misterio a tus escritos y eso me gusta.
Felicidades por tu blog.
Saludos
Desde Murcia, un abrazo de Pedro López
Muchas gracias, Pedro. Voy mucho por Murcia.
Saludos
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