21 mayo 2025

El tiempo, una cuestión inacabada

Hay cosas que parecen sencillas hasta que uno se detiene a pensarlas. El tiempo, por ejemplo. Se lo suele imaginar como una línea —una recta que empieza en algún lugar y se pierde en otro—, pero… ¿y si no fuera así? San Agustín en el siglo V d.C. planteó un famoso enigma sobre el tiempo: "Si nadie me lo pregunta, lo sé; si me lo preguntan, no lo sé". 

A veces parece un río, otras una espiral, otras un bucle que se repite. Y otras, simplemente, un silencio. Un paréntesis. Una pausa. 

El paso del tiempo es extraño. Se mueve sin moverse, avanza incluso cuando todo está quieto. Cambian los rostros, los nombres, los tonos de voz. Se desgastan los objetos, las ideas, las certezas. Y sin embargo… algo permanece. Algo que no tiene nombre pero que se reconoce, como una música que sigue sonando después de apagar el reproductor. 

El tiempo, ese concepto extraño, no se deja clasificar. Hay días que duran un suspiro y otros que se alargan como una sombra en invierno. No es constante, aunque lo pretendan los relojes. Hay minutos que pesan como piedras. Otros, que se escapan como si nunca hubieran existido. 

Y no se detiene. Esa es quizá su única fidelidad: no se detiene. 

Dicen que cura, que pone todo en su sitio. Pero también arrasa. Desordena. Borra sin preguntar. ¿Quién no ha perdido algo —o alguien— por el simple hecho de que el tiempo siguió corriendo? No porque estuviera mal. No porque debiera acabar. Solo porque… pasó. 

 En ese tránsito continuo, se acumulan los restos de todo lo que ya no es.

11 mayo 2025

Puebla Marina XIII: el umbral de las campanas lentas

 


¿Alguna vez has sentido que el tiempo se detiene justo antes de que ocurra algo importante, como si el universo mismo contuviera el aliento? 

Aquel amanecer en Puebla Marina llegó con un silencio que no era ausencia de ruido, sino presencia de algo más hondo. El cielo aún no se había decidido entre el azul y el ámbar, y en ese lapso flotaban las campanas de la ermita, que sonaban como si vinieran de otro siglo, o de otro corazón. 

La bruma -esa vieja narradora que no necesita palabras- descendía por las callejuelas como una promesa incumplida. La plaza aún dormía, pero en la herrería de Julián una luz temblorosa luchaba por imponerse. Dicen que esa mañana forjaba algo distinto: no era una aldaba, ni una bisagra, sino una llave. Nadie sabía aún qué abriría. Ni él mismo. 

Fue entonces cuando apareció la niña. No era de allí, pero tampoco parecía forastera. Tenía el cabello como el musgo viejo y los ojos como el mar antes de la tormenta. Nadie recordaba haberla visto entrar, y sin embargo caminaba con la soltura de quien conoce las sombras de los tejados y el crujir de cada adoquín. Se detuvo justo en medio de la plaza, alzó la vista hacia la torre de la iglesia y, sin decir palabra, colocó una piedra blanca sobre la fuente. 

Una sola piedra. Lisa. Pulida. Casi lunar. 

 Quienes la vieron —pocos y callados como siempre en Puebla Marina— aseguraban que la niña susurró algo, pero nadie pudo precisar si lo hizo en voz alta o si fue el pensamiento de cada uno lo que la tradujo. 

Después, desapareció. Nadie la vio marcharse. Nadie supo su nombre. 

Y, sin embargo, desde aquel día, las campanas suenan más lentas. 

Hay quien dice que Puebla Marina tiene un corazón enterrado en algún lugar del pueblo, y que late cuando alguien ha de despertar del todo. Que la piedra blanca es una señal, un recordatorio para aquellos que aún creen en la música del misterio. Que no todo se mide en horas, sino en umbrales.

Desde entonces, cada madrugada, algunos insisten en escuchar. Por si acaso. Por si la niña regresa. Por si alguien encuentra la cerradura que aguarda la llave de Julián. O por si, simplemente, el silencio vuelve a hablar.


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24 abril 2025

Sandra


Hay personas que entran en tu vida con la delicadeza de una canción antigua. No hacen ruido, no buscan protagonismo, no se imponen. Llegan, simplemente. Y cuando te das cuenta, ya están ahí, en tu historia, como una página escrita con tinta indeleble. 

Sandra es así. 

Una de esas personas que no necesitan levantar la voz para que el mundo escuche. Que abraza con los ojos, que sostiene con la palabra justa, que está incluso cuando no puede estar. Hace un tiempo, el destino —caprichoso, cruel a veces— decidió tatuarle una enfermedad. Una de esas que no se pronuncian fácilmente, porque duelen, porque parecen querer ponerle fecha de caducidad a todo. 

Pero ella… ella no se rindió. La enfermedad no la definió. La desafió. 

Y entonces fue cuando la vi más viva que nunca. 

Su risa —esa risa suya que suena como campanillas entre los árboles— siguió escapando entre las grietas del dolor. Sus ojos, aun cansados, siguieron buscando belleza en los lugares más pequeños: en una taza de té compartida, en un mensaje inesperado, en la voz de un amigo que llama solo para decir: “Estoy contigo”. 

La he visto sostener su mundo con manos temblorosas pero firmes. La he visto caerse y levantarse. La he escuchado hablar de su miedo con una honestidad que rompe y sana al mismo tiempo. Y la he admirado, profundamente, sin saber muy bien cómo decírselo sin que parezca que la estoy despidiendo. 

Porque no lo estoy. No quiero. No puedo. 

Esto no es un adiós. Esto es un gracias. 

Gracias por enseñarme que la vida no se mide en años, sino en instantes compartidos. Que el coraje no siempre grita, a veces simplemente respira. Que el amor —el verdadero amor entre amigos— es ese que no huye, que no pide explicaciones, que se queda. Incluso cuando no entiende. Incluso cuando duele. 

Si estás leyendo esto, amiga mía, solo quiero que sepas que te llevo conmigo. Que hay una parte de mí que se parece a ti desde que te conocí. Que, si un día, tus fuerzas flaquean, yo recordaré por ti todas las veces que fuiste faro para los demás. Porque lo sigues siendo. Porque lo serás siempre. 

Aquí estoy. Contigo. Para lo que venga. Hasta donde tú quieras. Hasta donde tú puedas. 

 Con todo mi amor, José María

22 abril 2025

El camino de la vida

Es curioso cómo los senderos se bifurcan en la vida, unas veces de forma previsible, otras de manera inesperada, casi como si el destino jugase a sorprendernos. Este "Camino de la vida" no pretende ser un mapa cerrado, sino más bien una invitación a caminar con los ojos bien abiertos, con el corazón dispuesto a asombrarse y con la mente abierta a los aprendizajes que cada recodo nos ofrece.

Desde pequeños nos enseñan a avanzar por rutas ya trazadas: estudiar, trabajar, formar una familia... Sin embargo, hay quienes se atreven a desandar los caminos establecidos para crear el suyo propio. Estos valientes descubren que el verdadero viaje no consiste en llegar rápido, sino en detenerse cuando es necesario, contemplar el paisaje, y a veces, incluso retroceder para coger impulso.

El camino de la vida está lleno de encuentros. Algunos pasajeros, otros que se quedan para siempre en nuestras mochilas emocionales. Son esos compañeros de ruta quienes nos aportan perspectivas nuevas, nos enseñan a mirar desde otros ángulos y nos acompañan en las travesías más inciertas.

No faltan tampoco las piedras en el camino. Tropiezos que duelen, que nos hacen cuestionar si estamos en la senda correcta. Pero incluso esas dificultades, si las miramos con sabiduría, se convierten en maestros silenciosos que nos enseñan a levantar la vista y seguir adelante con paso más firme.


Por eso, este camino no se recorre con un calendario en la mano, sino con brújula interna. Es un sendero donde cada uno marca su ritmo, elige sus pausas, celebra sus logros y aprende de sus caídas. Donde la meta no está al final, sino en cada paso que damos con conciencia y plenitud. 

Así que, al caminar por la vida, no olvides mirar alrededor, agradecer por cada jornada y, sobre todo, disfrutar del viaje. Porque al final, cuando miremos atrás, descubriremos que el verdadero destino no era un lugar, sino las huellas que dejamos en cada tramo recorrido. 


"Todos nacemos en la orilla del misterio…"

"…y nadie ve el sendero hasta que decide avanzar."

"Cada paso que das… dibuja tu destino."

"Camina… y el universo caminará contigo."

"El camino de la vida no se ve. Se construye."





06 abril 2025

El escondrijo de las preguntas olvidadas

 

Hay un rincón, un repliegue secreto del alma, donde guardamos las preguntas que no sabemos responder. Las dejamos allí, como quien esconde una carta sin abrir, temiendo que las palabras que contenga puedan cambiarnos irremediablemente. 

A veces lo sospechamos: es una esquina polvorienta de nuestras esperanzas, una grieta en la costumbre. Pero evitamos mirarla de frente, como si contemplar esa pequeña fractura fuese a desatar un alud de certezas incómodas. 

La vida, mientras tanto, sigue su curso como un río que parece apacible en la superficie, pero que arrastra remolinos invisibles en el fondo. Y nosotros nos dejamos llevar, tal vez por miedo a zambullirnos en esas aguas inciertas donde flotan los sueños ahogados de otros tiempos. 

Hoy he querido detenerme, y te invito a hacerlo también. A preguntarnos qué escondemos allí, en ese escondrijo al que casi nunca nos asomamos. 

Quizá es un viejo proyecto, un deseo postergado, una llamada interior que silenciamos cada día con el ruido de las urgencias cotidianas. 

Lo curioso es que, cuanto más ignoramos esas llamadas, más fuerza parecen cobrar en la penumbra. Hasta que una mañana cualquiera —como podría ser esta— nos despiertan con un susurro imperceptible pero tozudo: ¿Y si lo intentaras al menos una vez más? 

No te propongo una revolución ni un salto al vacío, no. Te propongo un gesto sencillo pero poderoso: rescata una de esas preguntas olvidadas. Solo una. Sácala al sol. Dale una oportunidad de respirar aire limpio. Escríbela, dibújala, murmúrasela al viento.  Hazla visible. 

Y, si te atreves, cuéntamela. Porque tal vez, solo tal vez, descubras que en compañía es más fácil descifrar los enigmas que nos mantenían cautivos. 

  #AndanzasDeUnNáufrago #Reflexiones #PreguntasOlvidadas #ViajeInterior #RetoPersonal #Náufrago


03 abril 2025

Puebla Marina XII: el enigma de la brújula dorada




La encontré donde nadie deja nada. En esa curva de la playa que el viento barre con desgana, como si quisiera ocultar más que mostrar. Una brújula oxidada, pero todavía hermosa, como si alguien la hubiese olvidado a propósito bajo las piedras húmedas.

No apuntaba al norte. O sí. Pero a un norte que ya no está. A un lugar que, por algún motivo, dejó de existir o cambió de sitio sin avisar. La aguja giraba lenta, temblando apenas, como si dudara de sí misma.

Me la llevé en silencio, como quien recoge un secreto ajeno sin saber si va a doler. Esa noche llovió despacio. En la calle, el hombre de la bicicleta cruzó la plaza por tercera vez, sin prisa. La farola que parpadea junto al café encendió su luz roja —la que sólo aparece cuando algo va a cambiar.

No fui al puerto. No subí al mirador. Solo caminé hasta el banco azul, el de la esquina donde se sientan los que ya no esperan. Allí, mientras la niebla empezaba a subir desde el suelo, abrí la brújula y vi que por fin se había detenido.

Apuntaba hacia el oeste. Hacia el faro que ya no gira. Hacia el espigón donde desapareció la mujer del sombrero blanco.

Puebla Marina siempre encuentra la forma de recordarte que no has terminado con ella.

El viento trajo olor a sal y a algo más antiguo. A madera húmeda. A tinta en papel mojado. A cartas que nunca llegaron.

Y la aguja, quieta. Esperando. Como si supiera que esta vez no iba a ir solo.

30 marzo 2025

El vuelo del águila (IV)


El cielo no siempre está despejado. A veces se torna de un gris pesado, como si llevara siglos suspendido sobre las alas del tiempo. El águila, en lo alto de una cornisa que desafía al abismo, entrecierra los ojos y deja que el viento le hable en su lengua de corrientes y presentimientos.

No tiene prisa. Nunca la tuvo. Sabe que en la espera también se aprende a volar.

Bajo ella, el mundo gira con su ruido de relojes y hombres, de metas sin alma y palabras huecas. Ella observa. Escucha. Percibe. No es su momento aún, pero lo será. Porque siempre llega.

El águila no huye de las tormentas. No baja al valle para buscar abrigo entre ramas ajenas. Ella se queda. Quietud poderosa, firmeza que no necesita gritar. Espera a que el viento cambie, a que la nube se deshaga, a que el trueno se canse de asustar.

Entonces, sin anunciarse, se lanza.

El aire, al encontrarla, se estremece. La corriente la reconoce como su igual y la alza sin esfuerzo. Y ella, con las alas abiertas como puertas al infinito, atraviesa la espesura de las alturas. No vuela para huir. Vuela porque ha nacido para hacerlo.

Y en ese vuelo —que no es huida ni destino, sino puro presente— se revela la verdad de su esencia: no hay cima ni fondo cuando se ha conquistado el cielo interior.

A lo lejos, los que no comprenden la miran con admiración callada. No saben que ella también dudó, también tembló. No vieron las noches de vigilia, los silencios como nidos vacíos, los días sin vuelo. Solo ven ahora la figura majestuosa que surca el azul como si no conociera otra forma de vivir.

Pero el águila sí lo sabe. Y por eso su vuelo es tan alto. Porque ha caído, ha esperado… y ha vuelto a elegir el cielo.

El tiempo, una cuestión inacabada

Hay cosas que parecen sencillas hasta que uno se detiene a pensarlas. El tiempo, por ejemplo. Se lo suele imaginar como una línea —una recta...