Para cuando me hube desembarazado del encuentro con el vigilante ya no quedaban en el cielo sino unos minúsculos resplandores, evanescencias de lo que apenas hacía unos minutos fue día esplendoroso y ahora, noche cerrada.
Avancé unos pasos por el sendero abierto entre unos árboles cuando hasta mi llegó un repetitivo ruido sordo que se agrandaba desde la lejanía. Era una especie de tam tam, como un mantra líquido que me mantuvo alerta. De pronto, un objeto, que podía ser un animal, cruzó frente a mi, de izquierda a derecha hasta fundirse con la negrura. Valle de la muerte, no sé; de los sustos, seguro.
Poco a poco mis palpitaciones se fueron normalizando y tras evaluar la situación pensé que no era conveniente volver sobre mis pasos, si bien debía estar alerta porque desconocía la clase de broma, juego o desafío con la que había de enfrentarme.
De pronto llegó hasta mi en oleadas sucesivas un viento apacible que me hizo aminorar el paso de forma instintiva hasta detenerme por completo. Ese leve susurro desató en mi cabeza una cadena de pensamientos y algún temor. Fue como una premonición porque inmediatamente escuché a mi izquierda como el fragor del combate de dos felinos. Me desplacé sigiloso buscando el origen de la refriega, como abducido por aquel ruido extraño. El clamor era cada vez más intenso pero no acertaba a ver nada. Al fin, dos resplandecientes pupilas azabache atraparon mis ojos. Un instante después, lo que supuse felino, emitió un extraño gruñido y saltó por sobre mi cabeza para desaparecer en la negrura. En su huída había arañado mi cara. Un hilo líquido resbaló de la frente abajo y aunque no podía verlo supuse bien que se trataba de sangre, como más tarde comprobé.
Lo cierto es que tuve que hacerme a la idea de que me hallaba solo en una tierra inhóspita, llena de peligros y en una oscuridad total. Hasta tanto no llegaran las primeras luces no podría tomar decisiones y explorar el terreno. De manera que me dediqué a buscar un árbol grande y frondoso donde pasar la noche al abrigo de sus ramas y fuera del alcance de fieras y otros posibles peligros que merodeaban la noche. En mis correrías siempre llevaba junto con mi mochila un arnés para colgarme de un árbol con la suficiente envergadura como para soportar mi peso. El arnés era tipo hamaca con sujeción de la cabeza y me permitía estirar y apoyar las piernas en una rama para evitar los problemas de bloqueos motivados por la falta de riego sanguíneo.
Después de caminar a tientas unos pocos metros, vi que frente a mi, se alzaba una negrura más consistente y espesa por lo que supuse que había encontrado lo que buscaba. El tronco principal del árbol medía más de un metro de diámetro. Había dos opciones: lanzar la cuerda hasta liarla a una rama o esperar que el tronco tuviera las suficientes rugosidades o ramas secas como para trepar por él. De acuerdo a las condiciones de visibilidad, la segunda opción era la más segura, de manera que intenté la escalada y me sorprendí de lo rápida y fácil que fue. Cuando estuve a unos veinte metros del suelo encontré varias ramas fuertes como para soportar mi peso. Anudé la cuerda en una de ellas, la más alta de manera que el arnés me permitiera apoyar las piernas en otra rama que quedara a la altura. No estaba mal. Los ruidos quedaban amortiguados mientras las estrellas titilaban allá en la lejanía.
Yo me duermo de pie; si estoy bien acomodado, para qué hablar. Recuerdo que en la mili estaba un día de guardia y hacía la ronda de una garita a la otra. Me quedé dormido y me desperté cuando tenía la cabeza a escasos centímetros del suelo. No es guasa. Pero en el Valle de la Muerte no me dormí. Apoyé la cabeza y estiré las piernas y todavía hoy le busco explicación a lo que allí ocurrió.
Sigue