Cueva en la isla
El mar inmenso, una isla remota, o unas ruinas melancólicas habían sido siempre para mi como la magdalena de
Proust, el cedazo con el que filtrar la realidad para acomodarla a mi predilección más íntima.
Viví junto al mar infinito desde la edad de cuatro años cuando tenía miedo de resbalarme en la arena y la leve inclinación de la playa provocada por el batir constante de las olas, me producía cierta zozobra.
La isla ignota fue un presagio que me persiguió toda la vida mientras espantaba los fantasmas de espejismos y ensoñaciones originados por las aletargadas siestas de la adolescencia.
Una casa en ruinas con muchas estancias destartaladas fue el sueño recurrente que tuve que sobrellevar durante toda mi juventud.
Y allí estaba ahora,
perdido y solo en aquella isla, mancha en el océano, donde el cielo era la cúpula chispeante de la casa en ruinas que era mi vida. Sólo mi perrita con su algarabía habitual desbarataba la secuencia rutinaria de cada jornada.
“
Busca la entrada secreta”, percutía tercamente en mi cerebro mientras
Siri se acercaba a mi con la excitación de algún encuentro inesperado que eran todos, pues en la isla no esperábamos visita. Cuando
Siri quería llamar mi atención ladraba sólo una vez y se sentaba a esperar. Si no le hacía caso, al rato, volvía a ladrar una sola vez y esperaba. En esta ocasión parecía nerviosa más de lo habitual. Se detuvo ante mi y ladró una sola vez. Luego echó a correr en dirección a la parte de atrás de la cueva que acabábamos de abandonar. Como no tenía nada que hacer y además deseaba encontrar esa puerta secreta no perdía nada con seguirla y así lo hice. Al dar la vuelta a la roca dimos con un hoyo no muy profundo de unos diez metros de diámetro camuflado entre los arbustos. Nos acercamos a la parte más próxima a la roca y sin pensarlo dos veces
salté. Pero
el suelo se abrió ante el contacto de mis pies y caí por un agujero. Grité durante mi caída y
Siri al oír mi grito también saltó a escasos centímetros, pero el suelo aguantó bien sus diez kilos y se mantuvo erguida sobre el suelo mientras observaba inquieta mis dificultades para ponerme de pie a unos dos metros y medio o tres metros de profundidad.
La luz producida por la abertura que provocó mi cuerpo al caer empezó poco a poco a desbaratar la penumbra que lo envolvía todo. De pronto tuve la sospecha de que
no estaba solo. A mi derecha observé un bulto y al fondo una mancha todavía más negra. Extendí instintivamente la mano para tocarlo. Su tacto era frío y como de piedra pero el relieve me sobresaltó.
Parecía un cráneo humano y eso era. Me desplacé en dirección a la mancha más oscura que había detrás y me encontré con algo parecido a una entrada cubierta de una especie de musgo y ramas secas.
Era una puerta y lo que había amontonado delante de ella eran los restos antiguos de un aventurero que tuvo la mala fortuna de dar con sus huesos en aquella isla.
Mi perrita ladraba ahora sin tregua. Me buscaba. La llamé y me acerqué a la hendidura. Al verme
saltó por el hueco. La cogí por unos centímetros, pero ella estaba acostumbrada porque con apenas unas semanas de vida se tiró desde la mesa de planchar al suelo y salió ilesa.
Ya estábamos todos. Un silencio pesado sustituyó al nerviosismo de hacía unos minutos.
Siri se entretuvo olisqueando cada rincón de la gruta y
yo discurría la manera de franquear aquella puerta.
Continuará