
Dice Fernando Pessoa en su obra más conocida, el Libro del desasosiego, que la vida es como una isla de náufragos rodeada por el inmenso mar de la muerte.
La metáfora es tan evocadora como fascinante y ahora que el verano se aleja desplazado por las primeras brisas de noviembre la muerte viene a visitarnos con flores y macetas donde, ajena a la palidez de las tardes otoñales, la vida reverdece terca en el polvo del que formamos parte y al cual regresaremos en un abrir y cerrar de ojos. Cara y cruz, sombra y luz: la muerte.
Nos miran; los muertos nos miran; sonríen también ante los insomnios de quienes nos creemos vivos porque contemplamos el mundo desde el miedo, la ironía y la rutina. Pero la muerte ha desarrollado el hábito de clavar el aguijón y marcharse como quien no quiere la cosa. La muerte, caprichosa compañera, terca aguafiestas, filo de guadaña, centinela siempre alerta.
Desfilan nuestros difuntos por el mosaico de los recuerdos, lápidas vivas del tiempo. Si ayer se fueron Paco, Víctor, José Mª, Isabel, Emilio…, mañana otros romperán el cordón umbilical, hilo de Ariadna, salvoconducto entre el más acá y el más allá. Nuestros muertos giran el semblante al infinito con un gesto glacial y enigmático, sospechamos que también desdeñoso ante el mundo que dejaron. Por entre el claroscuro de la muerte cruzaron el umbral, recorrieron el laberinto, peleando tormentas en su regreso a Ítaca.
Pero no enmudecieron del todo. Con nosotros quedó su gesto, su mirada, su voz que todavía reverbera en los tibios claustros del silencio que es el sedimento de la palabra cuando las gargantas se olvidan de producir sonidos. Dulces recuerdos, tercos pesares, obstinados reproches: no estuve con él o ella lo suficiente, me perdí sus últimos años (o los primeros); la vorágine, el ruido, las ocupaciones… ; me echó de menos y yo no estuve allí...
Creíamos que la vida era un campo de estrellas pero cada poco tiempo nos ronda la santa compaña de la muerte con su corolario de emociones, de heridas que supuran entre la sístole y la diástole, tercas agujas del reloj de nuestro corazón, ese tarro de las esencias, tantas veces sin brújula y pilotado por un torpe timonel.
Se amontona el grano en las eras de la vida y sirve a los pájaros de pitanza. Nuestros difuntos caminaban de pie por este mundo mágico, llenaban los graneros y un día aciago doblaron el espinazo. Pero están vivos en la memoria y se quedaron con nosotros para ser el interrogante, el ejemplo, la campana de ermita, la curva del laberinto, piedra luminosa en el empedrado de estrellas de la vía láctea.
Se trataba de una caminata de un rato y creímos que había toda una vida por delante. Tenemos miedo de la muerte porque todavía no hemos comprendido la vida. Aguas de un mismo río vivimos bajo el espejismo de la separación. Paz para ellos, nuestros difuntos tan presentes. Todavía escuchamos sus cantarinas risas y tenemos memoria de los ratos felices vividos en su compañía. Mil gracias. Siempre estaréis en nuestro corazón.