La encontré donde nadie deja nada. En esa curva de la playa que el viento barre con desgana, como si quisiera ocultar más que mostrar. Una brújula oxidada, pero todavía hermosa, como si alguien la hubiese olvidado a propósito bajo las piedras húmedas.
No apuntaba al norte. O sí. Pero a un norte que ya no está. A un lugar que, por algún motivo, dejó de existir o cambió de sitio sin avisar. La aguja giraba lenta, temblando apenas, como si dudara de sí misma.
Me la llevé en silencio, como quien recoge un secreto ajeno sin saber si va a doler. Esa noche llovió despacio. En la calle, el hombre de la bicicleta cruzó la plaza por tercera vez, sin prisa. La farola que parpadea junto al café encendió su luz roja —la que sólo aparece cuando algo va a cambiar.
No fui al puerto. No subí al mirador. Solo caminé hasta el banco azul, el de la esquina donde se sientan los que ya no esperan. Allí, mientras la niebla empezaba a subir desde el suelo, abrí la brújula y vi que por fin se había detenido.
Apuntaba hacia el oeste. Hacia el faro que ya no gira. Hacia el espigón donde desapareció la mujer del sombrero blanco.
Puebla Marina siempre encuentra la forma de recordarte que no has terminado con ella.
El viento trajo olor a sal y a algo más antiguo. A madera húmeda. A tinta en papel mojado. A cartas que nunca llegaron.
Y la aguja, quieta. Esperando. Como si supiera que esta vez no iba a ir solo.
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