30 marzo 2025

El vuelo del águila (IV)


El cielo no siempre está despejado. A veces se torna de un gris pesado, como si llevara siglos suspendido sobre las alas del tiempo. El águila, en lo alto de una cornisa que desafía al abismo, entrecierra los ojos y deja que el viento le hable en su lengua de corrientes y presentimientos.

No tiene prisa. Nunca la tuvo. Sabe que en la espera también se aprende a volar.

Bajo ella, el mundo gira con su ruido de relojes y hombres, de metas sin alma y palabras huecas. Ella observa. Escucha. Percibe. No es su momento aún, pero lo será. Porque siempre llega.

El águila no huye de las tormentas. No baja al valle para buscar abrigo entre ramas ajenas. Ella se queda. Quietud poderosa, firmeza que no necesita gritar. Espera a que el viento cambie, a que la nube se deshaga, a que el trueno se canse de asustar.

Entonces, sin anunciarse, se lanza.

El aire, al encontrarla, se estremece. La corriente la reconoce como su igual y la alza sin esfuerzo. Y ella, con las alas abiertas como puertas al infinito, atraviesa la espesura de las alturas. No vuela para huir. Vuela porque ha nacido para hacerlo.

Y en ese vuelo —que no es huida ni destino, sino puro presente— se revela la verdad de su esencia: no hay cima ni fondo cuando se ha conquistado el cielo interior.

A lo lejos, los que no comprenden la miran con admiración callada. No saben que ella también dudó, también tembló. No vieron las noches de vigilia, los silencios como nidos vacíos, los días sin vuelo. Solo ven ahora la figura majestuosa que surca el azul como si no conociera otra forma de vivir.

Pero el águila sí lo sabe. Y por eso su vuelo es tan alto. Porque ha caído, ha esperado… y ha vuelto a elegir el cielo.

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