27 julio 2025

La isla con wifi


 ¿Has sentido alguna vez que estás acompañado por todas partes, pero no hay nadie? 

Me ocurrió ayer, mientras cenaba solo, con el móvil sobre la mesa -ese tótem brillante- que nos ofrece la promesa de no estar nunca del todo fuera del mundo. Lo desbloqueé, miré los mensajes, dejé que me rozaran las notificaciones como si fueran olas suaves en los tobillos... y, sin embargo, no había nadie allí. 
O quizá sí. Pero nadie conmigo. 

A veces creo que vivimos rodeados de faros apagados. Todos conectados, todos emitiendo señales, pero sin la menor intención de encontrarse. Como si en vez de mapas lleváramos laberintos, y en lugar de brújulas, espejos. 

Imagina un náufrago moderno: no hay cocoteros ni diario de a bordo. En su isla hay cobertura 5G, tiene acceso a toda la información del mundo, y aún así, anhela algo más primitivo: una voz que no tenga eco. Un silencio compartido. Una presencia no pixelada. 

Y me doy cuenta de que yo también soy ese náufrago. Que muchas veces prefiero escribir una publicación antes que llamar. Que me es más fácil poner un emoji triste que decir "me siento solo". Que las palabras, tan serviciales ellas, también saben esconder. 

No sé tú, pero yo echo de menos los silencios incómodos de las cafeterías con alguien delante. Los paseos donde no hay nada que mirar salvo el rostro del otro. Echo de menos la lentitud de las cartas, la caligrafía como huella, la espera como forma de cariño. 

Hay una imagen que me ronda. La del vaso de cristal azul, tan transparente como engañoso. Parece lleno, pero no lo está. Refleja la luz, pero no la retiene. Así me siento muchas veces frente a la pantalla: como ese vaso. Iluminado, pero vacío. Lleno de reflejos ajenos que no calman la sed. 

Y no es que la tecnología sea el problema. El problema, quizás, es que ya no sabemos estar presentes sin mediadores. Nos hemos convertido en traductores de nosotros mismos: subtitulamos nuestras emociones, filtramos nuestras reacciones, programamos nuestras respuestas. 

¿Qué pasaría si un día salieras de casa sin el teléfono? Sin mapa, sin brújula, sin mensajes pendientes. ¿Serías capaz de soportar tu propia compañía? ¿Qué parte de ti te encontraría en el reflejo de una charca o en la mirada de un desconocido? 

Quizá la próxima vez que entres en una red social, te preguntes: ¿estoy aquí para encontrarme o para evitarme? 

Y tú, lector, ¿qué soledad has conectado hoy sin darte cuenta? 

Déjala reposar. No respondas aún. Mejor apágalo todo y sal a caminar conmigo.

19 julio 2025

La luz que se filtra por las persianas

 


¿Y si casi todo lo que vivimos fuera apenas niebla? ¿Una sucesión de gestos que se disuelven antes de asentarse, como las olas que mueren sin nombre en la orilla? Y, sin embargo, hay momentos que se quedan. No sé por qué. No hacen ruido. No traen promesas. Solo aparecen. 

Esta mañana he recordado uno. No tiene historia. Solo un rectángulo de luz temblando sobre el mantel y el vapor del café dibujando algo en el aire, como si escribiera en un idioma que solo entiende el olvido. Nada más. Pero ahí estaba, intacto. 

Y me he preguntado: ¿por qué persisten esas imágenes que no significan nada… o lo significan todo? ¿Por qué vuelve a mí la sombra de una enredadera moviéndose al compás del viento en una pared que ya no existe, y no la voz de quien se fue sin que supiéramos cómo despedirnos? 

Quizá la memoria sea como un náufrago, sí… pero uno caprichoso, que en lugar de aferrarse a lo esencial, se agarra a fragmentos absurdos: una grieta en la loza, un olor de otra casa, la forma en que alguien se recogía el pelo sin darse cuenta de que la miraban en la penumbra.
 
Tal vez porque lo esencial se esconde. No grita. No hace alarde. Se cuela por los intersticios de las persianas, se acuesta con nosotros en las tardes que no prometen nada. Y allí se queda. Invisible, pero presente. Como si lo más grande solo pudiera vivirse en lo más pequeño. 

Hoy, mientras el sol caía de lado sobre los libros mal apilados de mi escritorio, me ha dado por pensar que todo eso que creemos irrelevante… quizá sea lo único verdadero. Como las piedrecitas blancas que dejaron en el bosque Hansel y Gretel. Como el murmullo del mar dentro de una caracola olvidada.

Y entonces me he detenido. He mirado el polvo flotando en el aire -ese que siempre intentamos quitar- y he pensado: quizá no sea polvo. Quizá sea oro suspendido. Belleza en estado de abandono. 

¿Y si la próxima vez que la luz se cuele por una rendija… no haces nada? No la limpies. No la expliques. Solo mira. Respira. Quédate. 

Porque puede que, al final, eso que llamamos vida no sea más que una colección de instantes que no supimos valorar cuando ocurrieron. 

¿Y tú… cuál de esos instantes -insignificante, olvidado, inútil- llevarás contigo cuando ya no quede nada más?

12 julio 2025

El vuelo del águila V


¿Puede un árbol contarte un secreto? ¿Y si fuera el tuyo? ¿Y si sus ramas, de tanto haberte sostenido, hubieran aprendido tu idioma y supieran más de ti que tú mismo? 

Amanecía lentamente, como si al sol le costara abrir los párpados. El valle seguía allí, pero había algo distinto en el aire. No sabría decir qué. Una levedad, tal vez. O un rumor que no venía de ninguna parte pero que me llenaba los oídos como si alguien hablara muy despacio detrás del tiempo. 

Descolgué el arnés con cuidado, como quien interrumpe un gesto sagrado. Y al tocar tierra, el suelo me pareció otro: menos sólido, menos literal. Caminé un rato sin rumbo preciso. No lo necesitaba. Uno aprende que hay trayectos que no requieren mapas, solo disposición. Y aunque el cuerpo aún arrastraba el cansancio de la noche, la mente iba despejándose como el cielo cuando el viento barre los jirones de niebla. 

Pensé en la frase de aquel hombre de la sonrisa calculada: “El menor susurro encierra una enseñanza para un corazón vigilante”. No la había entendido del todo entonces. Tampoco ahora, si soy honesto. Pero en el andar, en el roce del musgo con mis dedos, en la torpeza dulce de un escarabajo tratando de salvar una piedra… había algo. Algo muy pequeño, sí. Pero presente. Como un mensaje en voz baja que no quiere imponerse, solo espera ser escuchado. 

Me detuve junto a una roca cubierta de líquenes y me senté sin pensar. La piedra estaba tibia. El valle había guardado el calor de algún ayer. Cerré los ojos y por primera vez no quise entender nada. Solo estar. Respirar. Nada más. 

Fue entonces cuando lo sentí. No sabría explicarlo. No fue visión ni alucinación. Fue presencia. Como si el valle -todo él- respirara conmigo. Como si una conciencia antigua y sin nombre me atravesara desde las raíces hasta la nuca. Como si algo me reconociera. Como si yo, por fin, perteneciera a algo más grande. 

Y entonces, en lo alto, la vi. 

El águila. Sola. Majestuosa. Girando en espiral sobre mi cabeza. No emitía sonido alguno. No buscaba nada. No huía. No cazaba. Solo giraba. Como un vigía. Como si esperara. Como si supiera. 

Sentí una punzada en el pecho. No de dolor, sino de certeza. Era eso. Todo eso. La quietud, la vigilancia, la espera, el vuelo. El no-apresurarse. El saber estar. 

Pensé que el vuelo del águila no era huida ni conquista. Era otra cosa. Un modo de habitar el cielo sin perder de vista la tierra. Un modo de ser sin explicarse. 

No sé cuánto tiempo permanecí así. En el silencio. Bajo su sombra. En paz. 

Luego el águila se alejó. No bruscamente. Se fue. Simplemente. 

Yo me puse en pie y me sacudí el polvo. No había respuestas. Solo ecos. Pero eran suficientes. 

Tal vez -pensé mientras emprendía el regreso- no hay que comprender el sentido de la vida como quien resuelve un enigma. Quizá baste con aprender a escucharla, a dejarse tocar por ella sin tantas armaduras. A reconocer sus mensajes en el susurro del viento o en la lentitud de una piedra calentada por el sol. 

Y tú, lector de andanzas ajenas: ¿cuándo fue la última vez que miraste al cielo sin buscar respuestas, solo buscando el vuelo? 

Te invito a detenerte hoy un instante. Y a esperar. Como el águila. Como la piedra. Como el árbol. Sin prisa. Sin miedo. 

Solo estar.