Estuve a punto de saberlo nada más entrar en Puebla Marina, como una fruta que madura continuamente y casi la puedes ver crecer. Ya lo decía Einstein, todo lo grande es simple.
Los acontecimientos se produjeron más o menos así: callejeaba yo por el pueblo en una misión de servicio mientras hasta mi oído llegó un sonido suave como el adagio de la sonata número ocho de Beethoven, pongamos por caso. En ese momento enfilaba la calle principal de piedra y barro de Puebla Marina y me vi envuelto por las voces de unos niños que jugueteaban alegres junto a los charcos de la calle, ajenos a cuanto les rodeaba. Yo, por el contrario miraba ansioso, como una niña busca a su papá.
Lo que me despistó en un principio fue que la vida era plácida en Puebla Marina. Adivinaba, a ratos, algunos sonidos semejantes al parpadeo de las estrellas en una noche sin nubes, y poco después llegaba a mis oídos el murmullo de unos pájaros bulliciosos en el valle. Era la época del cortejo. Yo entretenía mi discurso interior, como tantas veces, con asuntos de trascendental importancia como la brevedad de la vida, la terquedad de la muerte y la profunda soledad del ser humano. Lo que más me gusta de vivir es la sorpresa en forma de descubrimiento cotidiano. Es como cuando uno se da cuenta de que la rueda de las estaciones gira más rápido de lo que creía cuando era niño y se conmueve. Mis descubrimientos ocurrían así, de tarde en tarde y eran sobrevenidos. También, a menudo, como en esta ocasión, tenía que enfrentarme a tragedias demasiado cotidianas.
Absorto con estos pensamientos me dirigí al otro extremo del pueblo y reparé en unos hombres que sesteaban a la puerta de sus casas con aspecto aburrido, como mujeres cansadas de sus tareas domésticas.
De la única cafetería del pueblo salió un hombre de unos cuarenta años con un rictus que confería a su cara el aspecto de estar cabreado con todo el mundo. Se dirigió presto hacia el portal número dieciocho, ubicado aproximadamente a mitad de la calle.
Los acontecimientos se produjeron más o menos así: callejeaba yo por el pueblo en una misión de servicio mientras hasta mi oído llegó un sonido suave como el adagio de la sonata número ocho de Beethoven, pongamos por caso. En ese momento enfilaba la calle principal de piedra y barro de Puebla Marina y me vi envuelto por las voces de unos niños que jugueteaban alegres junto a los charcos de la calle, ajenos a cuanto les rodeaba. Yo, por el contrario miraba ansioso, como una niña busca a su papá.
Lo que me despistó en un principio fue que la vida era plácida en Puebla Marina. Adivinaba, a ratos, algunos sonidos semejantes al parpadeo de las estrellas en una noche sin nubes, y poco después llegaba a mis oídos el murmullo de unos pájaros bulliciosos en el valle. Era la época del cortejo. Yo entretenía mi discurso interior, como tantas veces, con asuntos de trascendental importancia como la brevedad de la vida, la terquedad de la muerte y la profunda soledad del ser humano. Lo que más me gusta de vivir es la sorpresa en forma de descubrimiento cotidiano. Es como cuando uno se da cuenta de que la rueda de las estaciones gira más rápido de lo que creía cuando era niño y se conmueve. Mis descubrimientos ocurrían así, de tarde en tarde y eran sobrevenidos. También, a menudo, como en esta ocasión, tenía que enfrentarme a tragedias demasiado cotidianas.
Absorto con estos pensamientos me dirigí al otro extremo del pueblo y reparé en unos hombres que sesteaban a la puerta de sus casas con aspecto aburrido, como mujeres cansadas de sus tareas domésticas.
De la única cafetería del pueblo salió un hombre de unos cuarenta años con un rictus que confería a su cara el aspecto de estar cabreado con todo el mundo. Se dirigió presto hacia el portal número dieciocho, ubicado aproximadamente a mitad de la calle.
¡Pablo!- voceó una mujer desde el otro extremo.
El alcohol a duras penas permitía a Pablo mantenerse en pie, pero dirigió sus caóticos pasos hacia la casa de la que vino el grito. El ópalo se hace dueño de la tarde. En un momento el suelo se acerca peligrosamente a su cara. Retrocede a tiempo y con esfuerzo consigue ponerse vertical y, tras lanzar una mirada furtiva, reanudó la marcha. Los vecinos meneaban la cabeza al paso de Pablo; siempre lo habían visto como el arroyo con su ruido continuo que se precipita montaña abajo hasta estrellarse con el valle.
En la puerta de su casa, Pablo encontró a su hija pequeña que jugaba.- ¡Hola, pa!, le dijo ella y le pintó una alegre sonrisa, mientras Pablo dibujó en su rostro sin querer una mueca amarga. La voz de su hija le pareció siempre relajante cual sonido de una fuente. Él era para ella como un árbol que se eleva libre a pesar de la fuerza que lo fija al suelo. Sin embargo Pablo se sentía, en lo profundo, émulo de la higuera bíblica.
Merced a los trágicos acontecimientos que se produjeron poco después tuve ocasión de conocer a Pablo, un hombre desquiciado por circunstancias adversas. Siempre pensé que cada hombre inocente lleva en su pecho un lobo, y que cada lobo añora al cordero que reprime en su corazón; Pablo oscilaba de uno a otro, como una balanza sin ajustar.
En cuanto al transcurrir de la vida cotidiana en Puebla Marina se podían apreciar dos ritmos, vigilados por los dos relojes del pueblo. Por una parte Rosa, mujer de Pablo pendía del campaneo de la iglesia que semejaba el corazón que baila en el pecho como la risa cantarina de una niña mientras marcaba la placidez del pueblo, la hora de la reconciliación, la llegada de Pablo, el amanecer de un gran día siempre por venir; Pablo, por su parte, se regía por el reloj del ayuntamiento con su rúbrica de cansancio, de aburrimiento y de rutina, como la arritmia del agónico que anticipara la tragedia. Sendos relojes repicaban en el aire y a mí me producía ansiedad como cuando esperas en el andén a un amigo que llega.
Nerviosamente extraje del bolsillo de mi chaqueta un papel arrugado, lo alisé en mi palma y pude leer: Puebla Marina, calle Mar Azul, número 18, Pablo Rodríguez y Rosa Sánchez. Oí que me llamaban por la espalda: ¡inspector Martínez! El sonido de mi propio apellido me atravesó el pecho como el rasgado de una guitarra.
El compañero que me llama, me susurra algo sobre la conveniencia de proceder a un servicio cuanto antes, mientras veo que desde el fondo de la calle un coche de los nuestros se acerca con su rodar cansino hacia donde nos encontramos. Saco mi cuaderno con las notas que fuera coleccionando desde el comienzo de mis andanzas de policía. Allí, entre otras cosas, está escrito lo que sigue: cuando el ambiente de una comunidad sea plácido como el chapoteo monótono del agua en una fuente o como el silbo del pájaro en el valle al atardecer, algo se cuece en el interior de esa comunidad, al igual que ocurre por otra parte, con la indulgencia que sobreviene a una persona herida de muerte.
También en mi cuaderno, con la letra vacilante del joven inexperto que fui, veo escrito parte de un verso:
"Como tú
piedra pequeña;
como tú
piedra ligera;
como tú
canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas..."
Me deslizo con suavidad estudiada por los escasos metros que me separan del número 18 de la calle mientras el corazón bombea a un ritmo mayor que el habitual. De una colilla aun humeante emergen volutas desde el suelo que el viento se encarga de desbaratar en segundos.
Un instante basta para desatar la tragedia. Dos disparos de escopeta percuten y resuenan, secos, en el valle. Una mujer inocente junto a un charco de sangre. El llanto desconsolado de unos niños. Un hombre con el rostro desencajado que huye hacia ninguna parte. Un perrillo esparce, calle abajo, su queja interminable.
Puebla Marina, un microcosmos.
6 comentarios:
Una historia demasiado cotidiana.
El final es muy rotundo, unas pinceladas concluyentes muy interesantes.
Saludos de una amante de la escritura.
Indian
Saludos, Indian. Y gracias por dejar su comentario. ¿Tiene usted blog? Me gustaría leer algo escrito por usted.
Estoy encantada con este blog y con tu manera de escribir.
Me ha gustado mucho eso del “discurso interior” y lo de “la sorpresa en forma de descubrimiento cotidiano”.
Me quedo esta frase para mi colección: “Siempre pensé que cada hombre inocente lleva en su pecho un lobo, y que cada lobo añora al cordero que reprime en su corazón”.
Un placer también el recuerdo del poema de León Felipe.
Besicos.
Eres muy amable. Muchas gracias.
Besicos.
"Lo que más me gusta de vivir es la sorpresa en forma de descubrimiento cotidiano"
Es que esa es la aventura de vivir
(para mi)
Es disolver la rutina y abrirte al mundo.
Un final cortante.
Como la vida.
A veces te desgarra.
(La escena de la niña con su padre,en contra posición del final
es...Tremenda)
Yo sé que hay hombres que llevan un lobo dentro.
Pero una niña nunca lo ve.
Beso
Leni, hubo un tiempo en que me venían escenas de este tipo. Lo tremendo de la realidad se presentaba en sueños y en forma de noticias. Estos hechos me producen una tristeza especial.
Beso
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