
Cuando era un chiquillo me contagiaron el virus de los ideales renacentistas y de la ilustración a través de las studia humanitatis. Llegué a ser así pretendiente ingenuo de todos los saberes y amante oficioso de los innúmeros vericuetos recorridos por los humanos desde todos los puntos del vasto territorio de las ideas. Y eso, tarde o temprano tiene que doler. No me arrepiento, sino al contrario, estoy profundamente agradecido.
La infancia y la infamia. De todo ese mundo de la infancia, adolescencia y primera juventud proviene mi gusto por la antigüedad clásica, mi afán por las letras y mi curiosidad por el conocimiento en general; y de los copistas de la infamia, mi descreimiento en los frutos de la inteligencia cuando está atacada de sectarismo, de mera simpatía generacional o anegada por el oropel de la moda.
Dos mundos siempre presentes que es preciso ponderar para tomar impulso, en estos momentos en que marcamos un hito en el año que nos dice adiós, una muesca más (en realidad menos) en los pliegues de nuestra vida que avanza; recordar el sedimento del pasado que se fue y del que somos deudores y descreer de los que hoy han hecho subir varios puntos los niveles de desprecio por las humanidades y de ataque abierto, incurriendo en flagrante delito porque ellos son los responsables de custodiar los saberes.
Ese lugar está abastecido por las humanidades, hoy llamadas ciencias humanas: literatura, historia, filosofía, antropología, el arte y demás recolección de la historia de la cultura y de los valores humanos y espirituales en general.
“Las perlas forman el collar pero el hilo es el que hace el collar”. Otra vez Gustave Flaubert.