Amaneció mi primer día en la isla envuelto en una fenomenal tormenta. Vientos impetuosos movían de un lado a otro de la arena los restos del naufragio que rodaban esparcidos por la playa entre el eco sordo de unas turbulencias que amenazaban con destrozarlo todo. Instintivamente fui a guarecerme a una cueva que el tiempo había excavado en una roca cercana lo que resultó una bendición a tenor de lo devastador del fenómeno que se sucedió después.
Un grito desgarrador, como el que produce una voz que pide ayuda en medio de una tormenta, se escuchó de pronto y rebotó por toda la isla. Entre las ráfagas de lluvia y viento alcancé a ver en la lejanía un bulto que se movía de aquí para allá, brazos en alto con gran profusión de voces. El hecho de no estar solo en una isla que presumía solitaria y dejada de la mano de Dios me produjo un extraño regusto de frustración. ¿Estaría sufriendo los efectos de un espejismo?
Es verdad que en Puebla Marina, la tierra que me viera nacer hacía ya tanto tiempo, se hablaba a menudo de los espejismos que les sobrevienen a los sedientos en los desiertos así como a los marineros en sus navegaciones por junto a ignotas islas. Unos y otros creen ver agua o preciosas mujeres que llaman la atención de los sedientos o de marineros extraviado por la humedad los unos y por los gritos seductores desde la costa, los otros. Yo mismo había sufrido en propia carne cuando era niño las miserias de la imaginación. Por lo menos durante una docena de veces sucumbí al embeleso del espejismo que me hacía ver en la lejanía, a mi padre que venía a asistirme con agua y comida cuando ya no podía aguantar más, sobre todo a causa de la tremenda intensidad de la sed.
Sucedía siempre del mismo modo: primero aparecía mi padre a una distancia como de un kilómetro, entre el tintineo que producían los cencerros de las mulas que tiraban del carro. Después se acercaban entre brumas, y cuando estaban a una distancia como de unos veinte metros yo corría veloz a esconderme. Y también el mismo desenlace se repetía cada vez: tras unos minutos de espera, suficientes como para que mi padre llegara hasta mi, volvía sobre mis pasos y en ese preciso momento se esfumaba la magia y me sentía burlado: allí no había nadie. Todo aquel proceso no era más que un espejismo varias veces repetido, que terminaba por revelarme la frustrante realidad.
Hasta un día en que actué de forma diferente y me quedé embobado sin parpadear mientras se acercaba mi padre, porque según mi experiencia, tan pronto dejara de tenerlo a la vista desaparecería como jalado por una exhalación. Cuando los tuve a unos diez metros, me retiré con disimulo de su vista convencido como estaba de que esa vez no podía ser espejismo sino realidad de verdadera sin sombra de encantamiento. ¿Hasta cuántos metros habría aguantado el espejismo sin desbaratarse ante mis ojos? Esa duda todavía hoy me corroe.
En estos pensamientos entretenía mi zozobra mientras observaba el devenir de la tormenta, los estragos causados por el viento y lo que me pareció como unas voces que pedían auxilio desde algún remoto lugar de la playa. Como la tormenta no amainara, asomé mi cuerpo y lo expuse a la inclemencia del viento y la lluvia con el objeto de comprobar si mis primeras percepciones sobre posibles habitantes de la isla eran o no fundadas. Y lo que vi me llenó de asombro.