El cañón del Rio Lobos es un paraje singular que percute sobre las fibras sensibles de todo visitante atento. Abarqué con mi vista el entorno y respiré más tranquilo. El rincón en el que me encontraba configura un paraje idílico donde
una ermita, a través del crisol de unos mensajes ocultos escritos aquí y allá, es cercada por
un riachuelo de aguas prístinas en un abrazo eterno. A pesar de que me encontraba solo y del ruido que escuché a mi espalda, no sentía el más mínimo temor; tal vez fuera debido a la serenidad que exudaban las piedras o a la energía y la calma que emerge fúlgida del lugar; o quizá debido a los rayos que un sol generoso rociaba por sobre las rocas. Lo cierto es que me entretuve en la contemplación de los motivos ornamentales que cubrían de
misterio la ermita por dentro y por fuera.
Pasé instantes inolvidables contemplando los
canecillos son sus
gárgolas preñadas de simbología esotérica, los delicados
capiteles en columnas y pilastras, el impresionante y enigmático
mandala en forma de corazón, símbolo de la chispa divina sembrada en el hombre. Me dejé seducir por el impresionante vitral construido con sonidos, silencios, reflejos, oquedades, luces y sombras, como un mosaico multicolor y me sumergí en la tarea de escudriñar el significado de tantos mensajes depositados en aquél recóndito lugar, encrucijada de caminos, por
los caballeros del temple.
De pronto algo llamó mi atención. En una doble hilera de canecillos descubrí al
dios griego pan tocando la flauta. Nada de particular, pero por alguna extraña razón su vista fue el detonante que me llevó por el laberinto cifrado que luego me haría probar tan vívidas experiencias en el interior de la
Cueva Grande. El tiempo se comprimió hasta un instante eterno cuando contemplé la hilera de símbolos numéricos trabados formando un mensaje intemporal que afina el alma y la
transmuta en el más virtuoso de los instrumentos sonoros.
No pasaba nada en el exterior pero por dentro fluía sin cesar
la música de las esferas, la armonía perfecta, la esencia de la realidad camuflada en los números. Mientras mi espíritu se embebía de esta rumia, creí ver una sombra que cruzara la hendidura de acceso a la
Cueva Grande y allí me dirigí salvando el puente que servía de pasadizo a la gruta. Del interior de la misma emergía un canto lejano de voces bien conjuntadas que parecían salidas de un viaje en el tiempo. En la penumbra,
un caballero alto bien formado,
espada al cinto, yelmo en la cabeza y cruz en el pecho, me hizo señas para que lo siguiera. Parecía el mismísimo
Bernardo de Claraval redivivo. Contuve el aliento y, aunque me flaqueaban las piernas, eché a andar.