
A primera hora, Juan le comunicó que tenía que salir de Puebla Marina reclamado por un servicio inaplazable. Cuando Miguel se adentró solo en el Jardín de la Alegría era consciente de que su permanencia en el pueblo tocaba a su fin. Le restaba por visitar una última estancia que le iba a deparar una primera sorpresa en la misma puerta. Leyó: “El rincón de Miguel” y eso le inquietó. Y a continuación le sobrevino la segunda sorpresa nada más entrar en la sala. Desde el centro de la misma, un niño de pantalones raídos y sonrisa contagiosa le miraba y le hacía señas con la mano para que se acercara. Se sintió atrapado por una fuerza sutil y algo en su corazón le indicaba que aquel niño que tenía delante era él de pequeño. ¡Pero eso no podía ser! Por un momento creyó vivir en el vórtice de un espejismo que le azoraba el alma. Tenía delante al niño que fue. Se acercó a él y ambos sonrieron como dos traviesos cómplices que se hacen cargo al instante de sus andanzas. Y el niño le entregó una foto enla que estaban los dos y que además contenía una inscripción al dorso.
Miguel quedó confuso por un momento: allí estaba la cicatriz que se hiciera en la cara al caer desde un árbol y con cada sonrisa aparecía la mella que confería a su rostro un rasgo de picardía. Y el niño, sin dejar de sonreír, habló así: Veo que no me has olvidado. Acuérdate de aquel día en que acunaste un pájarillo por primera vez en tus manos temblorosas. Hizo una pausa. Al poco preguntó: ¿qué quedó de aquél temblor? ¿Te acuerdas de la primera vez que un cachorrillo al que le acabadas de alimentar lamió tu rodilla dulcemente mientras te miraba con ojos agradecidos? Tú temblabas de alegría. Ese es tu sello como ser humano: el temblor que sacude tus cimientos ante las maravillas de un amanecer o arrasa tus ojos de lágrimas ante los arreboles de la tarde. Esa sencilla convulsión es el signo de tu grandeza, tu vínculo secreto, el hilo conductor que te liga a tu esencia. Sonrió más abiertamente y añadió: nunca he dejado de estar contigo. Y esperó a que Miguel macerara sus emociones en el atanor de su corazón antes de proseguir. Yo soy el niño que fuiste y que sigue encajonado en tu pecho. Nunca podrás desligarte de mi porque yo soy tu mejor garantía. Cuando te emocionas soy yo quien te estremece; cuando ríes, cuando lloras… son los lamentos de un niño, las risas de un niño, el baile de un niño; los estertores, la dicha, la pena negra de un niño. Fui el molde y tú creías que era como la piel de la serpiente que se muda y se olvida en alguna encrucijada de caminos. Soy el punto de llegada mientras tú creías que era sólo el punto de partida, impaciente por sortear cuanto antes su pasado. La vida es un tobogán, un viaje muy corto de niño a anciano, es decir, de niño a niño otra vez, con un intermedio de breves escaramuzas. Yo estoy siempre aquí, -juntó los dedos y tocó el pecho de Miguel como si aldabeara las puertas del alma. Soy para ti como la pica y el bastón del escalador, la señal que marca la ruta en los senderos; tu mejor guía. Como el faro y el ancla para los marinos, como la estrella polar para las aves… y siguió trufando de comparaciones sus palabras mientras se alejaba pausado hasta desaparecer por el fondo de la habitación sin dejar de sonreír ni por un momento con ese gesto de complicidad que ayudaba a caer en la cuenta de las cosas de manera fácil, como un tobogán…
Cuanto más te alejes de la inocencia del niño que llevas dentro más te separarás de tu centro de gravedad y más duro será el regreso. Porque todo viaje guarda consigo el camino de vuelta a casa.
Así decía la inscripción que había impresa detrás de la foto que el niño le entregara.
Sonrió Miguel como si la risa del niño se trasvasara en el acto a su rostro mientras era invadido por una dulce nostalgia. Y en ese instante preciso se percató de que algo en su estructura interior de impasible funcionario satisfecho se quebraba definitivamente. Absorto como estaba en sus pensamientos no se dio cuenta de que hasta el centro del salón se había ido congregando un numeroso grupo de gente que lo esperaba. Entre ellos emergió alegre la sonrisa de su amigo Juan. Sobre la mesa una placa: Miguel González, hijo predilecto de Puebla Marina. El gentío aplaudió mientras Miguel correspondía con una sonrisa cargada de agradecimiento. Era el día de las sorpresas y de la mutua reconciliación entre Miguel y su pueblo.
Tras los agasajos de rigor sus ojos fueron a coincidir con un verso escrito en la pared, ligeramente trastocado para la ocasión, del poeta Juan Ramón Jiménez que decía así:
...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
y Puebla Marina se hará nueva cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará, nostálgico...
Salió Miguel de El Jardín de la Alegría y recorrió de nuevo las callejas remozadas de Puebla Marina rumbo a su destino. Anduvo sin prisa por los soportales entre el burbujeo de niños y perrillos, seguido por la mirada atenta de sus paisanos y abandonó el pueblo envuelto en una espiral de nostalgia.
El sol caía oblicuo sobre el valle cubriendo los campos de una tenue niebla. Al fondo, el mar golpeaba su espuma implacable contra las rocas mientras el cielo se vestía de pájaros y sones. Miguel oteó el horizonte y dejó atrás, por última vez, Puebla Marina.