30 marzo 2025

El vuelo del águila (IV)


El cielo no siempre está despejado. A veces se torna de un gris pesado, como si llevara siglos suspendido sobre las alas del tiempo. El águila, en lo alto de una cornisa que desafía al abismo, entrecierra los ojos y deja que el viento le hable en su lengua de corrientes y presentimientos.

No tiene prisa. Nunca la tuvo. Sabe que en la espera también se aprende a volar.

Bajo ella, el mundo gira con su ruido de relojes y hombres, de metas sin alma y palabras huecas. Ella observa. Escucha. Percibe. No es su momento aún, pero lo será. Porque siempre llega.

El águila no huye de las tormentas. No baja al valle para buscar abrigo entre ramas ajenas. Ella se queda. Quietud poderosa, firmeza que no necesita gritar. Espera a que el viento cambie, a que la nube se deshaga, a que el trueno se canse de asustar.

Entonces, sin anunciarse, se lanza.

El aire, al encontrarla, se estremece. La corriente la reconoce como su igual y la alza sin esfuerzo. Y ella, con las alas abiertas como puertas al infinito, atraviesa la espesura de las alturas. No vuela para huir. Vuela porque ha nacido para hacerlo.

Y en ese vuelo -que no es huida ni destino, sino puro presente- se revela la verdad de su esencia: no hay cima ni fondo cuando se ha conquistado el cielo interior.

A lo lejos, los que no comprenden la miran con admiración callada. No saben que ella también dudó, también tembló. No vieron las noches de vigilia, los silencios como nidos vacíos, los días sin vuelo. Solo ven ahora la figura majestuosa que surca el azul como si no conociera otra forma de vivir.

Pero el águila sí lo sabe. Y por eso su vuelo es tan alto. Porque ha caído, ha esperado… y ha vuelto a elegir el cielo.

17 marzo 2025

¿Qué ha pasado?

 

¿Dónde están todos? 

Regresé, después de quince años, a mi vieja bitácora... y la encontré en silencio. Un silencio denso, de esos que no se rompen ni con un grito. 

Estaba allí, quieta, con las palabras de entonces aún encendidas, pero sin nadie que las mire. Sin nadie que escuche. 

¿Qué ocurrió? ¿Qué viento ha barrido las costas donde antes recalaban lectores como náufragos curiosos? 

Quizás fue la invasión sigilosa de las redes sociales, tan veloces, tan inmediatas. Facebook, Instagram, Twitter (X)… lugares donde todo cabe en un suspiro. Donde se grita más que se conversa. Donde un pensamiento apenas sobrevive al siguiente. 

O tal vez sea que cada vez se lee menos. Que el ojo busca ahora luz y movimiento, y ha cambiado la hondura de la palabra por el vértigo de una imagen. YouTube, TikTok, los podcasts... han tejido un nuevo idioma, más sonoro, más fugaz. 

Google, por su parte, decidió mirar hacia otro lado. Ya no posa sus ojos en estos rincones personales, prefiere los escaparates luminosos de los grandes portales, bien peinados por el SEO, bien vestidos de monetización. 

Y Google, sí… dejó a Blogger varado, como un barco sin capitán. Sin mejoras, sin mapas nuevos. Mientras tanto, WordPress y otros puertos comenzaron a ofrecer cobijo moderno, velas nuevas, aparejos brillantes. 

Muchos zarparon hacia allí. 

Otros, simplemente, dejaron de escribir. 

Y con ellos se fue la comunidad, esa vieja tribu que comentaba, que enlazaba, que respondía con otra entrada al otro lado del mar digital. 

Hoy, Blogspot parece una isla abandonada en medio del océano. Pero -y aquí dejo una duda flotando en el aire- ¿y si todavía quedara algo de magia en sus arenas? ¿Y si, en vez de buscar otro puerto, intentáramos reconstruir este? 

Quizá no todo esté perdido

Quizá lo que necesita este viejo blog no es otra plataforma… sino otra forma de ser habitado. 

¿Tú qué harías: emigrar o resistir?

16 marzo 2025

Las palabras olvidadas


¿Dónde quedaron aquellas palabras que alguna vez nos abrigaron como una manta tibia al anochecer? ¿Dónde se esconden los vocablos que sabían acompañar sin ruido, sin prisa, sin exigencia?

Hubo un tiempo -aunque nos cueste recordarlo- en que las palabras no eran urgentes ni fugaces. Eran refugio. Eran fuego. Eran brújula. En aquel entonces, una palabra bastaba para alumbrar una duda, sostener un alma rota o acariciar la incertidumbre con manos abiertas.

Hoy, muchas de ellas yacen sepultadas bajo la prisa, la hiperconexión, la tiranía del instante. Pero no han muerto. Duermen. Esperan.

Esperanza, por ejemplo, no era solo un deseo hueco, sino un pacto sutil con el porvenir. Compasión no era un suspiro condescendiente, sino un hilo invisible que nos trenzaba con la fragilidad del otro. Silencio, lejos de ser ausencia, era un santuario: allí donde el alma podía por fin escucharse. Aventura era horizonte abierto. Descubrimiento, el temblor primero de lo desconocido.

Hubo una época -sí, existió- en que el lenguaje tenía hondura. No se hablaba por hablar. Cada palabra pesaba. Cada frase llevaba la conciencia de su eco. Sabíamos que una sola palabra podía sembrar o arrasar. Y, sin embargo, hablábamos. Porque el lenguaje era vínculo, no mercancía.

Hoy, entre titulares huecos y respuestas automáticas, hemos ido olvidando. Pero aún estamos a tiempo.

Aún podemos decir “gracias” como si lo sintiéramos de veras. “Te escucho”, como si estuviéramos presentes de cuerpo entero. “Te entiendo”, no como consuelo barato, sino como un acto profundo de humanidad compartida. Aún podemos recuperar esa antigua costumbre de nombrar lo invisible, de dar forma con palabras a lo que se nos escapa entre los dedos.

Quizá de eso se trate, en el fondo, el oficio de escribir: de rescatar lo que no debía perderse, de volver a dar voz a lo que el ruido del mundo ha silenciado.

Porque mientras alguien -una sola persona- pronuncie una palabra verdadera con el corazón en la garganta, aún habrá palabras que vivan. Y con ellas, algo de nosotros también vivirá.



¿Y si leer no fuera siempre bueno?


Siempre nos han repetido -como si fuera dogma, como si fuera oración- que leer es bueno. Punto. Sin matices. Sin fisuras. Como si abrir un libro fuera, en sí mismo, un acto noble, casi sagrado. ¿Y si no lo fuera? ¿Y si la lectura, como el fuego, pudiera calentar o quemar? ¿Iluminar… o cegar? 

Porque no todos los libros nos despiertan. Algunos nos adormecen. No todas las historias liberan: hay palabras que abren puertas y otras que las sellan desde dentro. Algunos textos son alas; otros, cadenas con prosa elegante. 

Y entonces uno se pregunta: ¿vale todo? ¿Es lo mismo leer a quien te despierta que a quien te adormece con dulces falsedades? 

Hay libros que fueron antorchas en medio del caos, pero también los hubo que sirvieron para justificar infiernos. Manuscritos que alimentaron guerras, panfletos que sembraron el odio, volúmenes que disfrazaron la intolerancia de doctrina. 

¿De verdad leer es siempre bueno? 

¿O depende del libro? 

¿O de los ojos que lo leen? 

Hay libros que salvan. Lo sé. Algunos me salvaron a mí. Pero también hay otros que, por dentro, carcomen. Libros que parecen firmes como árboles y son, en realidad, madera hueca. Y aquí viene el dilema. Porque si aceptamos que hay lecturas nocivas, ¿debemos advertir de ellas?, ¿proteger de ellas?, ¿censurarlas, quizás? 

Ese es un terreno minado. Porque entre la protección y la censura hay solo un paso… y a veces se da sin darse cuenta. 

Leer en libertad es también equivocarse en libertad. Es poder toparse con basura y, gracias a eso, afinar el olfato para encontrar la belleza. Nadie puede enseñarte a leer como tú necesitas leer. Ese camino se tropieza solo. 

Leer no es bueno, no en sí mismo. Lo grandioso no está en el acto, sino en la actitud: leer con curiosidad, con desconfianza cuando hace falta, con respeto y también con espíritu crítico hacia toda idea, incluso con las propias. No hay lectura inocente, pero tampoco definitiva. Lo importante no es solo el texto, sino lo que ocurre entre líneas. Lo que despierta, lo que remueve, lo que deja en silencio después del punto final. 

A veces pienso que leer con la mente cerrada es peor que no leer. Porque una mente cerrada puede convertir cualquier libro en eco. 

Leer, de verdad, es escuchar otras voces sin dejar de oír la propia. Es ponerse en duda. Es no buscar certezas, sino preguntas nuevas. 

Así que no, leer no siempre es bueno. Pero a veces -solo a veces- puede ser lo más maravilloso que te ocurra. 

Y tú… ¿lees para confirmar lo que ya piensas… o para que te tiemblen las certezas?

15 marzo 2025

Puebla Marina XI: la carta escondida

Miguel caminaba despacio por las calles adoquinadas de Puebla Marina, sumido en esa extraña sensación de quien regresa a un lugar que siempre fue suyo, pero que ahora se muestra con matices desconocidos. El viento marino traía consigo un murmullo de historias olvidadas, de voces lejanas que parecían llamarlo desde algún rincón del pueblo. 

Se detuvo en la plazoleta central, junto a la fuente de piedra donde los niños jugaban con el agua, ajenos al paso del tiempo. Entonces lo vio. 

Un niño, de no más de diez años, lo observaba desde la sombra de un árbol. Tenía el cabello revuelto y unos ojos oscuros que brillaban con una mezcla de picardía y curiosidad. Se acercó a Miguel sin titubear y, sin decir palabra, le extendió un sobre amarillento.
 —Para ti —dijo el niño, con voz grave para su edad. 
Miguel tomó la carta con manos temblorosas. El papel estaba ajado, como si hubiera sido guardado durante décadas, pero lo que más le impactó fue ver su nombre escrito con letra menuda e infantil. 
Era su propia caligrafía de niño. 
Se sentó en un banco y, con el pulso acelerado, deslizó los dedos por la solapa y la abrió. Dentro, encontró un único folio doblado en cuatro partes. Al desplegarlo, reconoció la escritura: no era suya. Era de Sofía. 
"Miguel, Si algún día vuelves a Puebla Marina, hay algo que debes encontrar. No sé si recordarás nuestro escondite secreto, aquel lugar donde guardábamos los tesoros que nos parecían más importantes. Allí dejé algo para ti. Un día quise decírtelo, pero ya era tarde. Si lees esto, busca en la casa de la higuera, la que está en el camino a los acantilados. Siempre te he esperado aquí. Sofía."

Miguel sintió cómo el tiempo se rompía a su alrededor. La casa de la higuera. ¿Cómo había podido olvidarla? De niños, él y Sofía solían refugiarse allí, en una vieja casa abandonada, cubierta por las ramas de una higuera inmensa que trepaba por sus muros como si quisiera devorarla. Era su escondite, su santuario, el lugar donde imaginaban mundos imposibles y prometían secretos que solo ellos conocían. 

Levantó la vista, pero el niño que le había dado la carta ya no estaba. 

La casa seguía en pie, aunque el tiempo la había convertido en un cascarón de madera gastada y piedra agrietada. Las hojas de la higuera seguían meciéndose al viento, proyectando sombras sobre la fachada como dedos largos que invitaban a entrar. 

Miguel empujó la puerta con cuidado y el chirrido del metal oxidado le provocó un escalofrío. La luz se filtraba en haces dorados a través de los huecos del techo y el aire olía a higuera y polvo antiguo.

Caminó hasta la esquina donde, de niños, cavaban pequeños hoyos para esconder sus "tesoros": canicas de colores, cartas escritas con promesas de amistad, un reloj sin manecillas que habían encontrado en la playa. 

Se arrodilló y comenzó a apartar la tierra seca con las manos. Y entonces, lo encontró. 

Un pequeño cofre de madera, cubierto por una pátina de tiempo. Lo sacó con cuidado, sopló el polvo y, con el corazón latiendo en su garganta, levantó la tapa. 

Dentro había un pañuelo de seda azul, cuidadosamente doblado. Lo desplegó y encontró una fotografía en blanco y negro. 

En la imagen estaban él y Sofía, de niños, sentados bajo la higuera. Él sonreía con la despreocupación de la infancia, pero lo que más lo conmovió fue la expresión de Sofía: una sonrisa serena, con un brillo especial en los ojos. En el reverso de la foto, había una inscripción escrita con la misma letra menuda de la carta: 

"Siempre te esperé aquí." 

Miguel sintió un nudo en la garganta. Se apoyó contra la pared y cerró los ojos. 

Puebla Marina, con su viento salado y su murmullo de historias, le había traído de vuelta un pedazo de su propia vida que creía perdido. 

Y, en ese instante, entendió que algunos regresos no eran solo físicos. Eran, sobre todo, el reencuentro con lo que uno nunca debió olvidar.

05 marzo 2025

El regreso del náufrago 2


Queridos compañeros de aventuras ¿cuántos quedarán de aquellos que antaño me leían y a los que yo leía con agrado? He comprobado que el tiempo ha hecho estragos y muchos de los blogs que seguí en su día ya no existen. Me gustaría recibir noticias de los que quedan.

Han pasado 14 años desde que las palabras en este blog fueron abandonadas, como un barco en la costa que aguarda sin prisa su destino. Este silencio largo, casi atemporal, ha sido como el lento proceso de un naufragio. Pero, como bien saben los que surcan las aguas del destino, el mar no olvida; y, en ocasiones, el regreso es necesario.

Lo que aquí compartí y ahora retomo, no son grandes relatos de epopeyas pasadas, ni crónicas que marcaron una época, sino fragmentos de una historia personal que, tal vez, se cruza y coincide con la de quien decide leer estas palabras. En este espacio, antes testigo de reflexiones sobre la vida, el trabajo y el conocimiento, quiero ahora sumergirme en lo cotidiano, en esas historias pequeñas que nos modelan y nos conforman, pero que, por lo general, no tienen cabida en los grandes relatos.

Al mirar atrás, las primeras entradas fueron mis intentos de ordenar las ideas, de navegar entre las mareas del pensamiento y las aguas del autoconocimiento. Pero la escritura es, también, un naufragio de uno mismo; cada palabra lanzada al mar es una boya que podría ser arrastrada por la corriente, un eco que se pierde en la vastedad del océano.

Hoy, tras más de una década y media, retomo este espacio con la idea de poner en orden lo que de alguna forma ya ha quedado claro: la vida es un viaje que siempre vuelve a empezar. ¿Tendrán cabida, todavía, las grandes reflexiones filosóficas y los monólogos sobre el sentido de la existencia? Sin duda, si bien creo que lo que viene ahora es más simple, más cercano y mucho más real. Son historias que habitan en mi día a día, en esos rincones que antes no encontraba el tiempo para observar, pero que hoy me llaman con mayor urgencia. Historias que, a su modo, también son naufragios, pero de las que se aprende también como de los relatos grandiosos.

Así, bajo este regreso, inauguro una nueva etapa en el blog. Dejemos que lo que se viene sea como un cuaderno de bitácora, un diario del presente que no tiene otra intención que dejar constancia de lo que soy mientras sigo navegando. En los próximos días, las historias cotidianas serán las protagonistas, esas que se escriben con la tinta del olvido, pero que cobran vida cuando uno se toma el tiempo para detenerse y mirarlas de nuevo.


Bienvenidos, una vez más, a Andanzas de un náufrago.


02 marzo 2025

El regreso del náufrago

Las mareas del tiempo me llevaron lejos de estas costas. Durante años, el náufrago dejó de escribir en la arena, atrapado en las exigencias de la vida. Pero el mar siempre devuelve lo que es suyo. Y aquí estoy de nuevo, con la tinta salada de los recuerdos y las ganas de contar nuevas historias. La última isla fue mi querida perrita Siri. Antes de que existiera la Siri de la manzana, ella ya era. 

Han pasado más de catorce años desde la última vez que escribí en este rincón, mi bitácora de reflexiones, mi isla de palabras. No fue una despedida planeada, sino un lento alejamiento, como quien se adentra en el oleaje sin darse cuenta de que la corriente lo arrastra mar adentro. La vida, con su inquietud incansable, me llevó a otros puertos: el trabajo, las responsabilidades, los proyectos que consumen el tiempo y las fuerzas. Sin embargo, en cada ocaso, el murmullo del blog me llamaba de nuevo, como el susurro de un viejo amigo que nunca se olvida.

Hoy regreso, no como quien retoma algo inacabado, sino como quien redescubre un tesoro enterrado en la arena. Este espacio sigue aquí, esperándome, con sus viejas entradas como conchas dispersas en la orilla, testigos de pensamientos que alguna vez fueron nuevos y ahora son ecos de otra versión de mí mismo. Burla, burlando, han pasado casi 15 años. ¿Qué fue de mis amigos a los que leía y me leían? Al leer ciertas entradas, sonrío. Algunas me sorprenden, otras me confrontan, pero todas me recuerdan que escribir era, y sigue siendo, una forma de existir.

Regresar no es solo volver a escribir, vivir no es sólo, como dijera el poeta (Azorín), ver volver; es también darle un nuevo rumbo a este viaje. Quizás ya no sea el mismo náufrago de antes; quizás las tempestades de la vida me han vuelto más sabio, o al menos, más consciente de la importancia de detenerse a observar el horizonte y compartir lo que se ve.

No sé quiénes seguirán por aquí donde encontré amigos entrañables, lectores y escritores de vocación quienes encontrarán estas palabras al abrir una vieja botella lanzada al mar del ciberespacio. Pero si has llegado hasta aquí, si sigues explorando estas costas, te doy la bienvenida.

A partir de hoy, Andanzas de un Náufrago vuelve a zarpar. Y esta vez, prometo no perderme del todo en la marea.

El día en el que la IA decida por nosotros

  ¿Y si un día despertáramos y descubriéramos que la i nteligencia artificial (IA) ya no es un espejo obediente, sino la mano que escribe nu...