"La vida de cada hombre es un camino hacia sí mismo, el ensayo de un camino, el boceto de un sendero". Herman Hesse
Cristobal era un aventurero superlativo. Todo lo que se le echaba a la cara quería viajarlo y no concebía la vida sin dos largos viajes al trimestre, amén de un par de escapadas cada mes para ir tirando.
Siempre tenía Cristobal un crucero en su mente y día a día el rostro se le surcaba de arrugas por no saber qué ruta tomar ante las posibilidades que se le presentaban como celada para satisfacer su inquebrantable sed de turista empedernido.
Lo malo es que Cristobal no disfrutaba de sus viajes y cuando, sentado en su sillón, examinaba las decenas de películas como pilas en los estantes o las mostraba a sus incontables amigos, trotamundos como él, tenía que hacer un esfuerzo titánico para recordar lo que había sentido al visitar ese monumento o al contemplar aquella otra pintura.
Todo lo veía Cristobal a través de su cámara y nada que no hubiera pasado por ella podía él recuperar de su memoria. De tal modo ocurrían las cosas en su mente que cuando alguna vez fue testigo de un suceso imprevisto lo que él veía delante era el reportaje que aparecería al día siguiente en la televisión mientras sopesaba el ángulo perfecto para una buena toma.
Este era su sino y así discurría la vida de Cristobal, cuando un día su amigo Ignacio llegó con una buena noticia: la oferta más interesante del verano para viajar a la India.
- ¡La India! Un país gigantesco, exótico y lejano...
Años atrás, consciente de que la civilización occidental descansa sobre tres pilares básicos: Atenas, Roma y Jerusalén, inició su periplo por estas ciudades cargadas del polvo de la historia y a ellas acudió con el afán del converso.
En Grecia, quedó sorprendido con la Acrópolis, e incluso, vio un ave precipitarse desde el punto más elevado, cual Icaro, para estrellarse contra el suelo, pero pasó por alto que la fuerza del espíritu griego radica en el amor por la verdad y la búsqueda de la virtud.
Roma le recordó las cuadrigas de Ben-Hur y en el Coliseo creyó oír el Ave Cesar, morituri te salutant de los gladiadores en la arena, sin embargo, ignoró las catacumbas, escenario laberíntico de los primeros cristianos en la Ciudad Eterna.
Y en Tierra Santa huroneó las piedras y las mil rutas áridas del desierto holladas por caravanas y viajeros de toda laya, mas no advirtió el santuario estrellado, la inmensa bóveda celeste sobre su cabeza, testigo fiel de las andanzas del galileo.
Ahora se le presentaba la ocasión de ir al país del que tanto se hablaba: la India. No lo dudó ni una vez. No se lo pensó dos veces. Y en tres horas estaba todo preparado. Y partió.
¡Por fin la India milenaria ante sus ojos, como un turista más! Pero él sólo vio ardillas juguetonas en los jardines, encantadores de serpientes, carreteras ruinosas, descuidados hoteles, peor comida. Y vio él que todo eso era malo y lo capturó con su cámara y pasó el primer día y se arrepintió de haber pisado alguna vez aquél lugar.
Ante los templos indúes se arrodilló. Recordó sus otros viajes a Hispanoamérica donde contemplara los medallones, las columnas recubiertas por hojas y guirnaldas de estilo plateresco de tantas iglesias coloniales, y pensó que no eran sino reminiscencias del pasado para ser guardadas en la cámara oscura.
Cristobal miraba la realidad del mundo, a través del ojo de la cerradura, ya que no tenía la puerta de su alma abierta de par en par.
Y así, la verdad más profunda de la India, esa India de sabiduría imperecedera, quedaba para él, cual velo de Maya, perdida tras la cortina de humo que era su vida. Y pensó que siempre se había visto a sí mismo como un trashumante buscando nuevos pastizales.
(Continuará)