14 marzo 2009

La serpiente entre las flores II


El cañón del Rio Lobos es un paraje singular que percute sobre las fibras sensibles de todo visitante atento. Abarqué con mi vista el entorno y respiré más tranquilo. El rincón en el que me encontraba configura un paraje idílico donde una ermita, a través del crisol de unos mensajes ocultos escritos aquí y allá, es cercada por un riachuelo de aguas prístinas en un abrazo eterno. A pesar de que me encontraba solo y del ruido que escuché a mi espalda, no sentía el más mínimo temor; tal vez fuera debido a la serenidad que exudaban las piedras o a la energía y la calma que emerge fúlgida del lugar; o quizá debido a los rayos que un sol generoso rociaba por sobre las rocas. Lo cierto es que me entretuve en la contemplación de los motivos ornamentales que cubrían de misterio la ermita por dentro y por fuera.

Pasé instantes inolvidables contemplando los canecillos son sus gárgolas preñadas de simbología esotérica, los delicados capiteles en columnas y pilastras, el impresionante y enigmático mandala en forma de corazón, símbolo de la chispa divina sembrada en el hombre. Me dejé seducir por el impresionante vitral construido con sonidos, silencios, reflejos, oquedades, luces y sombras, como un mosaico multicolor y me sumergí en la tarea de escudriñar el significado de tantos mensajes depositados en aquél recóndito lugar, encrucijada de caminos, por los caballeros del temple.

De pronto algo llamó mi atención. En una doble hilera de canecillos descubrí al dios griego pan tocando la flauta. Nada de particular, pero por alguna extraña razón su vista fue el detonante que me llevó por el laberinto cifrado que luego me haría probar tan vívidas experiencias en el interior de la Cueva Grande. El tiempo se comprimió hasta un instante eterno cuando contemplé la hilera de símbolos numéricos trabados formando un mensaje intemporal que afina el alma y la transmuta en el más virtuoso de los instrumentos sonoros.

No pasaba nada en el exterior pero por dentro fluía sin cesar la música de las esferas, la armonía perfecta, la esencia de la realidad camuflada en los números. Mientras mi espíritu se embebía de esta rumia, creí ver una sombra que cruzara la hendidura de acceso a la Cueva Grande y allí me dirigí salvando el puente que servía de pasadizo a la gruta. Del interior de la misma emergía un canto lejano de voces bien conjuntadas que parecían salidas de un viaje en el tiempo. En la penumbra, un caballero alto bien formado, espada al cinto, yelmo en la cabeza y cruz en el pecho, me hizo señas para que lo siguiera. Parecía el mismísimo Bernardo de Claraval redivivo. Contuve el aliento y, aunque me flaqueaban las piernas, eché a andar.









4 comentarios:

alba* dijo...

Con la venia señoría; PRO-TES-TO.
No es posible que después de una semana nos dejes así de nuevo vamos, jaja ¡serás!

Por un momento he sentido que yo misma estaba allí .-)
Un placer leerte, Prometeo.

Bueno pues nada, esperaremos la tercera entrega.

Besos señor náufrago.

Prometeo dijo...

Buenos días, alba*. Aunque esto daría para una novela, prometo que este mismo fin de semana quedará concluida la tercera y última parte (si no hay ningún contratiempo).

Besos y gracias.

Marcela dijo...

Fotos, texto, historia... Todo apasionante.
Espero lo que sigue.
Besos.

Prometeo dijo...

Gracias Marecela

Besos