Hay palabras que alguna vez nos dieron refugio, palabras que fueron hogar y brújula en tiempos inciertos. Son esas palabras que nos enseñaron a mirar el mundo con asombro, a encontrar sentido en el caos, a sostenernos en la fragilidad de los días. Sin embargo, con el paso del tiempo, muchas de ellas se han ido perdiendo, sepultadas bajo la prisa, la inmediatez y la vorágine de un mundo que parece no tener tiempo para detenerse en los matices del lenguaje.
Recordemos aquellas palabras que, aunque olvidadas, siguen resonando en algún rincón de nuestra memoria. Esperanza, por ejemplo, no era solo un anhelo, sino un pacto silencioso con el futuro. Compasión no era un gesto condescendiente, sino un lazo que nos unía con la vulnerabilidad del otro. Silencio, lejos de ser vacío, era un espacio sagrado donde la mente podía escucharse a sí misma. Aventura, encrucijada de los caminos de la vida. Descubrimiento, como el anhelo máximo del tiempo.
Hubo una época en que el lenguaje tenía peso, en que las palabras no eran simples etiquetas, sino vehículos de significado profundo. Se hablaba con cuidado, con intención, con la conciencia de que cada palabra podía construir o destruir, sanar o herir. Hoy, en un mundo saturado de información instantánea y frases vacías, el lenguaje parece haber perdido su profundidad, su capacidad de tocar el alma.
Pero aún estamos a tiempo. Aún podemos rescatar las palabras que nunca debimos olvidar. Podemos volver a decir gracias con verdadero reconocimiento, pronunciar te escucho con una presencia genuina, regalar un te entiendo que no sea solo una respuesta automática. Podemos recuperar la capacidad de nombrar lo que sentimos, de poner en palabras lo que a veces el ruido del mundo nos hace callar.
Quizás, en el fondo, este sea el verdadero sentido de la escritura: recordar, rescatar, volver a dar vida a lo que nunca debió perderse. Porque mientras haya alguien que pronuncie con sinceridad una palabra auténtica, las palabras seguirán teniendo un lugar en este mundo.
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