Miguel caminaba despacio por las calles adoquinadas de Puebla Marina, sumido en
esa extraña sensación de quien regresa a un lugar que siempre fue suyo, pero que
ahora se muestra con matices desconocidos. El viento marino traía consigo un
murmullo de historias olvidadas, de voces lejanas que parecían llamarlo desde
algún rincón del pueblo.
Se detuvo en la plazoleta central, junto a la fuente de
piedra donde los niños jugaban con el agua, ajenos al paso del tiempo. Entonces
lo vio.
Un niño, de no más de diez años, lo observaba desde la sombra de un
árbol. Tenía el cabello revuelto y unos ojos oscuros que brillaban con una
mezcla de picardía y curiosidad. Se acercó a Miguel sin titubear y, sin decir
palabra, le extendió un sobre amarillento.
—Para ti —dijo el niño, con voz grave
para su edad.
Miguel tomó la carta con manos temblorosas. El papel estaba ajado,
como si hubiera sido guardado durante décadas, pero lo que más le impactó fue
ver su nombre escrito con letra menuda e infantil.
Era su propia caligrafía de
niño.
Se sentó en un banco y, con el pulso acelerado, deslizó los dedos por la
solapa y la abrió. Dentro, encontró un único folio doblado en cuatro partes. Al
desplegarlo, reconoció la escritura: no era suya. Era de Sofía.
"Miguel, Si
algún día vuelves a Puebla Marina, hay algo que debes encontrar. No sé si
recordarás nuestro escondite secreto, aquel lugar donde guardábamos los tesoros
que nos parecían más importantes. Allí dejé algo para ti. Un día quise
decírtelo, pero ya era tarde. Si lees esto, busca en la casa de la higuera, la
que está en el camino a los acantilados. Siempre te he esperado aquí. Sofía."
Miguel sintió cómo el tiempo se rompía a su alrededor. La casa de la higuera.
¿Cómo había podido olvidarla? De niños, él y Sofía solían refugiarse allí, en
una vieja casa abandonada, cubierta por las ramas de una higuera inmensa que
trepaba por sus muros como si quisiera devorarla. Era su escondite, su
santuario, el lugar donde imaginaban mundos imposibles y prometían secretos que
solo ellos conocían.
Levantó la vista, pero el niño que le había dado la carta
ya no estaba.
La casa seguía en pie, aunque el tiempo la había convertido en un
cascarón de madera gastada y piedra agrietada. Las hojas de la higuera seguían
meciéndose al viento, proyectando sombras sobre la fachada como dedos largos que
invitaban a entrar.
Miguel empujó la puerta con cuidado y el chirrido del metal
oxidado le provocó un escalofrío. La luz se filtraba en haces dorados a través
de los huecos del techo y el aire olía a higuera y polvo antiguo.
Caminó hasta
la esquina donde, de niños, cavaban pequeños hoyos para esconder sus "tesoros":
canicas de colores, cartas escritas con promesas de amistad, un reloj sin
manecillas que habían encontrado en la playa.
Se arrodilló y comenzó a apartar
la tierra seca con las manos. Y entonces, lo encontró.
Un pequeño cofre de
madera, cubierto por una pátina de tiempo. Lo sacó con cuidado, sopló el polvo
y, con el corazón latiendo en su garganta, levantó la tapa.
Dentro había un
pañuelo de seda azul, cuidadosamente doblado. Lo desplegó y encontró una
fotografía en blanco y negro.
En la imagen estaban él y Sofía, de niños,
sentados bajo la higuera. Él sonreía con la despreocupación de la infancia, pero
lo que más lo conmovió fue la expresión de Sofía: una sonrisa serena, con un
brillo especial en los ojos. En el reverso de la foto, había una inscripción
escrita con la misma letra menuda de la carta:
"Siempre te esperé aquí."
Miguel
sintió un nudo en la garganta. Se apoyó contra la pared y cerró los ojos.
Puebla
Marina, con su viento salado y su murmullo de historias, le había traído de
vuelta un pedazo de su propia vida que creía perdido.
Y, en ese instante,
entendió que algunos regresos no eran solo físicos. Eran, sobre todo, el
reencuentro con lo que uno nunca debió olvidar.
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