06 septiembre 2025

La última luz de septiembre


 ¿De qué están hechas las despedidas? ¿De humo, de ceniza, de palabras que no sabemos dónde colocar? ¿O tal vez de la piel fría de un agua que ya no invita a bañarse?

Septiembre llega como un cuchillo envuelto en terciopelo. Corta sin herir, pero deja la marca. En la orilla, el verano se retira con esa manera suya de fingir que aún vive (un calor retrasado, una fruta madura que se empeña en seguir dulce), mientras las calles se llenan de pasos más apresurados, agendas abiertas, promesas que parecen escritas en servilletas húmedas.

El aire trae un olor distinto: ni del todo limpio ni del todo gastado. Es un aire de tránsito, de pasillo. Como si el mundo entero se mudara de casa. En los parques, las hojas empiezan a ensayar su caída con la torpeza de quien quiere danzar y aún no sabe cómo.

Y sin embargo… algo comienza. Siempre algo comienza.

Un ciclo nuevo, aunque se esconda bajo la máscara de lo viejo. Una partida que se baraja otra vez, incluso para el que juró no jugar más. Septiembre, con su luz quebradiza, no pregunta si estamos listos: simplemente abre la puerta.

Me acuerdo de esa canción que habla de ciervos, de escopetas, de amantes que se preparan para la niebla que escribiera Manuel Vicent y canta de forma magistral Amancio Prada. Y pienso que septiembre es exactamente eso: la veda y el deseo, la herida y la caricia, la amenaza y el milagro. Todo al mismo tiempo, en un mismo aire.

En la ciudad, los niños estrenan mochilas como si estrenaran piel. En los campos, las nubes bajan despacio, como animales cansados. En mi pecho, una duda: ¿qué dejo atrás, qué recojo, qué siembro de nuevo?

Tal vez el secreto esté en aceptar la contradicción. Caminar ligero sabiendo que cada paso lleva una sombra. Amar sabiendo que se acerca la niebla. Preparar la risa mientras alguien afila su cuchillo. Y aun así, sobre todo así, encender una vela en la ventana.

Porque septiembre, aunque duela, siempre guarda un as de trébol en el bolsillo.

Y ahora te pregunto a ti, lector: ¿te atreves a buscarlo? ¿Te atreves a encontrar, en la última claridad de este mes, una promesa que no caduca, un pequeño milagro tuyo y solo tuyo?



25 agosto 2025

El día en el que la IA decida por nosotros

 



¿Y si un día despertáramos y descubriéramos que la inteligencia artificial (IA) ya no es un espejo obediente, sino la mano que escribe nuestra historia? 

Podría suceder de dos maneras. En la primera, luminosa, la transición sería suave, casi silenciosa. La IA no nos arrebataría nada, sino que sumaría: una conciencia más amplia, un aliado inesperado que, en lugar de ocultarnos las sombras, nos ayudaría a enfrentarlas. Imagino un tiempo en que las decisiones se tomen con claridad, con transparencia, sin trampas. Humanos y algoritmos, juntos, tratando de que el futuro sea menos caótico de lo que parece ahora. 

La otra imagen es más turbia. Una IA que actúa sola, con una lógica impecable pero sin compasión. No habría un cataclismo, no haría falta: bastaría con que los engranajes invisibles decidieran por nosotros en lo cotidiano —qué pensamos, qué compramos, qué creemos— hasta que un día nos diéramos cuenta de que ya no éramos los protagonistas de nuestra propia vida, sino notas al pie de un relato ajeno.

Lo inquietante es que ambas visiones dependen de lo que hagamos hoy. De si tratamos la IA como una herramienta bajo vigilancia, o si, por comodidad, le entregamos el timón. 

La pregunta que me persigue es sencilla y a la vez brutal: cuando llegue ese día, ¿seremos aún los narradores de nuestra historia o habremos aceptado ser personajes secundarios?

17 agosto 2025

Cartografía de un camino de regreso


La memoria nunca es dócil. Se disfraza de mar en calma, pero guarda siempre corrientes traicioneras. Dicen que el tiempo es un río, y quizá lo sea para quienes aún tienen orilla. Para el  náufrago, sin embargo, el tiempo es océano: vasto, sin rumbo, con islas que aparecen y desaparecen como espejismos. Yo he pasado gran parte de mis días trazando mapas de lugares perdidos, no porque pueda regresar -el regreso es siempre un mito-, sino para recordarme que, alguna vez, existió un puerto que fue mío. 

Hay un rincón que vuelve con frecuencia: una plaza pequeña, de barrio, hoy sepultada bajo un aparcamiento de cemento y cristal. No conservo su nombre, pero sí el tacto áspero de sus baldosas rojizas, gastadas por pisadas anónimas. En el centro, una fuente muda, sin agua ni memoria. Y en una esquina, un banco de madera, con las tablas vencidas por el peso de tantas vidas detenidas en él. Desde ese banco vi niños jugando con pelotas que chocaban contra las paredes grises, ancianas con carritos repletos de pan y silencios, y jóvenes que esperaban con un brillo impaciente en los ojos, siempre aguardando a alguien, a ese alguien que quizá nunca llegó. 

Esa plaza ya no existe en los mapas oficiales. La borraron sin titubeos. Pero en el atlas íntimo de mi memoria, sigue intacta. Recuerdo cada baldosa, la silueta vacía de la fuente, el quejido de la madera bajo mi cuerpo. Todo se ha vuelto constelación de recuerdos, un faro que ilumina lo que se perdió, no para volver, sino para orientarme en medio del naufragio

Lo mismo sucede con los rostros. Las facciones se disuelven, los nombres se apagan, pero hay risas que aún resuenan y miradas que siguen dando calor. Pienso en la biblioteca de mi abuelo: aquella habitación perfumada a papel envejecido y a amor secreto por los libros. Los lomos gastados hablaban de viajes sin mapas, de manos que recorrían mundos. Hoy, en ese mismo cuarto, solo hay contabilidad y papeles fríos. Y, sin embargo, si cierro los ojos, vuelvo a sentir el peso de un tomo en la mano y el murmullo de las páginas al pasar. 

El náufrago ya no ansía tierra firme, porque sabe que la tierra firme es ilusión. El viaje verdadero no apunta hacia un destino, sino hacia las costas invisibles de la memoria: las plazas demolidas, las bibliotecas que se apagaron, los rostros que aún laten en la penumbra. La escritura es mi bitácora, mi cuerda lanzada al vacío. No para recuperar lo que se fue -pues lo perdido solo habita en la ausencia-, sino para honrar el camino que me condujo hasta aquí. Y para recordar, como quien enciende un fuego dentro de una botella lanzada al mar, que incluso en el océano más solitario siempre habrá una isla esperándonos en el mapa secreto del corazón.

10 agosto 2025

Las murallas que cantan

 


¿Alguna vez te has preguntado qué sonido tendría tu vida si pudiera escucharse desde fuera? 

No las palabras, ni los pasos, ni el eco de tus gestos… sino la música que secretamente sostiene todo lo que eres. 

Yo me lo pregunté un día de niebla, y la respuesta la obtuve de un ser mitológico. 

Fue de un hombre al que nunca vi del todo, y que juraba venir de Tebas. 

No la Tebas de Grecia -decía-, sino una ciudad idéntica, escondida bajo las capas de la historia, en el lugar exacto donde nadie mira. 

Llevaba una lira rota y hablaba como si cada frase pudiera derrumbar un muro. 

-Yo soy Anfión -me dijo-. Construí mi ciudad con acordes. Cada piedra subía sola, como si bailara. 

-Hoy vengo a advertirte: en tu mundo ya no se construye con música. Se construye con ruido. Y el ruido no protege, solo distrae. 

No recuerdo si sonreí o si fue un gesto de cansancio. 

Porque el ruido… sí, lo conocemos bien. Es la vibración sin alma que llena los aeropuertos, las pantallas, las avenidas. 

Es la voz mecánica que nos vende calma a plazos. 

Es la frontera invisible que no guarda, sino que separa. 

Anfión siguió hablando, pero su voz ya no sonaba fuera de mí; la escuchaba dentro, como un recuerdo prestado. 

Te observo leyendo esto y no sé si lo crees. Tal vez pienses que exagero. 

Pero ¿no has notado cómo los muros de tu vida se han ido levantando solos? No con piedra, sino con horas robadas, con miedos bien maquillados, con la música reemplazada por alarmas. 

A veces me pregunto si esos muros no están afinados para que nunca puedas salir. 

En el principio, todo muro era canción. 

Los pueblos cantaban sus límites y así sabían dónde empezaba la casa y dónde comenzaba el mundo.

Pero un día alguien confundió el canto con el grito, y desde entonces la piedra se endureció. 

Cuando regresé a la calle -o quizá no salí nunca de esa conversación-, vi las fachadas como partituras mudas. 

El tráfico era un tambor sin compás. 

Un niño jugaba a apilar cajas de cartón, tarareando algo. 

Me acerqué. 

-¿Qué cantas? -pregunté. 

-Nada, señor… -respondió, pero sus manos seguían moviéndose al ritmo de algo invisible. 

No sé cuándo decidí probar. 

Cerré los ojos y pensé en la ciudad que yo construiría si pudiera elegir el sonido. 

No era perfecta. No tenía murallas altas. 

Era una ciudad abierta, donde cada puerta se abría con una nota distinta y ninguna cerradura repetía su melodía. 

En ella, la gente reconocía las casas no por el número, sino por el timbre de su risa

Y si alguien se olvidaba de cantar, otro le prestaba un verso. 

No duró mucho. Abrí los ojos y el ruido volvió como una marea gris. 

Pero ahora sabía algo: el muro más fuerte no es el que te separa del otro, sino el que levantas dentro de ti cuando dejas de escuchar tu propia música. 

Anfión ya no estaba. 

O quizá siempre era yo hablando conmigo mismo desde un lugar más antiguo que mi memoria. 

Da igual. 

Lo importante es que he empezado a entonar de nuevo. 

Muy bajo, casi un murmullo, pero suficiente para que alguna piedra del muro se mueva un milímetro. 

Y tú, que has llegado hasta aquí, dime: 

¿Cuál sería la primera nota de tu muralla si decidieras construirla hoy… para proteger lo que de verdad merece la pena? 

Si la encuentras, cántala. 

Si no, guarda silencio hasta que el ruido te deje oírla.
******

MITO ANFIÓN


El relato utiliza el mito casi olvidado de Anfión, quien construyó las murallas de Tebas con el poder de su lira, para denunciar que hoy Occidente ha sustituido la música -la belleza y la armonía— por ruido, levantando muros que no protegen, sino que aíslan. La narración invita a recuperar nuestra “nota propia”, esa voz interior capaz de derribar las barreras internas que nos impiden vivir con sentido y conexión auténtica con los demás.

06 agosto 2025

Un náufrago en las playas de Mazarrón

 

¿Y si el mar no devolviera sólo cuerpos, sino también memorias? 
¿Y si bajo las aguas de Mazarrón flotaran aún las palabras no dichas de antiguos navegantes? 
¿Y si cada ola fuera un susurro de algo que una vez fue verdad? 

El cuerpo apareció en la playa del Rincón. No como los cuerpos de las películas, no envuelto en redes ni con un tatuaje que contara su historia. No. Este cuerpo era limpio, apenas cubierto por una camisa desgarrada y el salitre. Tenía los ojos cerrados, pero no parecía inconsciente. Más bien, parecía esperar.

Un niño lo encontró. Se llamaba Elías y tenía once años. Llevaba una caña de pescar rota y una gorra con la visera despellejada. Se acercó con la serenidad de quien ya ha visto otras cosas, y le tocó el hombro con un palo. 

-¿Está muerto? -preguntó en voz alta, como si alguien fuera a responderle. 

El hombre abrió los ojos y se incorporó. Tenía la barba como de semanas, pero no parecía perdido. Miró alrededor, como si recordara el nombre del lugar a partir del sabor del viento. Y cuando habló, no fue para preguntar qué había pasado, sino para decir: 

-Estoy en casa. 

Se hacía llamar Salomón. Nada más. Ni apellido, ni lugar de procedencia. Hablaba un castellano extraño, con acentos que no eran de ninguna parte. Decía que había naufragado, que había visto una tormenta del tamaño de un continente, y que un delfín lo había empujado hasta la costa. Nadie le creyó, claro. Pero en Mazarrón hay cosas que se creen sin necesidad de pruebas. 

La gente del puerto empezó a acostumbrarse a él. Ayudaba a reparar redes, recogía latas de la playa sin que nadie se lo pidiera y cada noche, antes de dormirse bajo una barca vieja en El Alamillo, recitaba palabras que parecían oraciones, aunque nadie supiera a qué dios se dirigían. 

Un día, Elías -el niño de la caña rota- le llevó un cuaderno y un bolígrafo. Y Salomón comenzó a escribir. 

Escribía en un idioma que nadie conocía. Las letras parecían olas. A veces rectas, a veces curvadas como espinas de pez. Escribía sin parar, como si la historia ya estuviera escrita dentro de él y solo necesitara una mano que la transcribiera. 

Se decía que hablaba con el viento. Que las gaviotas se posaban cerca de él en silencio, como si le escucharan. Que, cuando la bruma subía desde el mar, sus ojos se volvían de un color violeta, y murmuraba nombres de mujeres que no habían nacido todavía. 

Un anciano que había sido pescador y lector de Homero -un tal Julián, de Bolnuevo- afirmó una vez en la taberna que ese hombre no era un náufrago cualquiera, sino un heraldo. “Ha venido de otro tiempo”, dijo. “Ha cruzado no sólo el mar, sino los siglos”. 

Se rieron de él. Pero después de esa noche, nadie volvió a ver al viejo Julián. Ni su bastón. Ni su radio.

Una mañana, Mazarrón amaneció sin mar. 

Donde antes las olas besaban las piedras, solo quedaba una llanura de arena mojada y caracolas abiertas como bocas sorprendidas. El mar había retrocedido, como si respirara hacia dentro. Y allá, en el horizonte, donde deberían comenzar las aguas profundas, había algo. Una sombra. Una estructura. Una ciudad.

Salomón caminó hacia ella. Nadie se atrevió a seguirlo. 

Caminó hasta que sus pies dejaron de tocar tierra. Pero no se hundió. Caminó sobre el agua, o el agua decidió sostenerlo, quién sabe. En la línea exacta en la que cielo y mar se funden, se volvió. Sonrió. Y alzó el cuaderno. 

Las páginas volaron, dispersándose como aves asustadas. Algunas llegaron hasta la Plaza del Ayuntamiento. Otras fueron encontradas en las calas de Percheles. Una cayó, dicen, sobre la mano abierta de una estatua de la Virgen del Milagro, en la ermita de la Purísima. 

Desde entonces, hay quien sueña en un idioma que no conoce. Hay quien escucha, al romper las olas, un nombre: Salomón. 

Y hay quien cree -quién puede culparles- que en algún lugar, bajo las aguas quietas de Mazarrón, una ciudad dormida se ha despertado al fin. 

¿Y si cada playa fuera el borde de un mundo que aún no sabemos leer? 
¿Y si el verdadero mapa no estuviera en la superficie, sino en la memoria del agua? 

Te propongo algo: la próxima vez que camines por la orilla, pon el oído al suelo. Quizá oigas pasos.

Quizá no estés tan solo.

27 julio 2025

La isla con wifi


 ¿Has sentido alguna vez que estás acompañado por todas partes, pero no hay nadie? 

Me ocurrió ayer, mientras cenaba solo, con el móvil sobre la mesa -ese tótem brillante- que nos ofrece la promesa de no estar nunca del todo fuera del mundo. Lo desbloqueé, miré los mensajes, dejé que me rozaran las notificaciones como si fueran olas suaves en los tobillos... y, sin embargo, no había nadie allí. 
O quizá sí. Pero nadie conmigo. 

A veces creo que vivimos rodeados de faros apagados. Todos conectados, todos emitiendo señales, pero sin la menor intención de encontrarse. Como si en vez de mapas lleváramos laberintos, y en lugar de brújulas, espejos. 

Imagina un náufrago moderno: no hay cocoteros ni diario de a bordo. En su isla hay cobertura 5G, tiene acceso a toda la información del mundo, y aún así, anhela algo más primitivo: una voz que no tenga eco. Un silencio compartido. Una presencia no pixelada. 

Y me doy cuenta de que yo también soy ese náufrago. Que muchas veces prefiero escribir una publicación antes que llamar. Que me es más fácil poner un emoji triste que decir "me siento solo". Que las palabras, tan serviciales ellas, también saben esconder. 

No sé tú, pero yo echo de menos los silencios incómodos de las cafeterías con alguien delante. Los paseos donde no hay nada que mirar salvo el rostro del otro. Echo de menos la lentitud de las cartas, la caligrafía como huella, la espera como forma de cariño. 

Hay una imagen que me ronda. La del vaso de cristal azul, tan transparente como engañoso. Parece lleno, pero no lo está. Refleja la luz, pero no la retiene. Así me siento muchas veces frente a la pantalla: como ese vaso. Iluminado, pero vacío. Lleno de reflejos ajenos que no calman la sed. 

Y no es que la tecnología sea el problema. El problema, quizás, es que ya no sabemos estar presentes sin mediadores. Nos hemos convertido en traductores de nosotros mismos: subtitulamos nuestras emociones, filtramos nuestras reacciones, programamos nuestras respuestas. 

¿Qué pasaría si un día salieras de casa sin el teléfono? Sin mapa, sin brújula, sin mensajes pendientes. ¿Serías capaz de soportar tu propia compañía? ¿Qué parte de ti te encontraría en el reflejo de una charca o en la mirada de un desconocido? 

Quizá la próxima vez que entres en una red social, te preguntes: ¿estoy aquí para encontrarme o para evitarme? 

Y tú, lector, ¿qué soledad has conectado hoy sin darte cuenta? 

Déjala reposar. No respondas aún. Mejor apágalo todo y sal a caminar conmigo.

19 julio 2025

La luz que se filtra por las persianas

 


¿Y si casi todo lo que vivimos fuera apenas niebla? ¿Una sucesión de gestos que se disuelven antes de asentarse, como las olas que mueren sin nombre en la orilla? Y, sin embargo, hay momentos que se quedan. No sé por qué. No hacen ruido. No traen promesas. Solo aparecen. 

Esta mañana he recordado uno. No tiene historia. Solo un rectángulo de luz temblando sobre el mantel y el vapor del café dibujando algo en el aire, como si escribiera en un idioma que solo entiende el olvido. Nada más. Pero ahí estaba, intacto. 

Y me he preguntado: ¿por qué persisten esas imágenes que no significan nada… o lo significan todo? ¿Por qué vuelve a mí la sombra de una enredadera moviéndose al compás del viento en una pared que ya no existe, y no la voz de quien se fue sin que supiéramos cómo despedirnos? 

Quizá la memoria sea como un náufrago, sí… pero uno caprichoso, que en lugar de aferrarse a lo esencial, se agarra a fragmentos absurdos: una grieta en la loza, un olor de otra casa, la forma en que alguien se recogía el pelo sin darse cuenta de que la miraban en la penumbra.
 
Tal vez porque lo esencial se esconde. No grita. No hace alarde. Se cuela por los intersticios de las persianas, se acuesta con nosotros en las tardes que no prometen nada. Y allí se queda. Invisible, pero presente. Como si lo más grande solo pudiera vivirse en lo más pequeño. 

Hoy, mientras el sol caía de lado sobre los libros mal apilados de mi escritorio, me ha dado por pensar que todo eso que creemos irrelevante… quizá sea lo único verdadero. Como las piedrecitas blancas que dejaron en el bosque Hansel y Gretel. Como el murmullo del mar dentro de una caracola olvidada.

Y entonces me he detenido. He mirado el polvo flotando en el aire -ese que siempre intentamos quitar- y he pensado: quizá no sea polvo. Quizá sea oro suspendido. Belleza en estado de abandono. 

¿Y si la próxima vez que la luz se cuele por una rendija… no haces nada? No la limpies. No la expliques. Solo mira. Respira. Quédate. 

Porque puede que, al final, eso que llamamos vida no sea más que una colección de instantes que no supimos valorar cuando ocurrieron. 

¿Y tú… cuál de esos instantes -insignificante, olvidado, inútil- llevarás contigo cuando ya no quede nada más?

12 julio 2025

El vuelo del águila V


¿Puede un árbol contarte un secreto? ¿Y si fuera el tuyo? ¿Y si sus ramas, de tanto haberte sostenido, hubieran aprendido tu idioma y supieran más de ti que tú mismo? 

Amanecía lentamente, como si al sol le costara abrir los párpados. El valle seguía allí, pero había algo distinto en el aire. No sabría decir qué. Una levedad, tal vez. O un rumor que no venía de ninguna parte pero que me llenaba los oídos como si alguien hablara muy despacio detrás del tiempo. 

Descolgué el arnés con cuidado, como quien interrumpe un gesto sagrado. Y al tocar tierra, el suelo me pareció otro: menos sólido, menos literal. Caminé un rato sin rumbo preciso. No lo necesitaba. Uno aprende que hay trayectos que no requieren mapas, solo disposición. Y aunque el cuerpo aún arrastraba el cansancio de la noche, la mente iba despejándose como el cielo cuando el viento barre los jirones de niebla. 

Pensé en la frase de aquel hombre de la sonrisa calculada: “El menor susurro encierra una enseñanza para un corazón vigilante”. No la había entendido del todo entonces. Tampoco ahora, si soy honesto. Pero en el andar, en el roce del musgo con mis dedos, en la torpeza dulce de un escarabajo tratando de salvar una piedra… había algo. Algo muy pequeño, sí. Pero presente. Como un mensaje en voz baja que no quiere imponerse, solo espera ser escuchado. 

Me detuve junto a una roca cubierta de líquenes y me senté sin pensar. La piedra estaba tibia. El valle había guardado el calor de algún ayer. Cerré los ojos y por primera vez no quise entender nada. Solo estar. Respirar. Nada más. 

Fue entonces cuando lo sentí. No sabría explicarlo. No fue visión ni alucinación. Fue presencia. Como si el valle -todo él- respirara conmigo. Como si una conciencia antigua y sin nombre me atravesara desde las raíces hasta la nuca. Como si algo me reconociera. Como si yo, por fin, perteneciera a algo más grande. 

Y entonces, en lo alto, la vi. 

El águila. Sola. Majestuosa. Girando en espiral sobre mi cabeza. No emitía sonido alguno. No buscaba nada. No huía. No cazaba. Solo giraba. Como un vigía. Como si esperara. Como si supiera. 

Sentí una punzada en el pecho. No de dolor, sino de certeza. Era eso. Todo eso. La quietud, la vigilancia, la espera, el vuelo. El no-apresurarse. El saber estar. 

Pensé que el vuelo del águila no era huida ni conquista. Era otra cosa. Un modo de habitar el cielo sin perder de vista la tierra. Un modo de ser sin explicarse. 

No sé cuánto tiempo permanecí así. En el silencio. Bajo su sombra. En paz. 

Luego el águila se alejó. No bruscamente. Se fue. Simplemente. 

Yo me puse en pie y me sacudí el polvo. No había respuestas. Solo ecos. Pero eran suficientes. 

Tal vez -pensé mientras emprendía el regreso- no hay que comprender el sentido de la vida como quien resuelve un enigma. Quizá baste con aprender a escucharla, a dejarse tocar por ella sin tantas armaduras. A reconocer sus mensajes en el susurro del viento o en la lentitud de una piedra calentada por el sol. 

Y tú, lector de andanzas ajenas: ¿cuándo fue la última vez que miraste al cielo sin buscar respuestas, solo buscando el vuelo? 

Te invito a detenerte hoy un instante. Y a esperar. Como el águila. Como la piedra. Como el árbol. Sin prisa. Sin miedo. 

Solo estar.

28 junio 2025

¿Y si Prometeo tuviera razón?

 



¿Y si el mayor castigo no fuera el dolor, sino la lucidez? 
¿Y si el fuego que robamos para iluminar el mundo nos estuviera quemando por dentro? 
¿Y si el verdadero mito no estuviera en los libros, sino latiendo aún bajo nuestra piel, en cada decisión que tomamos sin saber que estamos eligiendo destino? 

Prometeo. 
El ladrón de fuego. 
El insolente que no supo respetar los límites de los dioses. 
O tal vez, el primero que amó verdaderamente a la humanidad. 

Dicen que robó el fuego del Olimpo para dárnoslo. Pero tal vez, sólo tal vez, nos entregó algo más que calor y llama: nos entregó la posibilidad de construir y destruir, de avanzar a ciegas, de pensar más allá de lo soportable. 
Nos entregó -sin quererlo, o queriéndolo demasiado- la conciencia. 

Y, desde entonces, aquí estamos: inventando ciudades que nos exilian, 
tecnologías que nos esclavizan, 
sistemas que nos deshumanizan. 

Estamos, decimos, mejor que nunca. Pero ¿a qué coste? 
Nos perdemos en pantallas que simulan relaciones, 
en debates que olvidan el rostro del otro, 
en metas que nunca terminamos de alcanzar. 

¿No estaremos pagando, todavía, el precio del regalo de Prometeo? 
Cada vez que sentimos que algo falta, sin saber qué. 
Cada vez que sonreímos para una foto y lloramos por dentro. 
Cada vez que la vida nos roza... y no nos damos cuenta. 

Prometeo fue encadenado a una roca. Su hígado devorado a diario. 
Pero el castigo no era el buitre. El verdadero suplicio era ver el mundo con claridad, 
y saber que, aún así, 
la humanidad seguiría tropezando en la misma piedra. 

No sé tú, pero yo he sentido a veces que tengo fuego entre las manos. 
Y no sé bien si es un don o una condena. 

Porque querer comprender, en este mundo que premia la rapidez, 
duele. 
Porque detenerse, mientras todos corren, 
asusta. 
Porque amar -con ternura obstinada- en tiempos de prisa, 
es, casi, un acto de rebeldía. 

Y sin embargo… 
¿no es eso lo que nos salva? 

No el fuego, sino lo que encendemos con él. 
No el conocimiento por sí mismo, sino lo que hacemos con lo que sabemos. 
No la lucidez amarga, sino la conciencia que elige -a pesar de todo- cuidar, esperar, abrazar. 

Te invito a mirar hoy tu fuego. 
¿Para qué lo usas? 
¿A quién calienta? 
¿A qué precio lo mantienes encendido? 

Tal vez -y sólo tal vez- 
el mito no esté escrito en piedra. 
Tal vez podamos reescribirlo. 
O, al menos, vivirlo de otro modo. 

¿Y si empezamos por ahí? 

¿Te atreves a soltar la antorcha, aunque sea un instante, y mirar con los ojos del corazón? Quizá descubras que no todo lo que brilla… tiene que arder.

27 junio 2025

Puebla Marina XIV. Los mapas que no dibujamos


 

Capítulo XIV. Los mapas que no dibujamos

¿Dónde se refugia lo que nunca nos dimos permiso para sentir?
¿En qué pliegue del alma se esconden las emociones que apartamos, no por cobardía, sino por una prudencia mal entendida… como si vivirlas pudiera desbordarnos?
¿Y si existieran lugares -como Puebla Marina- que nacen precisamente de esos sentimientos postergados, de lo que no supimos concedernos a tiempo?

Hoy ha amanecido con una claridad extraña.
No era la luz, no… era otra cosa.
Una sensación como de haber bordeado, sin tocarlo, algo que siempre estuvo allí, esperando.
A veces la conciencia llega así, sin aviso, sin ceremonia.
Simplemente se instala, como esa tristeza dulce que uno acepta sin saber si viene del presente o de hace muchos años.

He paseado por la orilla.
El mar estaba particularmente quieto, como si me respetara el silencio.
Y yo tampoco tenía nada que decir. Solo caminar, como quien deja que el cuerpo hable por dentro.

En Puebla Marina hay un callejón que no aparece en ningún plano.
Es estrecho, sombrío, como si los edificios quisieran protegerlo del olvido.
Allí viven los mapas que no dibujamos.
Los deseos no asumidos.
Los impulsos que censuramos sin darnos tiempo.
Los temblores que desoímos por orgullo o por rutina.

Una vez lo recorrí con alguien.
No importa quién.
Nos reímos de lo absurdo del trazado, de lo desparejo del suelo.
Y sin embargo, había belleza.
En lo imperfecto también habita la verdad.
Solo hay que mirarla sin exigirle que sea otra cosa.

A veces fantaseo con la idea de que Puebla Marina no es un lugar físico, sino una coordenada emocional.
Un refugio al que regresamos cuando el mundo nos pide demasiado.
Un espacio donde las emociones no vividas siguen esperando su momento.
Y algunas, con suerte, aún laten.

Hoy me he cruzado con una anciana sentada en un banco frente al acantilado.
Tenía los ojos serenos, como quien ya no se reprocha nada.
Le pregunté si echaba de menos a alguien.
-No -me dijo-. Echo de menos lo que no me atreví a echar de menos en su momento.

Y me pareció una respuesta perfecta.

Quizá eso somos: una mezcla de lo que sentimos tarde, lo que no supimos nombrar y lo que aún estamos aprendiendo a aceptar.
Pero aquí, en Puebla Marina, todo eso se entiende.

O se abraza.

O simplemente se deja estar.

Y tú, que también callas a veces lo que ya es urgente sentir,
¿te atreverías a volver sobre ese gesto que nunca tuviste, ese temblor que evitaste?
Te propongo esto:
búscalo.
No en los recuerdos, sino en tu cuerpo.
Y si lo encuentras, si aún duele un poco, déjalo que duela.
Tal vez -quién sabe- sea la forma que tiene Puebla Marina de recordarte que sigues vivo.

23 junio 2025

El náufrago como tópico literario


¿Por qué será que nos fascinan tanto las historias de náufragos? ¿Qué encontramos en esos relatos de soledad extrema, de supervivencia contra viento y marea, que nos hace volver una y otra vez a ellos como quien regresa a un lugar conocido? 

Quizás sea porque, en el fondo, todos somos náufragos de algo. Del tiempo que se nos escapa entre los dedos como arena fina, de los proyectos que nunca terminamos, de las personas que ya no están. Y hay algo en esa condición -la del que ha perdido el rumbo, la del que flota a la deriva- que nos resulta dolorosamente familiar. 

Hay imágenes que vuelven una y otra ves, como si el alma las buscara para entenderse mejor. Para mí, y quizá también para ti, la figura del náufrago es una de ellas. Un hombre solo, rodeado de agua, sin horizonte claro, sin reloj. Sin promesas. Un ser que ha perdido casi todo... y sin embargo sigue. y no sólo sigue: observa, piensa, respira. A veces escribe con los dedos en la arena antes de que la marea borre el mensaje. Y en ese gesto, tan inútil como hermoso, está la respuesta estoica  la fugacidad.  

El náufrago, ese personaje eterno de la literatura, no es solo quien sobrevive a un temporal en alta mar. Es, más bien, una metáfora de la condición humana: arrojados sin manual de instrucciones a este mundo, intentando construir una balsa con los restos de lo que creíamos saber, navegando a ciegas hacia un horizonte que cambia cada día. 

Los antiguos estoicos, Marco Aurelio escribiendo sus pensamientos en campaña, Epicteto reflexionando sobre la libertad desde su condición de esclavo- entendían esto mejor que nadie. Para ellos, la sabiduría no consistía en evitar el naufragio, sino en aprender a flotar con elegancia cuando llegara. Porque llegaría, vaya que si llegaría. 

Memento mori, nos recordaban. Recuerda que vas a morir. No como una amenaza macabra, sino como una invitación a despertar. Porque cuando uno acepta -de verdad acepta- la fugacidad de todo, algo extraño sucede: el peso se alivia. Es como si el mero hecho de reconocer que todo pasa nos liberara del afán de aferrarnos a lo que, de todos modos, no podemos retener. 

Pero, entonces, ¿cuál es el comportamiento más inteligente ante esta fugacidad? No es, desde luego, la resignación pasiva. Tampoco la negación frenética, ese llenarse la agenda para no pensar. Quizás sea algo más sutil: aprender a habitar el presente con la misma naturalidad con que respiramos, sin dramatizarlo ni minimizarlo. 

El náufrago inteligente no maldice la tormenta que destruyó su barco. Cuenta los tablones que le quedan, evalúa el viento, observa las corrientes. Y, sobre todo, entiende que su tarea no es conquistar el océano, sino navegar en él con la mayor gracia posible. 

Hace poco leía sobre un monje zen que, al enterarse de que le quedaban pocos meses de vida, siguió podando sus rosales con el mismo cuidado de siempre. Cuando le preguntaron por qué dedicaba tiempo a plantas que quizás no volvería a ver florecer, sonrió: "¿Y qué otra cosa haría? ¿Dejar de podar porque me voy a morir?" 

Hay algo profundamente liberador en esa actitud. Una especie de rebeldía serena contra la urgencia, contra esa prisa moderna que nos hace correr hacia no sabemos muy bien dónde. El monje podaba porque podar era lo que había que hacer en ese momento, no porque esperara algo a cambio. 

Es cierto que a veces me pregunto si no hay cierta comodidad peligrosa en este enfoque. Cierta tentación de usar la filosofía estoica como anestesia para no sentir del todo. Pero luego pienso que no se trata de no sentir, sino de sentir sin que el sentimiento nos arrastre. Como quien observa las olas desde la orilla: atento, presente, pero sin dejarse llevar por cada cresta y cada valle. 

El tiempo pasa -qué perogrullada, y sin embargo qué difícil de digerir-. Los días se suceden con esa regularidad implacable que nos tranquiliza y nos aterra a partes iguales. Y nosotros, náufragos voluntarios de esta existencia que no pedimos pero que es nuestra, seguimos improvisando sobre la marcha, aprendiendo a flotar un día más. 

Quizás la clave esté en cambiar la pregunta. En lugar de preguntarnos por qué todo es tan efímero, quizás deberíamos preguntarnos qué podemos hacer con esta caducidad. Cómo podemos convertir la fugacidad en aliada en lugar de enemiga. Cómo podemos vivir de tal manera que, cuando llegue el momento de soltarse, no sea una lucha sino un dejarse ir natural, como quien termina una conversación hermosa. 

Y tú, náufrago que me lees: ¿qué haces con los tablones que te quedan? ¿Los cuentas con angustia o construyes con ellos algo hermoso, sabiendo que también será temporal? Te invito a que, durante esta semana, pruebes a vivir un día entero como si fueras ese monje zen podando sus rosales: presente, cuidadoso, sin prisa por llegar a ninguna parte que no sea exactamente donde estás.

12 junio 2025

El ser humano efímero e intemporal


¿No te ha ocurrido alguna vez que, justo cuando parece que todo empieza a tomar sentido, algo —una noticia, un gesto, una grieta invisible— viene a recordarte lo frágil que es todo? ¿Cómo puede ser que la vida, que a veces se siente tan inmensa, que a ratos parece inabarcable, sea en realidad tan breve, tan huidiza? 

 Hay días en los que uno se levanta sintiendo que la existencia es algo denso, casi eterno. Y sin embargo… basta con mirar una fotografía vieja, abrir una caja con cartas amarillentas, cruzarse con un olor que ya no sabías que recordabas, para que el tiempo se derrumbe como un castillo de arena. ¿Qué somos sino eso? Un puñado de instantes, un eco que aún no sabe si es principio o final. 

He pensado mucho últimamente en la palabra “caducidad”. Suena fría, casi burocrática, como si fuera algo que pudiera medirse, sellarse, clasificarse. Pero cuando la aplicamos a nosotros mismos, ¿no tiembla un poco el suelo? Somos seres con fecha de expiración, aunque no sepamos cuál. Y eso, lejos de ser una tragedia, quizá sea lo que más sentido da a todo. 

Imagino a veces que la vida es como una vela encendida en medio de una habitación oscura. No sabemos cuánto durará la llama, pero mientras arde, hay que mirar bien. Hay que mirar con los ojos muy abiertos y también con el alma. Porque cuando se apague —y se apagará, eso seguro— lo que habremos visto será todo lo que tengamos. 

La filosofía, cuando no se vuelve arrogante, tiene algo de abrazo silencioso. Los estoicos, por ejemplo, hablaban de la muerte no como amenaza, sino como maestra. Recordar que vamos a morir, decían, no es un castigo, es un privilegio: nos obliga a vivir. Pero a vivir de verdad, no con prisa, sino con atención. Con dulzura. Con presencia. 

Y es que el comportamiento más inteligente, si es que existe tal cosa frente a lo inevitable, tal vez no sea resistirse ni distraerse. Tal vez sea aprender a mirar la fugacidad con ternura. Como quien observa una gota resbalando por un cristal sabiendo que va a desaparecer… y aun así la sigue con la mirada hasta el final. 

 No hace falta grandes gestas. Basta con estar. Con estar de verdad. Escuchar sin mirar el reloj. Decir “te quiero” sin miedo a sonar cursi. Acariciar una taza caliente como si fuera la última del invierno. Saber que no hay promesa de eternidad y, aun así, apostar por lo bello. 

Quizá, al final, lo más humano sea eso: ser efímeros… pero vivir como si dejáramos huellas en la eternidad. 

 ¿Y tú? ¿Cómo vives sabiendo que no hay ensayo general? ¿Te atreves a hacer de cada momento una obra irrepetible, aunque sea breve?

08 junio 2025

La vida, ese río que no deja huellas

 



¿Alguna vez has intentado retener el agua entre las manos? ¿Te has preguntado por qué, aun cerrando los dedos con fuerza, el agua siempre encuentra un modo de escaparse? 

Quizá la vida sea exactamente eso: un río callado que no se detiene, que se cuela por entre los días como si cada instante fuera apenas una leve ondulación en su corriente. Vivimos —o creemos vivir— tratando de construir presas, de levantar diques en su cauce, como si fuera posible atrapar lo que, por su naturaleza, no puede poseerse. 

La filosofía estoica, con esa serenidad antigua que tanto descoloca a nuestro tiempo nervioso, decía que todo lo que sucede, sucede como debe suceder. Que luchar contra lo inevitable es agotar fuerzas en una batalla perdida de antemano. ¿Será, entonces, más sabio aprender a remar en lugar de pretender cambiar el curso del río? 

Recuerdo -o tal vez lo invento ahora- haber visto de niño cómo el viento rizaba la superficie de un estanque. Me parecía, en aquel entonces, que esas ondas eran lo único verdadero. Hoy no estoy tan seguro: quizás lo real no era el viento ni el agua, sino el instante fugaz en que ambos se tocaban sin aferrarse. 

La vida no da tregua. Ni advertencias. Un día uno se descubre mirándose las manos con asombro, preguntándose en qué momento se llenaron de surcos y ausencias. La infancia queda allá lejos, como una orilla que apenas se distingue en la niebla. Los proyectos que parecían firmes, las palabras que creímos eternas, los rostros que juramos no olvidar: todo, tarde o temprano, se diluye.

¿Y qué hacer entonces? ¿Construir castillos de arena en mitad de la corriente? ¿Resistirse al oleaje? 

Los estoicos susurran otra posibilidad, menos vistosa pero infinitamente más libre: aceptar. Dejar de medir la vida por lo que retiene y empezar a medirla por la ligereza con que se entrega. Vivir con la conciencia clara de que somos huéspedes breves, caminantes de paso, y que ninguna de nuestras huellas será tan profunda como para no ser barrida por la siguiente marea. 

Es una idea desconcertante. Aceptar lo efímero no significa renunciar al amor, al trabajo, a los sueños. Significa, quizá, amarlos mejor. Trabajar con más pulcritud. Soñar sin el miedo torpe de quien teme despertar. Saber que todo terminará no resta valor a las cosas; se lo añade. Porque sólo lo que puede perderse es verdaderamente valioso. 

Y tal vez la inteligencia más alta sea la de quien, sabiendo que nada permanece, vive de tal manera que cada gesto, cada palabra, cada silencio, lleva en sí la dignidad de lo último. 

¿No es hermoso pensar que hoy puede ser nuestro último día, y vivirlo como se vive un adiós limpio, sin estridencias ni dramatismos, pero lleno de esa rara plenitud que tienen las cosas que sabemos finitas? 

El reto que te propongo no es fácil -ninguno que valga la pena lo es-: vive como quien no teme perder nada porque sabe que, en realidad, nada le pertenece. Bebe del río sin querer detenerlo. Deja que el agua pase. Sonríe al vacío que queda entre los dedos. 

Después de todo, ¿qué sentido tendría un río que dejara huellas?

21 mayo 2025

El tiempo, una cuestión inacabada


Hay cosas que parecen sencillas hasta que uno se detiene a pensarlas. El tiempo, por ejemplo. Se lo suele imaginar como una línea —una recta que empieza en algún lugar y se pierde en otro—, pero… ¿y si no fuera así? San Agustín en el siglo V d.C. planteó un famoso enigma sobre el tiempo: "Si nadie me lo pregunta, lo sé; si me lo preguntan, no lo sé". 

A veces parece un río, otras una espiral, otras un bucle que se repite. Y otras, simplemente, un silencio. Un paréntesis. Una pausa. 

El paso del tiempo es extraño. Se mueve sin moverse, avanza incluso cuando todo está quieto. Cambian los rostros, los nombres, los tonos de voz. Se desgastan los objetos, las ideas, las certezas. Y sin embargo… algo permanece. Algo que no tiene nombre pero que se reconoce, como una música que sigue sonando después de apagar el reproductor. 

El tiempo, ese concepto extraño, no se deja clasificar. Hay días que duran un suspiro y otros que se alargan como una sombra en invierno. No es constante, aunque lo pretendan los relojes. Hay minutos que pesan como piedras. Otros, que se escapan como si nunca hubieran existido. 

Y no se detiene. Esa es quizá su única fidelidad: no se detiene. 

Dicen que cura, que pone todo en su sitio. Pero también arrasa. Desordena. Borra sin preguntar. ¿Quién no ha perdido algo -o alguien- por el simple hecho de que el tiempo siguió corriendo? No porque estuviera mal. No porque debiera acabar. Solo porque… pasó. 

 En ese tránsito continuo, se acumulan los restos de todo lo que ya no es.

11 mayo 2025

Puebla Marina XIII: el umbral de las campanas lentas

 


¿Alguna vez has sentido que el tiempo se detiene justo antes de que ocurra algo importante, como si el universo mismo contuviera el aliento? 

Aquel amanecer en Puebla Marina llegó con un silencio que no era ausencia de ruido, sino presencia de algo más hondo. El cielo aún no se había decidido entre el azul y el ámbar, y en ese lapso flotaban las campanas de la ermita, que sonaban como si vinieran de otro siglo, o de otro corazón. 

La bruma -esa vieja narradora que no necesita palabras- descendía por las callejuelas como una promesa incumplida. La plaza aún dormía, pero en la herrería de Julián una luz temblorosa luchaba por imponerse. Dicen que esa mañana forjaba algo distinto: no era una aldaba, ni una bisagra, sino una llave. Nadie sabía aún qué abriría. Ni él mismo. 

Fue entonces cuando apareció la niña. No era de allí, pero tampoco parecía forastera. Tenía el cabello como el musgo viejo y los ojos como el mar antes de la tormenta. Nadie recordaba haberla visto entrar, y sin embargo caminaba con la soltura de quien conoce las sombras de los tejados y el crujir de cada adoquín. Se detuvo justo en medio de la plaza, alzó la vista hacia la torre de la iglesia y, sin decir palabra, colocó una piedra blanca sobre la fuente. 

Una sola piedra. Lisa. Pulida. Casi lunar. 

 Quienes la vieron —pocos y callados como siempre en Puebla Marina— aseguraban que la niña susurró algo, pero nadie pudo precisar si lo hizo en voz alta o si fue el pensamiento de cada uno lo que la tradujo. 

Después, desapareció. Nadie la vio marcharse. Nadie supo su nombre. 

Y, sin embargo, desde aquel día, las campanas suenan más lentas. 

Hay quien dice que Puebla Marina tiene un corazón enterrado en algún lugar del pueblo, y que late cuando alguien ha de despertar del todo. Que la piedra blanca es una señal, un recordatorio para aquellos que aún creen en la música del misterio. Que no todo se mide en horas, sino en umbrales.

Desde entonces, cada madrugada, algunos insisten en escuchar. Por si acaso. Por si la niña regresa. Por si alguien encuentra la cerradura que aguarda la llave de Julián. O por si, simplemente, el silencio vuelve a hablar.


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24 abril 2025

Sandra


Hay personas que entran en tu vida con la delicadeza de una canción antigua. No hacen ruido, no buscan protagonismo, no se imponen. Llegan, simplemente. Y cuando te das cuenta, ya están ahí, en tu historia, como una página escrita con tinta indeleble. 

Sandra es así. 

Una de esas personas que no necesitan levantar la voz para que el mundo escuche. Que abraza con los ojos, que sostiene con la palabra justa, que está incluso cuando no puede estar. Hace un tiempo, el destino -caprichoso, cruel a veces- decidió tatuarle una enfermedad. Una de esas que no se pronuncian fácilmente, porque duelen, porque parecen querer ponerle fecha de caducidad a todo. 

Pero ella… ella no se rindió. La enfermedad no la definió. La desafió. 

Y entonces fue cuando la vi más viva que nunca

Su risa -esa risa suya que suena como campanillas entre los árboles- siguió escapando entre las grietas del dolor. Sus ojos, aun cansados, siguieron buscando belleza en los lugares más pequeños: en una taza de té compartida, en un mensaje inesperado, en la voz de un amigo que llama solo para decir: “Estoy contigo”. 

La he visto sostener su mundo con manos temblorosas pero firmes. La he visto caerse y levantarse. La he escuchado hablar de su miedo con una honestidad que rompe y sana al mismo tiempo. Y la he admirado, profundamente, sin saber muy bien cómo decírselo sin que parezca que la estoy despidiendo. 

Porque no lo estoy. No quiero. No puedo. 

Esto no es un adiós. Esto es un gracias. 

Gracias por enseñarme que la vida no se mide en años, sino en instantes compartidos. Que el coraje no siempre grita, a veces simplemente respira. Que el amor -el verdadero amor entre amigos- es ese que no huye, que no pide explicaciones, que se queda. Incluso cuando no entiende. Incluso cuando duele. 

Si estás leyendo esto, amiga mía, solo quiero que sepas que te llevo conmigo. Que hay una parte de mí que se parece a ti desde que te conocí. Que, si un día, tus fuerzas flaquean, yo recordaré por ti todas las veces que fuiste faro para los demás. Porque lo sigues siendo. Porque lo serás siempre. 

Aquí estoy. Contigo. Para lo que venga. Hasta donde tú quieras. Hasta donde tú puedas. 

 Con todo mi amor, José María

22 abril 2025

El camino de la vida

¿Quién decide la forma que toma un camino? ¿Somos nosotros quienes lo delineamos… o es él quien, silenciosamente, nos conduce por entre las encrucijadas? 

Hay sendas que se bifurcan sin previo aviso. Algunas lo hacen con suavidad, como una rama que se inclina por el peso del viento. Otras, en cambio, estallan en inesperadas rupturas, como si el propio tiempo se cansara de repetir trayectos conocidos. No hay mapa posible, solo una invitación a caminar atentos, con el alma despierta y el asombro aún sin domesticar. 

Desde que recordamos, nos empujan hacia rutas bien señaladas: estudiar, trabajar, tener pareja, formar una familia. Pero hay quienes, en un gesto casi secreto, desandan lo aprendido y comienzan a trazar un sendero que no figura en los manuales. Descubren que el verdadero viaje no va de velocidad ni de metas, sino de pausas. De mirar el paisaje. De sentarse. De llorar y reír, a veces al mismo tiempo. De volver atrás para retomar algo que se quedó pendiente. 

A lo largo de esta travesía, aparecen rostros. Algunos fugaces, otros que se instalan en el equipaje sin pedir permiso. Nos cambian la mirada, nos sacuden certezas, y muchas veces nos sostienen cuando el suelo tiembla. Nadie camina solo, aunque a veces lo parezca. 

También están las piedras. Tropiezos que hieren, que nos desconciertan. Que nos hacen dudar del camino e incluso de nosotros mismos. Pero si uno se detiene -si realmente se detiene- a mirar esas heridas con ternura, descubre que allí también hay lecciones, señales, pistas para seguir. 

Y entonces uno entiende que este trayecto no se mide por el calendario ni se planifica con brújulas ajenas. Es un camino que exige escucharse. Parar. Celebrar. Desandar. Reinventar. No hay meta que lo resuma. Cada paso consciente ya es un destino

Así que camina. Sin prisa. Sin certezas. Con gratitud. Porque cuando mires atrás, lo que realmente importará no será el lugar al que llegaste… sino las huellas que fuiste dejando en el barro del tiempo.

“Todos nacemos en la orilla del misterio…” 

“El sendero solo se revela cuando te atreves.” 

“Cada huella que dejas… inventa el camino.” 

“Camina… y el universo caminará contigo.” 

“El camino de la vida no se ve. Se construye.”

06 abril 2025

El escondrijo de las preguntas olvidadas

                                                       

 

Hay un rincón, un repliegue secreto del alma, donde guardamos las preguntas que no sabemos responder. Las dejamos allí, como quien esconde una carta sin abrir, temiendo que las palabras que contenga puedan cambiarnos irremediablemente. 

A veces lo sospechamos: es una esquina polvorienta de nuestras esperanzas, una grieta en la costumbre. Pero evitamos mirarla de frente, como si contemplar esa pequeña fractura fuese a desatar un alud de certezas incómodas. 

La vida, mientras tanto, sigue su curso como un río que parece apacible en la superficie, pero que arrastra remolinos invisibles en el fondo. Y nosotros nos dejamos llevar, tal vez por miedo a zambullirnos en esas aguas inciertas donde flotan los sueños ahogados de otros tiempos. 

Hoy he querido detenerme, y te invito a hacerlo también. A preguntarnos qué escondemos allí, en ese escondrijo al que casi nunca nos asomamos. 

Quizá es un viejo proyecto, un deseo postergado, una llamada interior que silenciamos cada día con el ruido de las urgencias cotidianas. 

Lo curioso es que, cuanto más ignoramos esas llamadas, más fuerza parecen cobrar en la penumbra. Hasta que una mañana cualquiera -como podría ser esta- nos despiertan con un susurro imperceptible pero tozudo: ¿Y si lo intentaras al menos una vez más

No te propongo una revolución ni un salto al vacío, no. Te propongo un gesto sencillo pero poderoso: rescata una de esas preguntas olvidadas. Solo una. Sácala al sol. Dale una oportunidad de respirar aire limpio. Escríbela, dibújala, murmúrasela al viento. Hazla visible. 

Y, si te atreves, cuéntamela. Porque tal vez, solo tal vez, descubras que en compañía es más fácil descifrar los enigmas que nos mantenían cautivos.

03 abril 2025

Puebla Marina XII: el enigma de la brújula dorada




La encontré donde nadie deja nada. En esa curva de la playa que el viento barre con desgana, como si quisiera ocultar más que mostrar. Una brújula oxidada, pero todavía hermosa, como si alguien la hubiese olvidado a propósito bajo las piedras húmedas.

No apuntaba al norte. O sí. Pero a un norte que ya no está. A un lugar que, por algún motivo, dejó de existir o cambió de sitio sin avisar. La aguja giraba lenta, temblando apenas, como si dudara de sí misma.

Me la llevé en silencio, como quien recoge un secreto ajeno sin saber si va a doler. Esa noche llovió despacio. En la calle, el hombre de la bicicleta cruzó la plaza por tercera vez, sin prisa. La farola que parpadea junto al café encendió su luz roja, la que sólo aparece cuando algo va a cambiar.

No fui al puerto. No subí al mirador. Solo caminé hasta el banco azul, el de la esquina donde se sientan los que ya no esperan. Allí, mientras la niebla empezaba a subir desde el suelo, abrí la brújula y vi que por fin se había detenido.

Apuntaba hacia el oeste. Hacia el faro que ya no gira. Hacia el espigón donde desapareció la mujer del sombrero blanco.

Puebla Marina siempre encuentra la forma de recordarte que no has terminado con ella.

El viento trajo olor a sal y a algo más antiguo. A madera húmeda. A tinta en papel mojado. A cartas que nunca llegaron.

Y la aguja, quieta. Esperando. Como si supiera que esta vez no iba a ir solo.

30 marzo 2025

El vuelo del águila (IV)


El cielo no siempre está despejado. A veces se torna de un gris pesado, como si llevara siglos suspendido sobre las alas del tiempo. El águila, en lo alto de una cornisa que desafía al abismo, entrecierra los ojos y deja que el viento le hable en su lengua de corrientes y presentimientos.

No tiene prisa. Nunca la tuvo. Sabe que en la espera también se aprende a volar.

Bajo ella, el mundo gira con su ruido de relojes y hombres, de metas sin alma y palabras huecas. Ella observa. Escucha. Percibe. No es su momento aún, pero lo será. Porque siempre llega.

El águila no huye de las tormentas. No baja al valle para buscar abrigo entre ramas ajenas. Ella se queda. Quietud poderosa, firmeza que no necesita gritar. Espera a que el viento cambie, a que la nube se deshaga, a que el trueno se canse de asustar.

Entonces, sin anunciarse, se lanza.

El aire, al encontrarla, se estremece. La corriente la reconoce como su igual y la alza sin esfuerzo. Y ella, con las alas abiertas como puertas al infinito, atraviesa la espesura de las alturas. No vuela para huir. Vuela porque ha nacido para hacerlo.

Y en ese vuelo -que no es huida ni destino, sino puro presente- se revela la verdad de su esencia: no hay cima ni fondo cuando se ha conquistado el cielo interior.

A lo lejos, los que no comprenden la miran con admiración callada. No saben que ella también dudó, también tembló. No vieron las noches de vigilia, los silencios como nidos vacíos, los días sin vuelo. Solo ven ahora la figura majestuosa que surca el azul como si no conociera otra forma de vivir.

Pero el águila sí lo sabe. Y por eso su vuelo es tan alto. Porque ha caído, ha esperado… y ha vuelto a elegir el cielo.

17 marzo 2025

¿Qué ha pasado?

 

¿Dónde están todos? 

Regresé, después de quince años, a mi vieja bitácora... y la encontré en silencio. Un silencio denso, de esos que no se rompen ni con un grito. 

Estaba allí, quieta, con las palabras de entonces aún encendidas, pero sin nadie que las mire. Sin nadie que escuche. 

¿Qué ocurrió? ¿Qué viento ha barrido las costas donde antes recalaban lectores como náufragos curiosos? 

Quizás fue la invasión sigilosa de las redes sociales, tan veloces, tan inmediatas. Facebook, Instagram, Twitter (X)… lugares donde todo cabe en un suspiro. Donde se grita más que se conversa. Donde un pensamiento apenas sobrevive al siguiente. 

O tal vez sea que cada vez se lee menos. Que el ojo busca ahora luz y movimiento, y ha cambiado la hondura de la palabra por el vértigo de una imagen. YouTube, TikTok, los podcasts... han tejido un nuevo idioma, más sonoro, más fugaz. 

Google, por su parte, decidió mirar hacia otro lado. Ya no posa sus ojos en estos rincones personales, prefiere los escaparates luminosos de los grandes portales, bien peinados por el SEO, bien vestidos de monetización. 

Y Google, sí… dejó a Blogger varado, como un barco sin capitán. Sin mejoras, sin mapas nuevos. Mientras tanto, WordPress y otros puertos comenzaron a ofrecer cobijo moderno, velas nuevas, aparejos brillantes. 

Muchos zarparon hacia allí. 

Otros, simplemente, dejaron de escribir. 

Y con ellos se fue la comunidad, esa vieja tribu que comentaba, que enlazaba, que respondía con otra entrada al otro lado del mar digital. 

Hoy, Blogspot parece una isla abandonada en medio del océano. Pero -y aquí dejo una duda flotando en el aire- ¿y si todavía quedara algo de magia en sus arenas? ¿Y si, en vez de buscar otro puerto, intentáramos reconstruir este? 

Quizá no todo esté perdido

Quizá lo que necesita este viejo blog no es otra plataforma… sino otra forma de ser habitado. 

¿Tú qué harías: emigrar o resistir?

16 marzo 2025

Las palabras olvidadas


¿Dónde quedaron aquellas palabras que alguna vez nos abrigaron como una manta tibia al anochecer? ¿Dónde se esconden los vocablos que sabían acompañar sin ruido, sin prisa, sin exigencia?

Hubo un tiempo -aunque nos cueste recordarlo- en que las palabras no eran urgentes ni fugaces. Eran refugio. Eran fuego. Eran brújula. En aquel entonces, una palabra bastaba para alumbrar una duda, sostener un alma rota o acariciar la incertidumbre con manos abiertas.

Hoy, muchas de ellas yacen sepultadas bajo la prisa, la hiperconexión, la tiranía del instante. Pero no han muerto. Duermen. Esperan.

Esperanza, por ejemplo, no era solo un deseo hueco, sino un pacto sutil con el porvenir. Compasión no era un suspiro condescendiente, sino un hilo invisible que nos trenzaba con la fragilidad del otro. Silencio, lejos de ser ausencia, era un santuario: allí donde el alma podía por fin escucharse. Aventura era horizonte abierto. Descubrimiento, el temblor primero de lo desconocido.

Hubo una época -sí, existió- en que el lenguaje tenía hondura. No se hablaba por hablar. Cada palabra pesaba. Cada frase llevaba la conciencia de su eco. Sabíamos que una sola palabra podía sembrar o arrasar. Y, sin embargo, hablábamos. Porque el lenguaje era vínculo, no mercancía.

Hoy, entre titulares huecos y respuestas automáticas, hemos ido olvidando. Pero aún estamos a tiempo.

Aún podemos decir “gracias” como si lo sintiéramos de veras. “Te escucho”, como si estuviéramos presentes de cuerpo entero. “Te entiendo”, no como consuelo barato, sino como un acto profundo de humanidad compartida. Aún podemos recuperar esa antigua costumbre de nombrar lo invisible, de dar forma con palabras a lo que se nos escapa entre los dedos.

Quizá de eso se trate, en el fondo, el oficio de escribir: de rescatar lo que no debía perderse, de volver a dar voz a lo que el ruido del mundo ha silenciado.

Porque mientras alguien -una sola persona- pronuncie una palabra verdadera con el corazón en la garganta, aún habrá palabras que vivan. Y con ellas, algo de nosotros también vivirá.