¿Puede un árbol contarte un secreto? ¿Y si fuera el tuyo? ¿Y si sus ramas, de tanto haberte sostenido, hubieran aprendido tu idioma y supieran más de ti que tú mismo?
12 julio 2025
El vuelo del águila V
¿Puede un árbol contarte un secreto? ¿Y si fuera el tuyo? ¿Y si sus ramas, de tanto haberte sostenido, hubieran aprendido tu idioma y supieran más de ti que tú mismo?
28 junio 2025
¿Y si Prometeo tuviera razón?
27 junio 2025
Puebla Marina XIV. Los mapas que no dibujamos
Capítulo XIV. Los mapas que no dibujamos
¿Dónde se refugia lo que nunca nos dimos permiso para sentir?
¿En qué pliegue del alma se esconden las emociones que apartamos, no por cobardía, sino por una prudencia mal entendida… como si vivirlas pudiera desbordarnos?
¿Y si existieran lugares -como Puebla Marina- que nacen precisamente de esos sentimientos postergados, de lo que no supimos concedernos a tiempo?
Hoy ha amanecido con una claridad extraña.
No era la luz, no… era otra cosa.
Una sensación como de haber bordeado, sin tocarlo, algo que siempre estuvo allí, esperando.
A veces la conciencia llega así, sin aviso, sin ceremonia.
Simplemente se instala, como esa tristeza dulce que uno acepta sin saber si viene del presente o de hace muchos años.
He paseado por la orilla.
El mar estaba particularmente quieto, como si me respetara el silencio.
Y yo tampoco tenía nada que decir. Solo caminar, como quien deja que el cuerpo hable por dentro.
En Puebla Marina hay un callejón que no aparece en ningún plano.
Es estrecho, sombrío, como si los edificios quisieran protegerlo del olvido.
Allí viven los mapas que no dibujamos.
Los deseos no asumidos.
Los impulsos que censuramos sin darnos tiempo.
Los temblores que desoímos por orgullo o por rutina.
Una vez lo recorrí con alguien.
No importa quién.
Nos reímos de lo absurdo del trazado, de lo desparejo del suelo.
Y sin embargo, había belleza.
En lo imperfecto también habita la verdad.
Solo hay que mirarla sin exigirle que sea otra cosa.
A veces fantaseo con la idea de que Puebla Marina no es un lugar físico, sino una coordenada emocional.
Un refugio al que regresamos cuando el mundo nos pide demasiado.
Un espacio donde las emociones no vividas siguen esperando su momento.
Y algunas, con suerte, aún laten.
Hoy me he cruzado con una anciana sentada en un banco frente al acantilado.
Tenía los ojos serenos, como quien ya no se reprocha nada.
Le pregunté si echaba de menos a alguien.
-No -me dijo-. Echo de menos lo que no me atreví a echar de menos en su momento.
Y me pareció una respuesta perfecta.
Quizá eso somos: una mezcla de lo que sentimos tarde, lo que no supimos nombrar y lo que aún estamos aprendiendo a aceptar.
Pero aquí, en Puebla Marina, todo eso se entiende.
O se abraza.
O simplemente se deja estar.
Y tú, que también callas a veces lo que ya es urgente sentir,
¿te atreverías a volver sobre ese gesto que nunca tuviste, ese temblor que evitaste?
Te propongo esto:
búscalo.
No en los recuerdos, sino en tu cuerpo.
Y si lo encuentras, si aún duele un poco, déjalo que duela.
Tal vez -quién sabe- sea la forma que tiene Puebla Marina de recordarte que sigues vivo.
23 junio 2025
El náufrago como tópico literario
Quizás sea porque, en el fondo, todos somos náufragos de algo. Del tiempo que se nos escapa entre los dedos como arena fina, de los proyectos que nunca terminamos, de las personas que ya no están. Y hay algo en esa condición -la del que ha perdido el rumbo, la del que flota a la deriva- que nos resulta dolorosamente familiar.
Hay imágenes que vuelven una y otra ves, como si el alma las buscara para entenderse mejor. Para mí, y quizá también para ti, la figura del náufrago es una de ellas. Un hombre solo, rodeado de agua, sin horizonte claro, sin reloj. Sin promesas. Un ser que ha perdido casi todo... y sin embargo sigue. y no sólo sigue: observa, piensa, respira. A veces escribe con los dedos en la arena antes de que la marea borre el mensaje. Y en ese gesto, tan inútil como hermoso, está la respuesta estoica la fugacidad.
El náufrago, ese personaje eterno de la literatura, no es solo quien sobrevive a un temporal en alta mar. Es, más bien, una metáfora de la condición humana: arrojados sin manual de instrucciones a este mundo, intentando construir una balsa con los restos de lo que creíamos saber, navegando a ciegas hacia un horizonte que cambia cada día.
Los antiguos estoicos, Marco Aurelio escribiendo sus pensamientos en campaña, Epicteto reflexionando sobre la libertad desde su condición de esclavo- entendían esto mejor que nadie. Para ellos, la sabiduría no consistía en evitar el naufragio, sino en aprender a flotar con elegancia cuando llegara. Porque llegaría, vaya que si llegaría.
Memento mori, nos recordaban. Recuerda que vas a morir. No como una amenaza macabra, sino como una invitación a despertar. Porque cuando uno acepta -de verdad acepta- la fugacidad de todo, algo extraño sucede: el peso se alivia. Es como si el mero hecho de reconocer que todo pasa nos liberara del afán de aferrarnos a lo que, de todos modos, no podemos retener.
Pero, entonces, ¿cuál es el comportamiento más inteligente ante esta fugacidad? No es, desde luego, la resignación pasiva. Tampoco la negación frenética, ese llenarse la agenda para no pensar. Quizás sea algo más sutil: aprender a habitar el presente con la misma naturalidad con que respiramos, sin dramatizarlo ni minimizarlo.
El náufrago inteligente no maldice la tormenta que destruyó su barco. Cuenta los tablones que le quedan, evalúa el viento, observa las corrientes. Y, sobre todo, entiende que su tarea no es conquistar el océano, sino navegar en él con la mayor gracia posible.
Hace poco leía sobre un monje zen que, al enterarse de que le quedaban pocos meses de vida, siguió podando sus rosales con el mismo cuidado de siempre. Cuando le preguntaron por qué dedicaba tiempo a plantas que quizás no volvería a ver florecer, sonrió: "¿Y qué otra cosa haría? ¿Dejar de podar porque me voy a morir?"
Hay algo profundamente liberador en esa actitud. Una especie de rebeldía serena contra la urgencia, contra esa prisa moderna que nos hace correr hacia no sabemos muy bien dónde. El monje podaba porque podar era lo que había que hacer en ese momento, no porque esperara algo a cambio.
Es cierto que a veces me pregunto si no hay cierta comodidad peligrosa en este enfoque. Cierta tentación de usar la filosofía estoica como anestesia para no sentir del todo. Pero luego pienso que no se trata de no sentir, sino de sentir sin que el sentimiento nos arrastre. Como quien observa las olas desde la orilla: atento, presente, pero sin dejarse llevar por cada cresta y cada valle.
El tiempo pasa -qué perogrullada, y sin embargo qué difícil de digerir-. Los días se suceden con esa regularidad implacable que nos tranquiliza y nos aterra a partes iguales. Y nosotros, náufragos voluntarios de esta existencia que no pedimos pero que es nuestra, seguimos improvisando sobre la marcha, aprendiendo a flotar un día más.
Quizás la clave esté en cambiar la pregunta. En lugar de preguntarnos por qué todo es tan efímero, quizás deberíamos preguntarnos qué podemos hacer con esta caducidad. Cómo podemos convertir la fugacidad en aliada en lugar de enemiga. Cómo podemos vivir de tal manera que, cuando llegue el momento de soltarse, no sea una lucha sino un dejarse ir natural, como quien termina una conversación hermosa.
Y tú, náufrago que me lees: ¿qué haces con los tablones que te quedan? ¿Los cuentas con angustia o construyes con ellos algo hermoso, sabiendo que también será temporal? Te invito a que, durante esta semana, pruebes a vivir un día entero como si fueras ese monje zen podando sus rosales: presente, cuidadoso, sin prisa por llegar a ninguna parte que no sea exactamente donde estás.
12 junio 2025
El ser humano efímero e intemporal
¿No te ha ocurrido alguna vez que, justo cuando parece que todo empieza a tomar sentido, algo —una noticia, un gesto, una grieta invisible— viene a recordarte lo frágil que es todo? ¿Cómo puede ser que la vida, que a veces se siente tan inmensa, que a ratos parece inabarcable, sea en realidad tan breve, tan huidiza?
Hay días en los que uno se levanta sintiendo que la existencia es algo denso, casi eterno. Y sin embargo… basta con mirar una fotografía vieja, abrir una caja con cartas amarillentas, cruzarse con un olor que ya no sabías que recordabas, para que el tiempo se derrumbe como un castillo de arena. ¿Qué somos sino eso? Un puñado de instantes, un eco que aún no sabe si es principio o final.
He pensado mucho últimamente en la palabra “caducidad”. Suena fría, casi burocrática, como si fuera algo que pudiera medirse, sellarse, clasificarse. Pero cuando la aplicamos a nosotros mismos, ¿no tiembla un poco el suelo? Somos seres con fecha de expiración, aunque no sepamos cuál. Y eso, lejos de ser una tragedia, quizá sea lo que más sentido da a todo.
Imagino a veces que la vida es como una vela encendida en medio de una habitación oscura. No sabemos cuánto durará la llama, pero mientras arde, hay que mirar bien. Hay que mirar con los ojos muy abiertos y también con el alma. Porque cuando se apague —y se apagará, eso seguro— lo que habremos visto será todo lo que tengamos.
La filosofía, cuando no se vuelve arrogante, tiene algo de abrazo silencioso. Los estoicos, por ejemplo, hablaban de la muerte no como amenaza, sino como maestra. Recordar que vamos a morir, decían, no es un castigo, es un privilegio: nos obliga a vivir. Pero a vivir de verdad, no con prisa, sino con atención. Con dulzura. Con presencia.
Y es que el comportamiento más inteligente, si es que existe tal cosa frente a lo inevitable, tal vez no sea resistirse ni distraerse. Tal vez sea aprender a mirar la fugacidad con ternura. Como quien observa una gota resbalando por un cristal sabiendo que va a desaparecer… y aun así la sigue con la mirada hasta el final.
No hace falta grandes gestas. Basta con estar. Con estar de verdad. Escuchar sin mirar el reloj. Decir “te quiero” sin miedo a sonar cursi. Acariciar una taza caliente como si fuera la última del invierno. Saber que no hay promesa de eternidad y, aun así, apostar por lo bello.
Quizá, al final, lo más humano sea eso: ser efímeros… pero vivir como si dejáramos huellas en la eternidad.
¿Y tú? ¿Cómo vives sabiendo que no hay ensayo general? ¿Te atreves a hacer de cada momento una obra irrepetible, aunque sea breve?
08 junio 2025
La vida, ese río que no deja huellas
21 mayo 2025
El tiempo, una cuestión inacabada
11 mayo 2025
Puebla Marina XIII: el umbral de las campanas lentas
¿Alguna vez has sentido que el tiempo se detiene justo antes de que ocurra algo importante, como si el universo mismo contuviera el aliento?
Aquel amanecer en Puebla Marina llegó con un silencio que no era ausencia de ruido, sino presencia de algo más hondo. El cielo aún no se había decidido entre el azul y el ámbar, y en ese lapso flotaban las campanas de la ermita, que sonaban como si vinieran de otro siglo, o de otro corazón.
La bruma -esa vieja narradora que no necesita palabras- descendía por las callejuelas como una promesa incumplida. La plaza aún dormía, pero en la herrería de Julián una luz temblorosa luchaba por imponerse. Dicen que esa mañana forjaba algo distinto: no era una aldaba, ni una bisagra, sino una llave. Nadie sabía aún qué abriría. Ni él mismo.
Fue entonces cuando apareció la niña. No era de allí, pero tampoco parecía forastera. Tenía el cabello como el musgo viejo y los ojos como el mar antes de la tormenta. Nadie recordaba haberla visto entrar, y sin embargo caminaba con la soltura de quien conoce las sombras de los tejados y el crujir de cada adoquín. Se detuvo justo en medio de la plaza, alzó la vista hacia la torre de la iglesia y, sin decir palabra, colocó una piedra blanca sobre la fuente.
Una sola piedra. Lisa. Pulida. Casi lunar.
Quienes la vieron —pocos y callados como siempre en Puebla Marina— aseguraban que la niña susurró algo, pero nadie pudo precisar si lo hizo en voz alta o si fue el pensamiento de cada uno lo que la tradujo.
Después, desapareció. Nadie la vio marcharse. Nadie supo su nombre.
Y, sin embargo, desde aquel día, las campanas suenan más lentas.
Hay quien dice que Puebla Marina tiene un corazón enterrado en algún lugar del pueblo, y que late cuando alguien ha de despertar del todo. Que la piedra blanca es una señal, un recordatorio para aquellos que aún creen en la música del misterio. Que no todo se mide en horas, sino en umbrales.
Desde entonces, cada madrugada, algunos insisten en escuchar. Por si acaso. Por si la niña regresa. Por si alguien encuentra la cerradura que aguarda la llave de Julián. O por si, simplemente, el silencio vuelve a hablar.
http://www.boosterblog.es
24 abril 2025
Sandra
22 abril 2025
El camino de la vida
¿Quién decide la forma que toma un camino? ¿Somos nosotros quienes lo delineamos… o es él quien, silenciosamente, nos conduce por entre las encrucijadas?
Hay sendas que se bifurcan sin previo aviso. Algunas lo hacen con suavidad, como una rama que se inclina por el peso del viento. Otras, en cambio, estallan en inesperadas rupturas, como si el propio tiempo se cansara de repetir trayectos conocidos. No hay mapa posible, solo una invitación a caminar atentos, con el alma despierta y el asombro aún sin domesticar.
Desde que recordamos, nos empujan hacia rutas bien señaladas: estudiar, trabajar, tener pareja, formar una familia. Pero hay quienes, en un gesto casi secreto, desandan lo aprendido y comienzan a trazar un sendero que no figura en los manuales. Descubren que el verdadero viaje no va de velocidad ni de metas, sino de pausas. De mirar el paisaje. De sentarse. De llorar y reír, a veces al mismo tiempo. De volver atrás para retomar algo que se quedó pendiente.
A lo largo de esta travesía, aparecen rostros. Algunos fugaces, otros que se instalan en el equipaje sin pedir permiso. Nos cambian la mirada, nos sacuden certezas, y muchas veces nos sostienen cuando el suelo tiembla. Nadie camina solo, aunque a veces lo parezca.
También están las piedras. Tropiezos que hieren, que nos desconciertan. Que nos hacen dudar del camino e incluso de nosotros mismos. Pero si uno se detiene -si realmente se detiene- a mirar esas heridas con ternura, descubre que allí también hay lecciones, señales, pistas para seguir.
Y entonces uno entiende que este trayecto no se mide por el calendario ni se planifica con brújulas ajenas. Es un camino que exige escucharse. Parar. Celebrar. Desandar. Reinventar. No hay meta que lo resuma. Cada paso consciente ya es un destino.
Así que camina. Sin prisa. Sin certezas. Con gratitud. Porque cuando mires atrás, lo que realmente importará no será el lugar al que llegaste… sino las huellas que fuiste dejando en el barro del tiempo.
“Todos nacemos en la orilla del misterio…”
“El sendero solo se revela cuando te atreves.”
“Cada huella que dejas… inventa el camino.”
“Camina… y el universo caminará contigo.”
“El camino de la vida no se ve. Se construye.”
06 abril 2025
El escondrijo de las preguntas olvidadas
03 abril 2025
Puebla Marina XII: el enigma de la brújula dorada
30 marzo 2025
El vuelo del águila (IV)
El cielo no siempre está despejado. A veces se torna de un gris pesado, como si llevara siglos suspendido sobre las alas del tiempo. El águila, en lo alto de una cornisa que desafía al abismo, entrecierra los ojos y deja que el viento le hable en su lengua de corrientes y presentimientos.
No tiene prisa. Nunca la tuvo. Sabe que en la espera también se aprende a volar.
Bajo ella, el mundo gira con su ruido de relojes y hombres, de metas sin alma y palabras huecas. Ella observa. Escucha. Percibe. No es su momento aún, pero lo será. Porque siempre llega.
El águila no huye de las tormentas. No baja al valle para buscar abrigo entre ramas ajenas. Ella se queda. Quietud poderosa, firmeza que no necesita gritar. Espera a que el viento cambie, a que la nube se deshaga, a que el trueno se canse de asustar.
Entonces, sin anunciarse, se lanza.
El aire, al encontrarla, se estremece. La corriente la reconoce como su igual y la alza sin esfuerzo. Y ella, con las alas abiertas como puertas al infinito, atraviesa la espesura de las alturas. No vuela para huir. Vuela porque ha nacido para hacerlo.
Y en ese vuelo —que no es huida ni destino, sino puro presente— se revela la verdad de su esencia: no hay cima ni fondo cuando se ha conquistado el cielo interior.
A lo lejos, los que no comprenden la miran con admiración callada. No saben que ella también dudó, también tembló. No vieron las noches de vigilia, los silencios como nidos vacíos, los días sin vuelo. Solo ven ahora la figura majestuosa que surca el azul como si no conociera otra forma de vivir.
Pero el águila sí lo sabe. Y por eso su vuelo es tan alto. Porque ha caído, ha esperado… y ha vuelto a elegir el cielo.
17 marzo 2025
¿Qué ha pasado?
¿Dónde están todos?
Regresé, después de quince años, a mi vieja bitácora... y la encontré en silencio. Un silencio denso, de esos que no se rompen ni con un grito.
Estaba allí, quieta, con las palabras de entonces aún encendidas, pero sin nadie que las mire. Sin nadie que escuche.
¿Qué ocurrió? ¿Qué viento ha barrido las costas donde antes recalaban lectores como náufragos curiosos?
Quizás fue la invasión sigilosa de las redes sociales, tan veloces, tan inmediatas. Facebook, Instagram, Twitter (X)… lugares donde todo cabe en un suspiro. Donde se grita más que se conversa. Donde un pensamiento apenas sobrevive al siguiente.
O tal vez sea que cada vez se lee menos. Que el ojo busca ahora luz y movimiento, y ha cambiado la hondura de la palabra por el vértigo de una imagen. YouTube, TikTok, los podcasts... han tejido un nuevo idioma, más sonoro, más fugaz.
Google, por su parte, decidió mirar hacia otro lado. Ya no posa sus ojos en estos rincones personales, prefiere los escaparates luminosos de los grandes portales, bien peinados por el SEO, bien vestidos de monetización.
Y Google, sí… dejó a Blogger varado, como un barco sin capitán. Sin mejoras, sin mapas nuevos. Mientras tanto, WordPress y otros puertos comenzaron a ofrecer cobijo moderno, velas nuevas, aparejos brillantes.
Muchos zarparon hacia allí.
Otros, simplemente, dejaron de escribir.
Y con ellos se fue la comunidad, esa vieja tribu que comentaba, que enlazaba, que respondía con otra entrada al otro lado del mar digital.
Hoy, Blogspot parece una isla abandonada en medio del océano. Pero -y aquí dejo una duda flotando en el aire- ¿y si todavía quedara algo de magia en sus arenas? ¿Y si, en vez de buscar otro puerto, intentáramos reconstruir este?
Quizá no todo esté perdido.
Quizá lo que necesita este viejo blog no es otra plataforma… sino otra forma de ser habitado.
¿Tú qué harías: emigrar o resistir?
16 marzo 2025
Las palabras olvidadas
¿Dónde quedaron aquellas palabras que alguna vez nos abrigaron como una manta tibia al anochecer? ¿Dónde se esconden los vocablos que sabían acompañar sin ruido, sin prisa, sin exigencia?
Hubo un tiempo -aunque nos cueste recordarlo- en que las palabras no eran urgentes ni fugaces. Eran refugio. Eran fuego. Eran brújula. En aquel entonces, una palabra bastaba para alumbrar una duda, sostener un alma rota o acariciar la incertidumbre con manos abiertas.
Hoy, muchas de ellas yacen sepultadas bajo la prisa, la hiperconexión, la tiranía del instante. Pero no han muerto. Duermen. Esperan.
Esperanza, por ejemplo, no era solo un deseo hueco, sino un pacto sutil con el porvenir. Compasión no era un suspiro condescendiente, sino un hilo invisible que nos trenzaba con la fragilidad del otro. Silencio, lejos de ser ausencia, era un santuario: allí donde el alma podía por fin escucharse. Aventura era horizonte abierto. Descubrimiento, el temblor primero de lo desconocido.
Hubo una época -sí, existió- en que el lenguaje tenía hondura. No se hablaba por hablar. Cada palabra pesaba. Cada frase llevaba la conciencia de su eco. Sabíamos que una sola palabra podía sembrar o arrasar. Y, sin embargo, hablábamos. Porque el lenguaje era vínculo, no mercancía.
Hoy, entre titulares huecos y respuestas automáticas, hemos ido olvidando. Pero aún estamos a tiempo.
Aún podemos decir “gracias” como si lo sintiéramos de veras. “Te escucho”, como si estuviéramos presentes de cuerpo entero. “Te entiendo”, no como consuelo barato, sino como un acto profundo de humanidad compartida. Aún podemos recuperar esa antigua costumbre de nombrar lo invisible, de dar forma con palabras a lo que se nos escapa entre los dedos.
Quizá de eso se trate, en el fondo, el oficio de escribir: de rescatar lo que no debía perderse, de volver a dar voz a lo que el ruido del mundo ha silenciado.
Porque mientras alguien -una sola persona- pronuncie una palabra verdadera con el corazón en la garganta, aún habrá palabras que vivan. Y con ellas, algo de nosotros también vivirá.
¿Y si leer no fuera siempre bueno?
15 marzo 2025
Puebla Marina XI: la carta escondida
05 marzo 2025
El regreso del náufrago 2
Queridos compañeros de aventuras ¿cuántos quedarán de aquellos que antaño me leían y a los que yo leía con agrado? He comprobado que el tiempo ha hecho estragos y muchos de los blogs que seguí en su día ya no existen. Me gustaría recibir noticias de los que quedan.
Han pasado 14 años desde que las palabras en este blog fueron abandonadas, como un barco en la costa que aguarda sin prisa su destino. Este silencio largo, casi atemporal, ha sido como el lento proceso de un naufragio. Pero, como bien saben los que surcan las aguas del destino, el mar no olvida; y, en ocasiones, el regreso es necesario.
Bienvenidos, una vez más, a Andanzas de un náufrago.
02 marzo 2025
El regreso del náufrago
Han pasado más de catorce años desde la última vez que escribí en este rincón, mi bitácora de reflexiones, mi isla de palabras. No fue una despedida planeada, sino un lento alejamiento, como quien se adentra en el oleaje sin darse cuenta de que la corriente lo arrastra mar adentro. La vida, con su inquietud incansable, me llevó a otros puertos: el trabajo, las responsabilidades, los proyectos que consumen el tiempo y las fuerzas. Sin embargo, en cada ocaso, el murmullo del blog me llamaba de nuevo, como el susurro de un viejo amigo que nunca se olvida.
Hoy regreso, no como quien retoma algo inacabado, sino como quien redescubre un tesoro enterrado en la arena. Este espacio sigue aquí, esperándome, con sus viejas entradas como conchas dispersas en la orilla, testigos de pensamientos que alguna vez fueron nuevos y ahora son ecos de otra versión de mí mismo. Burla, burlando, han pasado casi 15 años. ¿Qué fue de mis amigos a los que leía y me leían? Al leer ciertas entradas, sonrío. Algunas me sorprenden, otras me confrontan, pero todas me recuerdan que escribir era, y sigue siendo, una forma de existir.
Regresar no es solo volver a escribir, vivir no es sólo, como dijera el poeta (Azorín), ver volver; es también darle un nuevo rumbo a este viaje. Quizás ya no sea el mismo náufrago de antes; quizás las tempestades de la vida me han vuelto más sabio, o al menos, más consciente de la importancia de detenerse a observar el horizonte y compartir lo que se ve.
No sé quiénes seguirán por aquí donde encontré amigos entrañables, lectores y escritores de vocación quienes encontrarán estas palabras al abrir una vieja botella lanzada al mar del ciberespacio. Pero si has llegado hasta aquí, si sigues explorando estas costas, te doy la bienvenida.
A partir de hoy, Andanzas de un Náufrago vuelve a zarpar. Y esta vez, prometo no perderme del todo en la marea.
El vuelo del águila V
¿Puede un árbol contarte un secreto? ¿Y si fuera el tuyo? ¿Y si sus ramas, de tanto haberte sostenido, hubieran aprendido tu idioma y supier...

-
Afónico de amarte no llegan mis caricias a tu boca. Tú te estremeces como palabras sueltas que buscan acunarse junto a otras, (frent...
-
El amor es como un anillo que acaricia con su abrazo todo lo que toca; para conocer el amor debes amarlo todo : el camino que te eleva hast...
-
África a quien llamamos cariñosamente Siri Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando; y se quedará mi huerto, con su verde árbol, y c...